La globalización
neoliberal, las políticas de apertura comercial de
nuestras economías y mercados, el continuo y
creciente ajuste estructural, junto con el
desembarco de las grandes corporaciones
agroalimentarias, nos han impuesto sus leyes y sus
reglas que pasan por expoliar la naturaleza, crear
desequilibrios, generar enfermedades y hambre, a
costa de multiplicar sus ganancias y de hegemonizar
las cadenas globales de mercancías de forma
integrada, es decir, controlar la producción de
materias primas, su procesamiento, su
comercialización y el consumo.
Tales son las razones por las cuales estamos ante una
hecatombe medioambiental caracterizada por la
acelerada deforestación, la erosión de tierras, el
crecimiento exacerbado de las ciudades (por
emigración rural, entre otras causas), la
sobreexplotación de los recursos naturales y el
aumento de la inequidad.
No es posible
transformar la naturaleza en bienes y servicios
eternamente, como lo requiere este modelo
globalizado e insustentable.
La
apropiación de recursos naturales con el fin de
convertirlos en mercancías, tiene como única
finalidad incrementar la ganancia y el lucro, y
comienza a ser cada vez más resistida por los
pueblos.
Soberanía para la
supervivencia
La soberanía alimentaria no se refiere únicamente a la
producción de alimentos para evitar el hambre de la
población, sino que también implica asegurar que los
alimentos sean óptimos para la salud biológica,
mental y espiritual del ser humano. En este sentido,
es preciso promover en un cambio paradigmático en la
forma en que se produce el alimento, cómo se
distribuye e intercambia, la forma en la que se
consume y la manera en la cual el consumidor se
relaciona con el proceso de producción.
Si un país no puede decidir sobre la forma de producción de
sus alimentos, entonces está muy lejos de tener
soberanía alimentaria.
El avance de la “frontera agrícola” impulsado por los
agrocombustibles es un atentado contra la soberanía
alimentaria de los países del Sur, ya que la tierra
para la producción agrícola se está utilizando en
forma creciente para alimentar autos. La cantidad de
cereales que se necesita para llenar un tanque de
casi 100 litros con etanol una sola vez, alcanza
para alimentar a una persona durante todo un año. La
producción de agrocombustibles incide en forma
directa sobre los consumidores, al aumentar el costo
de los alimentos.
De todas las actividades humanas, la agropecuaria es
la que se aplica a una mayor superficie, lo que nos
involucra en un conflicto creciente entre las formas
y estilos de hacer agricultura, la satisfacción de
las necesidades básicas y la sustentabilidad del
ambiente natural.
Más productividad y
más pobreza
El control sobre nuestras semillas por parte de las grandes
transnacionales como
Monsanto,
Dupont,
Syngenta, Bayer, Dow, Basf,
es
el primer paso hacia la pérdida de la soberanía
alimentaria, debido al cambio de su lógica de
producción. “El capitalismo aprovecha los desastres
que provoca para generar nuevos negocios y como
éstos generan nuevos desastres, entonces habrá
nuevos negocios”.
La agropecuaria se encuentra en una estrecha interdependencia
con la naturaleza. El sector agropecuario continúa
siendo el principal motor exportador del país. Más
del 85 por ciento de las exportaciones tiene ese
origen: carne, lana, lácteos, cereales, oleaginosos,
cítricos, miel, vinos, arroz y madera. Si bien todos
aceptan esta importancia económica, todavía son
pocos los que se percatan de que este sector está
inserto en
un sistema ecológico.
Nuestras riquezas
como país agropecuario y turístico se sustentan en
la naturaleza. Este marco determina limitaciones a
la producción y al turismo.
En nuestro país existen datos de que si bien aumentó la
productividad, ésta produjo una fuerte degradación
de los suelos, problemas con el agua (por
contaminación orgánica, por nitratos, como por
disponibilidad) y aplicación indiscriminada y en
aumento de agrotóxicos.
Los pretendidos aumentos de productividad de los modernos
paquetes tecnológicos se logran a partir de enormes
aportes adicionales de energía y materia. De esta
manera cada kilogramo extra que se obtiene desde la
tierra requiere proporcionalmente más y más aportes,
de donde la eficiencia de todo el proceso, en vez de
crecer, se reduce. Si bien los rendimientos por
hectárea aumentan, ello requiere insumos cada vez
más caros, intensivos, sofisticados y muchas veces
contaminantes. Buena parte de estos impactos
ambientales pasan desapercibidos por su carácter
difuso, tal como sucede con la erosión o la
alteración de los ciclos hidrológicos, lo que hace
que sea difícil ponerlos en evidencia.
Sin embargo, un correcto balance de la productividad
agropecuaria debería incluir esos costos
ambientales, ya que posiblemente muchas actividades
que hoy se definen como rentables en realidad
estarían generando déficits económicos que son
trasladados al Estado o el resto de la sociedad.
