Recordar es necesario, por ejemplo para entrever
el futuro. Hace 21 años, es decir hace mucho tiempo -el que
lleva hacerse mayor de edad- denuncié el empleo en la
Amazonia brasileña del “agente naranja”, ése que fue usado
en la guerra del Vietnam. A la Amazonia acababa de
descubrirla luego de haber estado un tiempo en Alemania. En
la escuela nos enseñaban a temerla y nos la presentaban como
el “infierno verde”. ¿Quién habrá inventado esta fantasía?
Conocí una Amazonia brasileña devastada, marcada
por la muerte y la miseria. Pero no es ésa su identidad,
sólo su coyuntura. Ocho meses pasé rastreando las huellas de
criminales, siempre perseguido por los agentes de seguridad
y la "inteligencia" de la dictadura militar brasileña. Allí
contribuí al entierro del último militar con pretensiones de
convertirse en dictador de turno, el general Medeiros,
temido jefe del Servicio de "inteligencia", implicado en el
negocio de la venta de madera del interior del lago de
Tucuruí.
Ahora me encuentro en la Amazonia colombiana para
participar en el Seminario Internacional de Agroecologia de
Caquetá, representando a la UITA y acompañado del presidente
de la UNAC, Luis Alejandro Pedraza. En el aeropuerto nos
esperaba Don Ananias con la tradicional ruana colgando sobre
el hombro, una marca registrada del trópico colombiano. Fue
en su jeep que marchamos hacia el Caquetá.
Con las primeras imágenes del paisaje recordé a
las 48 personas muertas en la espesura brasilera, los 12.000
animales que corrieron igual suerte, las mujeres que
abortaban hasta tres veces consecutivas víctimas de las
dioxinas del Tordon norteamericano y el Pentaclorfenol
chino. Me acordé de cuando intentamos llevar muestras de
cadáveres a la ciudad sueca de Uppsalla, pero José
Lutzenberger analizó muestras de tierra que confirmaban la
contaminación por 2,4,5-T, Picloran y PCP. A través de
Lutzenberger, el hombre más solidario, alegre y humilde con
el que compartí momentos de mi vida, recordé a las personas
sencillas de la Amazonia que me hicieron darme cuenta de
todas las deformaciones del racionalismo que me inculcaron
en Alemania. Fueron ellos los que me enseñaron que en la
inmensidad de la Amazonia no existe la palabra “no”, pues
allí el hombre adquiere real dimensión de su insignificancia
individual.
Llegamos a la Universidad de la Amazonia, con la
cual debíamos discutir un convenio de acción conjunta y
donde yo debía participar en una charla sobre agroecología.
Y volví a recordar a Lutzenberger, que cuando le presentaron
en Porto Alegre al rector de una universidad brasileña
orgulloso de que su casa de estudios iba a tener un posgrado
en Administración Hospitalaria le dijo -con esa irreverencia
propia de un maestro-: “¿Y para cuándo van a tener un curso
de administración de heladerías?” El rector sólo pudo
sonreír.
La reunión en la Universidad fue más rápida de lo
que imaginábamos. Al día siguiente debíamos salir temprano
para una actividad con campesinos de la UNAC en una "zona
caliente", por lo que marchamos hacia el hotel en el que nos
alojábamos, el "Cesar Palace". Don Ananias se inquietaba: él
deseaba ir lo más rápidamente posible a la comunidad. Luis
Alejandro Pedraza trataba de disuadirlo, pues no sabía de mi
pasado amazónico. A medio camino hacia el hotel, de común
acuerdo, volvimos sobre nuestros pasos y nos dirigimos hacia
la comunidad.
El joven egresado Anderson, de la Universidad de
la Amazonia e ingeniero agroecológico, discípulo de Jairo
Restrepo, resolvió acompañarnos. En el camino vimos cómo los
árboles "pioneros" pretendían recuperar su espacio entre los
pastizales, ya que de la selva queda poco, muy poco.
En Colombia la historia se repite: los pequeños
agricultores son llevados para ocupar tierras públicas y
presionados para que las limpien de las florestas vírgenes.
Luego esas tierras serán vendidas a precios irrisorios y los
campesinos se verán nuevamente obligados a ocupar otras. Muy
a menudo, quienes se niegan a participar en esas maniobras
son lisa y llanamente asesinados por los sicarios. La
tierras caerán después bajo el dominio de los
terratenientes, que las legalizarán a su nombre y lavarán en
esa operación algo de dinero.
Veintiún años después de mi primera incursión en
la Amazonia veo cómo, en otro país pero en la misma selva,
se recurre al mismo sistema de expulsión y de devastación
utilizado por las elites brasileras.
