Estados Unidos

La familia Monster en la granja

y los Adams en el gobierno

  

La confirmación de un caso de “vaca loca” en Estados Unidos ha causado conmoción. El animal con encefalopatía espongiforme bovina (EEB) era una vaca lechera que procedía de un rancho en el estado de Washington. Había sido sacrificado el 9 de diciembre, y el azar determinó que una muestra de sus tejidos entrara en el sistema de monitoreo veterinario del Departamento de Agricultura de ese país.

 

El caso ha puesto nuevamente en primer término la pesadilla que se vivió en Europa años atrás, en especial cuando Inglaterra padeció el problema con un costo enorme. Justamente allí se detectó que los humanos podían contraer una afección similar, al ingerir carne contaminada, lo que explica la reacción pública frente a esa afección.

 

Los impactos del nuevo caso son enormes, tanto dentro de Estados Unidos como a escala internacional. El consumo interno de carne caerá, los flujos exportadores prácticamente se cerrarán, de donde se estima que la industria de la carne de EE.UU. perderá casi 6 mil millones de dólares (más de la mitad debido a exportaciones canceladas) y se abren nuevas interrogantes sobre los controles sanitarios. Treinta países ya han anunciado que suspenden la compra de carnes desde Estados Unidos, por lo que el 90 % de las ventas externas ya se perdieron.

 

La erupción de la EEB es parte de la tendencia actual de insistir con animales y plantas cada vez más artificiales. Los graneros, las granjas y las praderas reciben toda clase de miembros de esta nueva “familia Monster”: desde plantas transgénicas que secretan sus propio insecticida a vacas que dejaron de ser herbívoras, como sus ancestros más recientes, para convertirlas en carnívoras (en sentido más estricto, en carroñeras que se alimentan de los desechos de otros animales muertos). En esa alteración básica tanto de la fisiología animal como en su ecología, se disparó la EEB: la afección original que era propia del ganado ovino, logró trasladarse a los vacunos, y de allí, de tanto en tanto, afecta a los humanos.

 

Buena parte de la controversia actual no enfoca los aspectos positivos o negativos de tener los campos poblados por la “familia Monster”, sino que lamenta los impactos económicos y avanza en una supuesta salida en generar más y más controles. La visión tradicional no pone en discusión el tipo de ganado que criamos, ni el tipo de tecnología asociado al ganado estabulado convertido en carroñero. Ese tipo de producción ganadera se da por bueno, se lo reviste de una imagen de modernidad y cientificidad, y entonces la discusión se enfoca sobre los controles.

 

Es que mientras la “familia Monster” está en los graneros y los campos, los “locos Adams” están a cargo de todo el sector agroindustrial. En los gobiernos, en las empresas y en buena parte de la comunidad científica y tecnológica se defiende una y otra vez esa opción productiva, usándose los más alocados argumentos. Las jerarquías de Washington el mismo día que anunciaban el caso de “vaca loca” indicaban que no representaba un caso de bioterrorismo, abriendo una vez más la puerta al miedo y la desinformación. Repitieron su fe en los controles, a pesar que esas mismas autoridades no habían impuesto, por ejemplo, filtros fronterizos con Canadá, ni ampliaron las muestras bajo escrutinio para identificación de la afección. Además, anunciaron que sospechaban que la vaca en cuestión provenía de Canadá, buscando reducir las culpas propias y dejando al vecino bajo las sombras. No olvidemos que la detección del animal afectado ocurrió después que fue faenado; sus partes se desperdigaron con diferentes fines en por lo menos ocho estados, y todavía siguen buscando sus rastros.

