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En tiempos de crisis, la agricultura y la alimentación se 
están consolidando como uno de los negocios más lucrativos… 
no para agricultores o consumidores sino para 
transnacionales e inversionistas. El motivo es sencillo: una 
familia puede dejar de pagar la hipoteca pero siempre tendrá 
que comer. 
  
Ya desde hace décadas que la cadena alimentaria (semillas, 
agroquímicos, distribución, etc.) estaba “oligopolizada” y 
en manos de unas pocas transnacionales que se están lucrando 
a toda costa.  
  
Pero a principios de siglo, a raíz de la “burbuja de las 
punto.com”, el capital financiero empezó a moverse buscando 
inversiones seguras y aterrizó en el mercado de futuros: 
alimentación, petróleo, etc. 
  
Si en el 2000 los activos financieros en este mercado 
oscilaban los 5.000 millones de dólares, en 2011 treparon 
hasta los 450.000. Para ellos un gran negocio, ya que por ejemplo el grupo de 
inversión 
Goldman Sachs ganó más 
de 5.000 millones de dólares en 2009 especulando en materias 
primas, lo que supuso un tercio de sus beneficios netos.
 
  
Pero, para el resto, una gran chanchada: Los precios de los 
alimentos se multiplicaron por 2,5 desde 2000, mientras se 
oscila el umbral de los 1.000 millones de famélicos y en 
estos momentos en el Cuerno de África 12 millones de 
personas sufren una cruel hambruna.  
  
La cosa no ha quedado ahí. Esta vez el capital está metiendo 
sus garras en lo más importante de la cadena alimentaria: la 
tierra.  
  
El incremento de los precios de la alimentación en los 
mercados de materias primas, la posibilidad de especular en 
la compraventa de tierra, la creciente demanda de alimentos 
y la importancia estratégica de los agrocombustibles para el 
futuro energético en los países ecológicamente 
derrochadores, está alimentando la voracidad de inversores 
que ansían controlar la producción de alimentos y materias 
primas.  
  
En la última década millones de hectáreas han sido 
arrendadas o vendidas en los países empobrecidos, 
fundamentalmente en África. En algunos casos son 
gobiernos que adquieren tierras en otros países para 
garantizarse su suministro futuro. Pero en la mayoría se 
trata de empresas e inversionistas que pretenden producir 
alimentos y sobre todo agrocombustibles, en ambos casos para 
exportar a los países ricos especialmente.   
  
Según la ONG Intermon Oxfam, en los últimos años 
cerca de 227 millones de hectáreas de tierra han sido 
acaparadas en el mundo. Como estos tratos van envueltos de 
mucho secretismo, la ONG sólo ha podido verificar 1.100 
acuerdos por un total de 67 millones de hectáreas. 
 
  
La mitad de ellas se situarían en África, lo que 
significa que en este continente se ha acaparado una 
superficie de tierra similar al área de Alemania. Un 
reciente trabajo publicado por un grupo de expertos del 
Comité de Seguridad Alimentaria Mundial de la FAO, avalaría 
estos datos al mencionar una cantidad de tierras acaparadas 
que oscila entre los 50 y 80 millones de hectáreas, 
situándose en África dos terceras partes del total. 
  
Algunas instituciones como el Banco Mundial o la 
propia FAO intentan “humanizar” el despojo con la 
misma cháchara que llevamos décadas escuchando, es decir, 
aseverando que la inversión acarreará mejoras para las 
poblaciones locales: tecnología, infraestructuras, trabajo, 
seguridad alimentaria, etc.  
  
Pero lo cierto es que cada hectárea destinada a la 
exportación es una hectárea menos para la producción local. 
Por si fuera poco, ya se han reportado decenas de miles de 
desalojos forzosos, explotación laboral, impactos 
ambientales o control sobre los recursos hídricos para los 
regadíos intensivos de los acaparadores. Todo ello 
recuerden, está acaeciendo en países que frecuentemente 
sufren sequías y hambrunas. 
  
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