Hoy 16
de octubre llegamos a una de esas fechas señaladas desde las
Naciones Unidas –el día Mundial de la Alimentación– que este
año se presenta con un dato, mejor dicho, con una bofetada
escandalosa: 1.020 millones de personas en el mundo sufren
hambre y desnutrición.
Más que nunca. Coincidiendo con la fecha
aparecerán nuevos informes acompañados de
recomendaciones y algunas promesas. “Oficialmente” se
explicará el
incremento de la cifra en 100 millones por la crisis
financiera que hizo bajar las donaciones a los países más
necesitados y por las condiciones climáticas cada vez más
duras. Otros estamentos irán más allá y añadirán que estos
niveles de pobreza tan graves son consecuencia de una falta
de voluntad política, de un desentenderse de la situación.
Pero no, digo yo que no, que todo lo contrario, que es
claramente una realidad provocada por una voluntad política
de mantener un mundo por encima de otro. De sostener un
mundo aplastando los recursos de otros. Ahí están, como
novedad en los análisis de este año, la especulación con los
precios de los alimentos y la adquisición de tierras de
cultivos alimenticios para otros usos, dos atropellos que
argumentan mi postura.
La crisis alimentaria iniciada en 2007 pareció despertar la
preocupación de los estamentos internacionales y algunas
iniciativas para afrontar la gobernanza de la alimentación y
la agricultura a nivel global
han aparecido en escena. Existe consenso en cuanto a la
ineficacia de los mecanismos institucionales actuales, pero
no respecto a cómo solventarla.
Durante estos días se debate sobre las
supuestas soluciones. Por un lado tenemos la propuesta del
G-8 de crear una nueva “Alianza Global sobre la Agricultura,
la Seguridad Alimentaria y la Nutrición”, mientras que
algunos gobiernos y colectivos de la sociedad civil abogan
por la renovación y el fortalecimiento del Comité de
Seguridad Alimentaria Mundial de la FAO (la Agencia de la
Alimentación y la Agricultura de las Naciones Unidas). No es
una discusión baladí.
Los defensores de las políticas económicas
neoliberales defienden un espacio de coordinación donde se
otorgue poder de decisión, además de los gobiernos, al
sector privado y a las instituciones financieras
internacionales, es decir, a la Organización Mundial del
Comercio, el Banco Mundial y el Fondo Monetario
Internacional.
Encontrar en la mesa de coordinación a representantes de
empresas como Monsanto o Nestlé –por nombrar un par– junto
con los actores que han contribuido a la desregularización
de la agricultura, no es desde luego aceptable para muchos
gobiernos del Sur, que reclaman un papel de liderazgo para la FAO, una
institución del sistema de Naciones Unidas, donde cada país
tiene un voto de igual valor.
Más allá del espacio de gobernanza, es clave
conocer la estrategia a implementar y, otra vez, creo,
deberíamos mirar hacia Ginebra –sede de las Naciones
Unidas–, desarrollando políticas desde la perspectiva de los
derechos humanos y no hacia Washington –sede del Banco
Mundial, por ejemplo–, insistiendo en políticas
neoliberales. El hambre no es un negocio que a veces sale
bien y otras sale mal. Es la violación de un derecho, del
Derecho a la Alimentación. Como tal se recoge en el artículo
25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y se
desarrolla en el artículo 11 de la Convención Internacional
sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
Tomar como eje de acción el Derecho a la
Alimentación es aceptar que los pueblos y sus poblaciones
deben tener acceso permanente a la alimentación. Derecho a
alimentarse, es decir, a producir sus alimentos accediendo a
los recursos que los hacen posible: tierra, agua y semillas.
Si se acepta este enfoque, los estados tienen entonces la
obligación de “respetar, proteger y garantizar” el Derecho a
la Alimentación desde sus responsabilidades territoriales y
extraterritoriales.
Y también supondría un despliegue legislativo
que defendiera a tantas personas de la vulneración de su
derecho a alimentarse. Al respecto quisiera citar dos
ejemplos que ha documentado el Observatorio del Derecho a la
Alimentación y la Nutrición. El primero es el caso de la
India, que, a pesar de un incremento significativo del
PIB, presenta tendencias de aumento de la pobreza.
El Gobierno de la India ha promovido el
cultivo de agrocombustibles para reducir su dependencia
energética y –dicen– incrementar puestos de trabajo
agrícolas. Si el Gobierno hubiera seguido las directrices
del Derecho a la Alimentación como prioridad frente a
intereses de grandes corporaciones como Daimler Chrysler,
no se hubieran generado los impactos provocados sobre las
poblaciones campesinas locales: sustitución de cultivos de
subsistencia, escasez de agua por la alta demanda de los
cultivos energéticos, destrucción de tierras y bosques
dedicadas al pastoreo y más dificultades para acceder a la
madera como combustible.
El segundo ejemplo es el caso de Zambia,
donde las producciones de miel y leche generan alimentos,
ingresos y empleos a muchas familias, pero su Derecho a la
Alimentación se ve vulnerado esta vez por los acuerdos
comerciales entre Zambia y la Unión Europea,
que llevarán a competir a los productores locales con las
grandes corporaciones europeas, fuertemente subsidiadas.
Decía al principio que el hambre no es sólo un
problema de negligencia, sino una cadena de intereses a
favor de unos pocos. Contra esos intereses debe centrarse
cualquier estrategia de lucha contra el hambre. El enfoque
desde los derechos ha avanzado en los últimos años. Desde la
sociedad civil se elaboraron las Directrices Voluntarias
para la Realización del Derecho a la Alimentación que fueron
aprobadas en noviembre de 2004 por el Consejo de la FAO.
Ahora faltaría que dejaran de ser voluntarias.
Gustavo Duch
Diario
Público
16 de
octubre de 2009
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