 

Los “locos Adams” defienden todo un paquete tecnológico, donde se maximiza la producción de carne en el menor tiempo posible, y para ello se instalan proveedores de alimentos adicionales. En muchos casos la agricultura se ha derivado en producir raciones para la cría intensiva del ganado. Todo el paquete es más y más complejo, y mueve cifras crecientes de dinero. El productor ganadero vende más animales, y cada uno de ellos es más pesado; pero necesita comprar cada vez más alimentos, aplicar más y más drogas, tener mayores instalaciones que consumen más energía y más agua. Los granos deben crecer cada vez más rápido, y por lo tanto si son transgénicos mejor. Todo el paquete es una delicia del capitalismo biotecnológico, pero un dolor de cabeza para la ecología.

 

Intentar manejar esos grandes niveles de complejidad, y el dinero que se mueven a su alrededor, sólo por medio de controles y fiscalizaciones, es como enfrentar a niños que juegan con explosivos, y decirles que pueden seguir haciéndolo mientras se instalan más controles y salvaguardas para evitar una explosión. Si apeláramos al sentido común, ¿no sería más adecuado simplemente dejar de fabricar esos productos peligrosos? Consecuentemente, ¿por qué no volver a la producción natural, donde las vacas caminan y comen pasto? Sin embargo, el sentido común ha desaparecido, y los “locos Adams” insisten con la “familia Monster”.

 

Los casos de EEB no son hechos aislados, calamidades ocasionales en un camino sembrado de éxitos científicos, sino que se suman a muchos otros problemas. En los últimos tiempos se han repetido calamidades análogas: por ejemplo, infecciones respiratorias en gigantescos criaderos de aves, obligando a matar a cientos de miles de pollos; transferencias a humanos de la influenza de las aves; afecciones asolan a los enormes criaderos de cerdos en varios países; etc. De esta manera, en todos los casos donde se ha apelado a una producción artificial y masificada, con enormes volúmenes, se han desatado impactos ambientales y sanitarios.

 

El uso y abuso de los controles veterinarios y productivos tiene límites. Cada nuevo control es más caro, más engorroso, y el control en sí mismo es una nueva fuente de posibles errores y problemas. Se supone que la artificialización puede ser manejada con competencia, previéndose los problemas y anticipándose a ellos. Sin embargo, este caso de “vaca loca” contradice esas aseveraciones. La sumatoria de controles sobre más controles genera incertidumbres, ya que no opera sobre la esencia del proceso tecnológico. Los nuevos controles se convierten ellos mismos en fuentes de accidentes, y generan una ilusión que se convierte en el centro de la discusión, cuando el debate debería centrarse sobre la viabilidad de una producción de alimentos de ese tipo.

 

América Latina está atrapada por esa mirada de los “locos Adams” y sus campos poco a poco se van poblando con variedades de la “familia Monster”. Los analistas tradicionales repiten que el caso de “vaca loca” en EE.UU. ofrece muchas oportunidades para Argentina, Brasil, Uruguay y otros exportadores cárnicos. Se abre un nicho de unos 3.500 millones de dólares en ventas cárnicas. Las mayores posibilidades están en aquellas zonas o países donde prevalece la cría del ganado en forma extensiva o semi extensiva, pastando en praderas (una forma de cría que podríamos calificar de “natural”). El caso extremo es Uruguay, donde está prohibida la alimentación del ganado con raciones derivadas de la carne y el hueso. Pero deben admitirse algunas dudas en ciertas zonas de Brasil y especialmente de Argentina donde se ensayan formas intensivas a semi intensivas de cría con complementos de raciones (“feed-lots”).

 

Los intentos por avanzar en cría ganadera intensiva en varios países y la proliferación de los transgénicos son síntomas de un paquete tecnológico de alta artificialización; es una apuesta a la “familia Monster”. Frente a este panorama, las naciones del sur deberían dejar de restregarse las manos imaginando los nuevos mercados que se les abre al desaparecer la competencia de Estados Unidos, para comenzar a analizar más detenidamente las esencias y fines de su propia producción agropecuaria. Una vez más, la cría natural del ganado es más barata, más sana, y por si fuera poco, más segura.

 

 

Eduardo Gudynas

Agropecuaria América Latina

30 de diciembre de 2003

 

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