Cada día
nos llevamos a la boca decenas de alimentos. Confiamos en
marcas como Kraft, Coca Cola, Nestlé,
Danone. Pensamos que los nuevos alimentos
funcionales, a los que se les atribuye cualidades
terapéuticas, como huevos enriquecidos con ácidos grasos
omega 3, leche y yogures fermentados con cultivos
probióticos y cereales con ácido fólico nos permitirán vivir
más y mejor. Pero hay un lado oscuro de aquello que comemos.
El uso de colorantes, edulcorantes, emulsionantes y
saborizantes es una práctica habitual a la hora de procesar
los alimentos que consumimos. En
Estados Unidos, y a través
de la ingesta de comida, se calcula que cada ciudadano toma
anualmente 52 kilos de aditivos, hecho que genera crecientes
dosis de intolerancia y alergias a los mismos.
El
ingrediente artificial que más problemas genera es la
sacarina, el más extendido de todos, junto con la cola y la
cafeína.
Según una investigación realizada en la Universidad de
Southampton, en el 2007, por encargo de la Agencia de
Estándares Alimentarios del Reino Unido, la mezcla de
colorantes artificiales alimentarios con el benzoato de
sodio, un conservante utilizado en helados y repostería,
produciría un aumento de la hiperactividad en niños. Cómo
señalaba el profesor Ruperto Bermejo, experto en
colorantes alimentarios de la Universidad de Jaén, la
solución pasa por sustituir los colorantes artificiales por
otros de naturales, sin embargo "para la industria, el coste
de los colorantes naturales es mucho más elevado que el de
los sintéticos". Una vez más los intereses económicos
prevalecen por encima las necesidades y el bienestar de las
personas.
Y es que unas pocas empresas monopolizan cada uno de los
tramos de la cadena agroalimentaria, desde las semillas,
pasando por los fertilizantes hasta la distribución de los
alimentos. La distancia entre el campesino y el consumidor
se ha ido alargando en los últimos años, con la consecuente
pérdida de autonomía por parte del productor y la creciente
mercantilización de la comida.
Unas
pocas empresas acaban determinando aquello que comemos: qué,
cómo, cuándo y dónde se elaboran los alimentos y qué precio
se paga por los mismos tanto en el origen, al campesino,
como en destino, en el supermercado.
El derecho a decidir en las políticas agrícolas y
alimentarias no está hoy garantizado. Hay que reivindicar el
derecho de los pueblos a la soberanía alimentaria, el acceso
del campesinado al agua, a la tierra y a las semillas, a
poder escoger alimentos libres de transgénicos. Sólo así
nuestra seguridad alimentaria será una realidad.
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