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      Ahora son muchos más, pero estaban de antes. Estaban incluso, y quien 
      quería verlos los veía, cuando eran invisibles. Ya estaban cuando éramos 
      chicos y para que termináramos la comida nos decían que en Biafra los 
      chicos se morían de hambre. Si acá también se morían. Y los que no se 
      morían se arruinaban. La de esos chicos era otra fuga de cerebros, la fuga 
      que emprendían miles de chicos no hacia universidades extranjeras donde el 
      saber era más valorado, sino hacia una planicie extraordinariamente vacía 
      de todo pensamiento.  
      
      Ahora se suman y se televisan. Pero ya estaban ahí cuando sus propios 
      abuelos o sus propios padres tenían hambre. Son los príncipes herederos 
      del hambre, un linaje extendido como si fuera natural que hubiese gente 
      hambrienta. Aquellos chicos crecieron o se malograron. Crecieron 
      fatalmente idiotas -clínicamente idiotas- o se malograron viviendo vidas 
      de mierda que nunca le interesaron a nadie. Porque el hambre hace eso: 
      idiotiza o malogra. Y puede ser que ahora sus caras de ojos ausentes nos 
      asusten porque empiezan a ser más parecidas a las nuestras. Empiezan a ser 
      un espejo deforme en el que ya no cuesta tanto reconocerse.  
      
      Ahora empezamos a identificarnos con ese objeto de nuestra compasión, 
      porque no sabemos si son ellos los que se acercan o nosotros los que nos 
      acercamos. Ya no es tan fácil barrerlos debajo de la alfombra. Están ahí y 
      no dicen nada. No denuncian ni lloran ni se quejan. Sufren, apenas. Tal 
      vez no se les haya pasado nunca por la cabeza que la vida es algo más que 
      padecer. 
       
      
      Tienen páncreas y glóbulos rojos, cerebelo y clavícula, fémures y 
      esternones, tienen un cuerpo como todos los cuerpos, cuerpos deteriorados 
      más temprano pero cuerpos de animales humanos como los nuestros. Y sin 
      embargo, desde el principio de los tiempos, los hambrientos parecen ser 
      otra cosa, una raza perdida de antemano, gente sacrificable que nunca 
      escandaliza tanto como debiera escandalizar. ¿Cómo siguen, si no, 
      sosteniéndose en pie sistemas políticos y modelos económicos que los 
      incluyen como si su existencia fuera inevitable?  
      
      Cuando uno habla de los chicos hambrientos se le empasta la boca, se le 
      vacían las palabras, se le vuelven vulgares todos los argumentos, uno 
      siente que el propio y esquivo bienestar le estorba, uno siente que no ha 
      hecho nunca nada verdaderamente justo ni valioso, porque si no empieza por 
      ahí, no empieza nada. Uno siente que no hay nada que decir, porque en un 
      chico hambriento muere el lenguaje y nace la vergüenza.  
        
      Sandra Russo
      
       
      
      Publicado en 
       
      Página 12, Buenos 
      Aires.
        
      Convenio 
       
      Brecha - Rel-UITA   |