Don Ananías nos había dicho que entre el hotel y
la comunidad había apenas 45 minutos de distancia. Esos 45
minutos se transformaron en más de tres horas y media.
Durante casi todo el viaje bordeamos el río Orteguaza y
cruzamos dos bases militares con sus clásicos "retenes
ratonera". Ingresar a esa zona “caliente” es fácil, pero
sólo salen de ella quienes los militares permiten.
La primer área de 80 campesinos, La Libertad, es
una vereda dentro de una hacienda expropiada por el gobierno
colombiano por razones fiscales. Una parte fue cedida a los
militares y la otra ocupada por los campesinos. En total son
más de 7.300 hectáreas, que abarcan seis veredas: Albania,
India, Castilla 1, Castilla 2, Patagonia y Esperanza.
La Libertad es una típica "agrovilla" de la
Reforma Agraria brasileña, pero las casas de quienes allí
viven son mejores que las brasileñas. La actividad es
lechera y ganadera, aunque en verdad sólo lechera, pues a
los campesinos se les impide vender los animales: el ganado
es decomisado por los militares en los retenes, ya que se
trata de tierras no regularizadas. La primera labor de la
UNAC fue regularizarlas y organizar la agricultura
ecológica.
Habíamos salido de Bogotá a las cuatro de la
madrugada. Por todo desayuno, una arepa de maíz amarillo y
un café. Recé para que la arepa no fuera transgénica. La
sopa gruesa y la pata de pollo con plátano y yuca que
almorzamos hacia las cuatro de la tarde nos sonaron a
manjar. Después del almuerzo cruzamos el Ortegaza para
reunirnos con un grupo de agricultores.
Vimos pasar las famosas lanchas "piraña" de los
militares, que producen olas de más de un metro de altura y
un ruido ensordecedor. Por la noche les mostramos a los
agricultores cómo utilizar caldas y biofertilizantes de
fabricación casera para evitar que desperdicien dinero en
medicamentos y plaguicidas. Casi todos los campesinos gastan
por año más de doscientos dólares en insumos agrícolas y
veterinarios en una región donde lo más escaso es el dinero.
La noche fue silenciosa y tranquila.
Muy diferente a las noches de Rio de Janeiro, São Paulo o
Porto Alegre, ésas sí zonas calientes.
Al día siguiente debíamos participar en un taller
sobre Agricultura Ecológica Tropical en la vereda Patagonia.
Partimos muy temprano, aunque no tanto como otros que lo
hicieron a caballo.
Al llegar a Patagonia resalta una bandera
colombiana muy nueva izada en un palo de más de treinta
metros de altura. Casi todos los campesinos llegaban a
caballo, con su instrumental-indumentaria: sombrero y
machete. Eran más de cien. Todos tenían la mirada profunda
del hombre sencillo, solidario y humilde que desconoce la
palabra “no”.
El taller fue alegre, participativo. La alegría
podía verse y sentirse en todos. Era más que alegría:
cariño, esperanza, deseos de paz. El joven Anderson tuvo su
"bautismo de fuego" presentando parte del taller.
Es muy difícil para un extranjero, por su acento,
por su comportamiento, conseguir identificarse con los
lugareños, pero yo ya conocía a la gente de la Amazonia.
Tras el almuerzo, emprendimos el viaje de regreso hacia el
seminario internacional. Éramos siete personas en el jeep,
más las frutas tropicales y las valijas. El Daihatsu parecía
una licuadora.
En el salón donde se llevaba a cabo el seminario
no había ventanas. Extrañábamos el aire y la atmósfera de la
Amazonia, el saber, la sabiduría, el sabor y los sueños de
los campesinos de las veredas. No sé si los habrán invitado.
En todo caso, una verdadera lástima que no hayan estado.
Al quitarme las botas para cruzar el Ortegaza más
de diez garrapatas se me prendieron. Tal vez las lleve a
Porto Alegre, aunque es probable que me acusen de
biopiratería. En el seminario me enteré que a muchos
campesinos amazónicos que contraen la leishimaniosis les
cuesta una enormidad conseguir la medicación adecuada
(consistente en más de ochenta inyecciones) pues le es
reservada a los militares.
En el siglo pasado, en India los ingleses hacían
guerra biológica a través del control de la quina. Los
únicos hindúes que podían recibirla eran los que se sometían
al poder colonial. ¡Que pena que suceda algo así en la
Amazonia!
Hay muchas ventanas que necesitan ser abiertas
para poder respirar el aire y la atmósfera amazónicos.
Esperamos poder volver. Ese es el compromiso de la Rel-UITA.
En Caquetá,
Sebastián Pinheiro
© Rel-UITA
1 de diciembre de 2004