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Invasores, 
moda  
y guerras 
inexistentes
                        
 
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            Si usted es ciudadano o ciudadana iraquí no tendrá 
            problemas para identificar  quienes están invadiendo su país. 
            Hablan un idioma distinto al suyo, llevan borceguíes, uniformes 
            camuflados con rodilleras y chalecos que los asemejan a las tortugas ninjas, cascos y un arma en la mano. Seguramente su 
                  país también está siendo invadido, sólo que no resulta tan 
                  fácil identificar a los agresores que hablan su mismo idioma, 
                  calzan zapatos Bally, trajes Armani y en sus manos lucen 
                  portafolios de cuero natural. A estos invasores les llaman 
                  funcionarios, ejecutivos, técnicos y pueden representar a 
                  organismos internacionales como el Fondo Monetario 
                  Internacional o el Banco Mundial, a compañías transnacionales 
                  o a la banca mundial, sin muchas diferencias entre sí porque 
                  en el fondo significan lo mismo. Unos imponen las políticas 
                  que deben seguir nuestros países, otros compran y venden, pero 
                  todos provocan consecuencias similares a las de una guerra. En 
                  esta entrega nos referiremos a una guerra que se está 
                  desarrollando junto con la de Irak y que aparentemente no 
                  existe. 
            
                       
              Los agrotóxicos 
              originalmente fueron creados como armas de guerra, es decir, 
              concebidos para matar. Luego de la Primera Guerra Mundial los 
              hombres decidieron que podían matarse a balazo y bombazo limpio, 
              pero no con gases tóxicos. La industria química, que vio peligrar 
              una importante fuente de ingresos, tuvo una idea luminosa: si el 
              veneno que fabricamos mata a las personas, también tiene que matar 
              las plagas. Y las armas químicas prohibidas se convirtieron en lo 
              que nosotros llamamos agrotóxicos y la industria, plaguicidas; 
              llegando al colmo que en Brasil se les llame “defensivos”. Basada 
              en los agrotóxicos nació la revolución verde y en los 
              años 50 del siglo pasado los funcionarios internacionales 
              invadieron nuestros países otorgando créditos para “modernizar” la 
              agricultura y “terminar con el flagelo del hambre”. Otros 
              desembarcaron provistos de folletos impresos a todo color, para 
              enseñarles a nuestros campesinos como la industria química los 
              convertiría en prósperos productores. Hoy, los campesinos y 
              campesinas son más pobres y los que no han muerto envenenados, 
              están enfermos. Es una guerra donde se utilizan armas químicas 
              (muchas de ellas expresamente prohibidas) con numerosas víctimas 
              inocentes y que ya lleva más de 50 años. 
              En el mismo momento en que 
              las tropas de EE.UU. e Inglaterra invadían Irak argumentando que 
              buscan armas químicas, que en tiempos de paz no aparecieron y que 
              la guerra tampoco ha podido mostrar, en Colombia, Paulina Murillo, 
              llora por la muerte de su hijo Walter. No se trata de uno de los 
              miles de hispanos enrolados en los marines que pelean en Irak -una 
              de las formas de obtener la ciudadanía estadounidense- Walter 
              murió bajo el efecto de armas químicas en Venezuela.   
              En Puerto La Cruz, Walter 
              -junto a otros siete compatriotas, entre ellos una mujer- se 
              embarcó de polizón en un barco de bandera filipina con la 
              intención de llegar a EE.UU. Estaban escondidos en un contenedor 
              cuando fueron descubiertos y fumigados presumiblemente con un 
              organofosforado. Walter y dos de sus compañeros murieron, la mujer 
              se debate entre la vida y la muerte, otros dos se encuentran 
              internados y los dos restantes están fuera de peligro pero 
              permanecen en cuarentena. 
              De un total de ocho 
              hermanos, Walter es el segundo que muere en la trágica carrera del 
              trabajo detrás del capital. Hace 15 años, su hermano Euclides 
              abordó un barco en el puerto colombiano de Buenaventura, mar 
              afuera lo descubrieron y luego de golpearlo lo arrojaron al mar. 
              Hoy Paulina ha dejado de vender mazorcas de maíz asadas en las 
              calles de Buenaventura, con sus 75 años y su dolor a cuestas, 
              recorre las oficinas estatales en busca de ayuda. Necesita ocho 
              millones de pesos (US$ 2.857) para repatriar el cuerpo de su hijo 
              y con sus ingresos por la venta de mazorcas asadas necesitaría más 
              de mil años para reunirlos. El drama de estos ocho colombianos y 
              el dolor de Paulina no aparece en CNN ni en las otras grandes 
              cadenas de televisión... por lo tanto no existe. A todo esto, dado 
              que Colombia recibirá este año más de US$ 2.500 millones por 
              concepto de remesas de los inmigrantes, por lo menos el Estado 
              colombiano debería rendirle honores de mártires a estos muertos. 
              Por su parte, las 
              autoridades venezolanas han adoptado dos medidas: encomendar a la 
              Guardia Nacional una investigación y clausurar el centro 
              hospitalario donde fueron atendidos los “fumigados”, debido a que 
              los médicos que los atendieron también presentan síntomas de 
              intoxicación. Recordemos que, entre otros nombres, algunos de los 
              organofosforados se conocen en el mercado como endosulfán, 
              malatión, metamidofos y paratión y que su utilización comenzó a 
              incrementarse luego de la prohibición de los organoclorados. Pero 
              éstos continúan utilizándose y causando tragedias. 
              Un reciente estudio 
              realizado por la Armada de Ecuador concluye que en el río Atacames 
              (provincia de Esmeraldas) la vida animal y vegetal está agonizando 
              y las personas que utilizan sus aguas están en serio peligro. La 
              mayor contaminación se origina por los productos utilizados en las 
              camaroneras y la agricultura. En el curso de agua se encontraron 
              altas concentraciones de organoclorados, especialmente en el 
              sedimento del río. El origen de estos productos se remonta a la 
              fabricación del DDT y en esencia se trata de hidrocarburos con 
              alto contenido de átomos de cloro. Aldrín, clordano, dieldrín, 
              endrín, heptacloro, lindano y toxafeno son algunos de los nombres 
              de estos venenos, prohibidos en casi todos los países del mundo, 
              pero presentes en un río de Ecuador. 
              Mientras, la Organización 
              Mundial de la Salud (OMS) se preocupa por nuestra salud y acaba de 
              advertirnos que el cáncer crecerá un 50% en 2020. La misma OMS que 
              ignoró una solicitud de los sindicatos para que al igual que en 
              las cajillas de cigarrillos de Brasil y Canadá, donde figuran 
              fotos de cáncer de pulmón, los envases de agrotóxicos lucieran 
              fotos de las lesiones más comunes causadas por estos productos, 
              ahora nos recomienda adoptar hábitos de vida más sanos. “Hay que 
              seguir una dieta sana” nos dice, donde predominen las frutas y las 
              verduras. Pero que precisamente éstas resulten las más 
              contaminadas con agrotóxicos, muchos de ellos comprobadamente 
              cancerígenos, parece no preocupar a la OMS. ¿Será que los 
              personajes de los trajes Armani también invadieron la OMS? Hay 
              quien asegura que sí. 
              Enildo 
              Iglesias 
              © Rel-UITA 
              8 de abril de 
              2003   |