Asimismo, se está agudizando la concentración de la
tenencia de la tierra, la extranjerización de la
misma, la compra de agroindustrias nacionales por
parte de capitales extranjeros y la disputa de los
recursos naturales de nuestro país por las grandes
potencias mundiales y sus megaempresas.
En menos
de seis años el 24 por ciento de la tierra del país
cambió de manos, principalmente en beneficio de
extranjeros. Desde 2000 hasta el primer semestre de
2006 se vendieron en Uruguay 3,9 millones de
hectáreas que representaron casi el 24 por ciento de
la superficie del país.
Al igual que en el caso de los monocultivos de
eucaliptos, pinos, caña de azúcar, soja y otros, el
problema no es el árbol o la leguminosa o la
gramínea, sino el modelo tecnológico productivo en
el que se lo implanta.
Todos estos cultivos y plantaciones tienen en común
los problemas que causan: lesionan los derechos
territoriales de los agricultores, erosionan el
suelo, alteran el ciclo del agua, contaminan con
agrotóxicos, eliminan otros ecosistemas y reducen la
biodiversidad.
Por un modelo en
beneficio de las mayorías
La sustentabilidad y la agricultura saludable exceden la mera
conservación de los recursos naturales y del medio
ambiente para convertirse en la expresión de un
desarrollo económico y social equitativo. El pasaje
de una agricultura convencional a una sustentable es
un proceso lento, complejo, que difícilmente se da
en forma natural. Significa disponer de un conjunto
de instrumentos económicos, sociales y políticos,
así como tecnológicos, que orienten a productores y
consumidores hacia una agricultura saludable.
En muchos países de Europa los agricultores son
subsidiados por entender que la agricultura no es
sólo producir un commoditie (materia prima), sino
que implica una
serie de valores, una cultura, que debe ser
resguardada, preservada y reconocida. Mientras
tanto, en nuestro caso se atenta directamente contra
un desarrollo rural integrado.
Es
indudable que favorecer un sistema productivo
diversificado, que conserve el paisaje rural y
productivo, permitiría mantener la calidad
ambiental, preservar la biodiversidad, proteger el
recurso suelo, administrar sosteniblemente las
cuencas hidrográficas y sostener a la familia en el
campo.
Nuestro país deberá aplicar ingentes y continuados
fondos en sus sistemas de
educación formal e informal “desde la base”, educar
para la vida, formar seres humanos con capacidad
para asumir críticamente la cultura dominante y
transformarla. Deberá apoyar medidas y legislar para
regularizar el uso, tenencia y extranjerización de
la tierra, promover un ordenamiento ambiental y
territorial participativo y sustentable, garantizar
apoyos permanentes a la agricultura diversificada,
la producción agroecológica, la agricultura familiar
y la juventud rural, promoviendo la utilización de
tecnologías apropiadas.
La agricultura convencional tiene impactos en el suelo
(cambios en la microflora, microfauna, erosión), en
la biodiversidad (simplificación de los sistemas,
corrimiento de la frontera agrícola-ganadera), en la
desaparición de especies nativas, en la salud de los
consumidores y de los trabajadores rurales (residuos
de agrotóxicos), contaminación de cursos de agua,
contaminación genética (transgénicos), contaminación
de aire. Todos estos impactos negativos no son
calculados para fijar el precio final de los
productos (trigo, leche, carne, frutas, verduras),
pero deberían ser incorporados al precio final y
considerarlos como lo que son: costos.
Así se verá claramente que la agricultura convencional no
sólo es social y ambientalmente perjudicial, sino
que ni siquiera es económicamente viable.
La oposición a la
generalización de la producción agroecológica no
tiene base en conceptos técnicos o económicos, sino
ideológicos y políticos.
Para realmente tener un verdadero ordenamiento
territorial sustentable, se requiere un trabajo
conjunto, con todos los actores de una región, para
garantizar un camino que nos conduzca a lograr: la
soberanía alimentaria a través de sistemas de
producción local con base agroecológica, la
diversidad y no los monocultivos, la
descentralización y no la concentración, permitiendo
el acceso al agua, a las semillas, a la tierra y al
uso de energías renovables diversas.
Como señaló el teólogo brasileño Leonardo Boff:
"No basta solamente con adaptarse a la nueva
realidad, ni es suficiente aminorar los efectos
dañinos del calentamiento global, sino que hay que
ir a algo más profundo: hay que refundar el sentir
de la vida, hay que recrear una nueva
espiritualidad, es decir, un nuevo sentido más
amplio de nuestro pasar por este mundo, de nuestra
coexistencia como seres humanos, para hacer que la
Tierra, la humanidad, puedan y sigan teniendo
futuro".
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