Mentir para matar de
hambre |
Hasta ahora tres son los cuarteles de la mentira desde donde se dirige la
globalización (o la tiranía de cómo hacer de los bienes y recursos colectivos
del planeta un maletín de beneficios privados
para unos muy pocos).
A
saber. El Fondo Monetario Internacional, que nació para impulsar la
cooperación económica y evitar otra gran depresión como la de los años 30 y
que, dictando políticas para despolitizar, ha hecho de las depresiones hoyos
profundos. Y en cada hoyo hay una sepultura.
En
segundo lugar, el Banco Mundial, que dice en su eslogan trabajamos por
un mundo sin pobreza, y tan mal trabaja, condicionando prestamos sí o
prestamos no, que la pobreza se extiende por el mundo entero.
Y,
por último, la Organización Mundial de Comercio que, para hacer un
comercio más abierto –dice su página web–, prohíbe proteger al pequeño y
prohíbe no defender al grande.
No es la capacidad productiva campesina la razón de la crisis
alimentaria, sino las dificultades con las que la población
campesina debe convivir para ponerla en práctica
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Bien, pues desde el pasado 6 de septiembre, añadamos a la FAO,
Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. Como su
función es luchar por un mundo sin hambre, ha declarado querer hacer de
la agricultura un arma de hambrear.
No
puede ser otra la conclusión después de leer el artículo que su director
general, José Graziano da Silva, y Suma Chakrabarti, presidente
del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, publicaron en el
Wall Street Journal. Una ristra de mentiras que alaba y promueve las
inversiones para el acaparamiento de tierras campesinas a favor de los
agronegocios de exportación y especulación.
La mentira que defienden para llegar a tan amarga conclusión es tan sobradamente
conocida que sorprende la falta de ingenio: el hambre es resultado de la escasez
de alimentos, por lo que se requiere aumentar la productividad, y eso sólo sabe
hacerlo la industria agrícola, eficiente y dinámica, no la pequeña agricultura,
lastre del desarrollo.
Lo
contrario de decir
verdades es decir mentiras
Si
por algo se caracteriza el sistema agroalimentario industrial es por su
ineficacia a la hora de producir alimentos y combatir el hambre: en la
agricultura y ganadería industrial se acaba despilfarrando la mitad de lo que se
produce; en la pesca industrial se descarta casi 40 por ciento de lo que se
pesca y –si hablamos de comer– ¿de qué nos sirve un modelo que destina las
mayores plantaciones del planeta para materias primas que no consume
directamente el ser humano?: granos para combustibles y piensos, árboles para
celulosa, soya para cualquier cosa, etcétera.
Finalmente, cuando la industria alimentaria de los monocultivos produce
alimentos para las personas, éstos siguen siempre la misma ruta: de las áreas de
pobreza y hambre a las áreas de dinero y abundancia.
Por
el contrario, y utilizando ejemplos de los mismos países a los que el artículo
se refiere, en Rusia, Ucrania y Kazajstán la productividad
es muchísimo más alta en las tierras en manos campesinas que en aquellas en
manos del agronegocio, como explica el documento comparativo elaborado por La
Vía Campesina, Grain, Etc Group, entre otros.
La población campesina (más de la mitad de la población mundial),
aún desposeída de los recursos productivos, es capaz de producir 70
por ciento de los alimentos del planeta, pero son ellas y ellos
también el colectivo con mayor porcentaje de pobreza y carestías |
“Las y los pequeños agricultores de Rusia –continúa el documento– producen más
de la mitad del producto agrícola con sólo un cuarto del área agrícola; en
Ucrania son la fuente de 55 por ciento de la producción con sólo 16 por ciento
de la tierra, mientras en Kazajstán entregan 73 por ciento con apenas la mitad
de la superficie”.
Es
fácil de entender: una finca agroindustrial se diseña para un monocultivo que
crece a base de fertilizantes, maquinaria, pesticidas… dando por resultado un
buen número de unidades alimentarias por hectárea pero castigando tanto el suelo
que progresivamente sus cosechas van disminuyendo.
La
agricultura campesina, en la misma superficie, produce variados cultivos que
hacen una cesta final mayor, cuidando –como premisa fundamental– el suelo, que
cuando sólo se mantienen o mejoran sus rendimientos.
No es la capacidad productiva campesina la razón de la crisis alimentaria, sino
las dificultades con las que la población campesina debe convivir para ponerla
en práctica:
las mejores tierras (lo hemos visto) en manos ajenas; normativas que favorecen
los negocios de importación y exportación, arrinconando a las pequeñas
agriculturas nacionales; la industria alimentaria subvencionada, junto con las
desregulaciones, hace que se paguen los alimentos a las y los productores por
debajo de sus costos, mientras que el precio final en el mercado lo marca la
especulación en las bolsas de Chicago o Nueva York; la expansión de los
monocultivos expulsa a millones de personas campesinas de sus tierras o se hace
con sus aguas de riego, y hay muchas más razones.
Si el hambre campesina –no hay duda– nace de la voracidad de la industria
agraria, es inaceptable que la FAO, organismo de Naciones Unidas, olvide a los
seres humanos y sus derechos para ponerse al servicio de los agronegocios de
especuladores financieros, bancos o transnacionales y de sus cajas de caudales.
Si
verdaderamente la FAO quiere combatir el hambre debe mejorar su análisis.
La población campesina (más de la mitad de la población mundial), aún desposeída
de los recursos productivos, es capaz de producir 70 por ciento de los alimentos
del planeta, pero son ellas y ellos también el colectivo con mayor porcentaje de
pobreza y carestías.
No piensen en producir más alimentos; piensen en cómo reproducir medios de vida
para la población productora de alimentos, las y los campesinos: seres humanos
con los pies en la tierra.
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