Acuicultura:
de la panacea económica
al desastre ecológico
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Aunque pueda sonar a broma, el langostino,
generalmente procedente de las zonas tropicales, ese
pequeño animal considerado un manjar que corona tantas
mesas en estas épocas navideñas, es una bomba
ecológica. Él no es el culpable, sino, como siempre,
el hombre que ha visto en él un negocio de vastos
beneficios sin importarle el medio ambiente.
Hace no muchos años el langostino fue considerado un
producto de lujo. Ante ello, muchos países en vías de
desarrollo construyeron piscinas para su cría ya que
vieron en esta práctica una salida a sus más que
pobres economías. Estados Unidos, Japón o la Unión
Europea con España a la cabeza se relamían al ver que
la producción de este crustáceo se disparaba y se
podía consumir de forma casi diaria por la bajada de
los precios.
Durante la década de los 80, el mismo Banco Mundial y
otros Bancos de Desarrollo, así como la Organización
para la Agricultura y la Alimentación de Naciones
Unidas (FAO) apostaron por esta industria. Más de
cincuenta países de América Latina y Asia instalaban
camaroneras en sus zonas litorales, siendo Ecuador,
Tailandia e Indonesia los principales productores.
Poco a poco se fueron privatizando las costas de estos
países y empezaron a llegar ayudas y subvenciones de
inversores privados y de agencias internacionales como
la Agencia Estadounidense para el Desarrollo
Internacional y la Comisión Europea. Pero detrás de
este negocio “fácil” (ya que no requiere una gran
inversión inicial) se encuentra el sempiterno daño
colateral: el medio ambiente.
La instalación de camaroneras en la mayoría de
ocasiones se realiza en zonas de manglar, arrasándolos
por completo. De hecho, en los últimos 20 años ha
desaparecido el 35% de los manglares. Equivalentes a
las selvas húmedas en las costas tropicales, los
manglares constituyen ecosistemas con una amplia
variedad de plantas y animales, así como una defensa
de la costa ante la erosión y las tormentas. También
ofrecen recursos económicos a las comunidades locales
que encuentran en ellos su única forma de
subsistencia. Al instalar una piscina para la cría de
langostino, todo esto desaparece junto al manglar.
Las zonas adyacentes a los manglares desaparecidos,
tanto terrenos como cursos de agua, también sufren
daños. En las camaroneras se usan una gran cantidad de
productos químicos y farmacéuticos con los
consiguientes efectos que pueden tener sobre la salud
y sobre el medio ambiente. Los pesticidas son de uso
habitual, así como los antibióticos para evitar que
los langostinos enfermen y tener una producción más
amplia y sin riesgo de pérdida económica.
Esta práctica, denominada acuicultura, fue considerada
la panacea dentro de la pesca para, por un lado,
ayudar a los países más pobres y, por otro, disminuir
la amenaza que las pesquerías oceánicas ejercían sobre
los langostinos silvestres. Incluso se le llegó a
denominar “Revolución Azul”. Pero ha constituido un
fracaso ya que las unidades de langostino salvaje
siguen disminuyendo y el arrastre, el sistema empleado
para capturarlo en su hábitat natural, ataca con
fiereza los arrecifes de coral y esquilma al año diez
millones de toneladas de otras especies no objetivo,
según denuncia Greenpeace.
Detrás de estos ataques al langostino salvaje, así
como los cometidos contra los manglares por las
camaroneras, se encuentra un floreciente negocio que
mueve al año alrededor de 7.000 millones de dólares,
un 20% del total de todos los productos pesqueros
comercializados en el mercado internacional. En 1999,
la cría de langostinos daba un resultado de 700.000
toneladas, un 50% del comercio mundial de langostino.
Y en 2001 el 35% de los langostinos y gambas
producidos procedían de la acuicultura, la forma más
salvaje de cría.
El langostino, víctima inocente de la mano del hombre,
ha pasado a ser un arma peligrosa contra el medio
ambiente por el beneficio que conlleva su cultivo o
pesca. En el pasado, símbolo del consumo de los países
ricos por ser un producto de elevado precio; en la
actualidad, símbolo del abuso de los países ricos
sobre los países pobres.
Christian Sellés
Agencia de Información Solidaria (AIS)
30 de diciembre de 2003