El ex vicepresidente
del Banco Mundial, Ismael Serageldin, pronosticó que
las guerras del siglo XXI serían por el agua, y
Bolivia ha sido uno de los primeros países en darle la
razón. Primero en Cochabamba, hace cinco años, donde
la población se rebeló contra el aumento de las
tarifas de agua y logró expulsar a la compañía privada
que la suministraba. Y ahora en El Alto, cuyos
habitantes persiguen el mismo objetivo. La experiencia
boliviana demuestra que la privatización del agua no
es una buena alternativa para solucionar los
problemas de falta de abastecimiento en los países en
vías de desarrollo.
Recién estrenado el nuevo siglo, en abril de 2000, el
denominado “oro azul” desencadenó en la ciudad de
Cochabamba una de las revueltas más sonadas de la
historia reciente del país. Sus habitantes se
movilizaron contra el desproporcionado incremento de
las tarifas del agua, cuyos precios llegaron a
cuadruplicarse en apenas unas semanas, y lograron
expulsar a Aguas del Tunari, un consorcio liderado por
la multinacional Bechtel que la suministraba. El pago
de la factura del agua había pasado a suponer casi la
mitad del presupuesto mensual de las familias más
pobres.
Lo que no habían logrado otros agravios históricos lo
consiguió el agua: sacar a los movimientos sociales
bolivianos de su letargo. La revuelta de Cochabamba
inauguró un nuevo ciclo de protestas callejeras que en
octubre de 2003culminó con la dimisión y huida del
país del anterior presidente, Gonzalo Sánchez de
Lozada. Entre los actores que forzaron la renuncia
presidencial, ocuparon un lugar destacado los
habitantes de la populosa y empobrecida localidad de
El Alto, junto a la capital, La Paz. Los mismos que
ahora pretenden reeditar la exitosa experiencia de
Cochabamba. Y es que los 450 dólares que puede llegar
a costar la conexión a los servicios de suministro de
agua y de alcantarillado en El Alto, están fuera del
alcance de buena parte de su población que sobrevive
con el equivalente a menos de un dólar al día.
Las protestas para echar a la compañía Aguas de Illimani,
perteneciente a la corporación francesa Lyonnaise des
Eaux, estallaron en enero. En un primer momento, el
presidente Carlos Mesa se hizo eco de sus demandas y
decidió suspender el contrato con la empresa por haber
incumplido el plan de ampliación del servicio a
200.000 hogares de El Alto y La Paz. Ahora, sin
embargo, es partidario de una solución menos radical.
Cuando todavía no se ha resuelto el litigio con Aguas del
Tunari, que a pesar de no haber invertido ni medio
millón de dólares en Cochabamba, exige 25 millones de
dólares de indemnización por los beneficios que habría
podido obtener en 40 años, el Estado boliviano teme
tener que afrontar otra cuantiosa compensación para
Aguas de Illimani, que dice haber invertido 63
millones de dólares desde que en 1997 obtuvo la
concesión. La multinacional gala tiene a su favor la
existencia de un convenio de protección mutua de
inversiones suscrito entre La Paz y París. La compañía
dependiente de Bechtel, viéndolas venir, se las apañó
para cambiar su sede legal de las Islas Caimán a
Holanda a finales de 1999, para ampararse en un
Tratado Bilateral de Inversiones que tiene Bolivia con
el país europeo.
Atrapado entre la necesidad de garantizar el acceso de la
población a un derecho básico e imprescindible para la
vida como es el agua, y la responsabilidad de ofrecer
una seguridad jurídica a la inversión extranjera, el
Estado boliviano se encuentra en un callejón sin
salida que evidencia los problemas que acarrea la
privatización de los servicios de agua. Son tres los
principales factores que, según el Programa de
Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), han llevado
a los países en vías de desarrollo a adoptar esta
fórmula: la falta de recursos por parte de los
gobiernos, la baja calidad del suministro público y
las presiones externas para liberalizar la economía.
Los dos primeros están relacionados y se ven agravados por la
existencia de tarifas inadecuadas. Por lo general, el
precio por el servicio público no alcanza a recuperar
su coste y el impago suele estar bastante
generalizado. La situación beneficia a los que más
tienen, mientras los pobres acaban siendo los más
afectados, en la medida en que el Estado carece de
ingresos para ampliar el servicio a una población en
constante crecimiento. Ante la falta de suministro,
los más desfavorecidos se ven obligados a recurrir a
otras alternativas mucho más caras para abastecerse de
agua, como son los camiones cisterna privados.
El tercer impulso proviene de los países donantes, que
presionan para que los países en vías de desarrollo
liberalicen la economía y abran sus mercados. El Banco
Mundial ha sido uno de los abanderados de la
privatización del agua y, en lo que a Bolivia se
refiere, la estableció como condición previa para la
concesión de algunos créditos. La experiencia ha
demostrado, sin embargo, que las empresas privadas no
están interesadas en abastecer a las zonas pobres
rurales porque no generan beneficios y han encontrado
también la manera de excluir a los más pobres en las
áreas urbanas. La privatización ha ido acompañada casi
siempre por una subida desproporcionada de las tarifas
de agua e, incluso, allí donde los gobiernos se han
cuidado mucho de imponer contractualmente ciertas
limitaciones y obligaciones a las empresas, el
resultado no ha sido el esperado.
De hecho, las concesiones de La Paz y El Alto se consideran,
en muchos sentidos, ejemplares. La empresa
adjudicataria de los suministros de agua y saneamiento
fue aquella que se comprometió a llevar a cabo una
mayor ampliación de la cobertura. Aguas de Illimani se
asoció además con varias ONG y las utilizó como
intermediarias para conocer mejor las necesidades de
los pobres. Cuando estalló la protesta, era la
compañía que tenía la puntuación más alta del ranking
de la Superintendencia de Saneamiento del gobierno
boliviano.
La experiencia boliviana demuestra las limitaciones de la
privatización a la hora de paliar la falta de
servicios de agua y saneamiento en los países en vías
de desarrollo. Cuando se presiona a su favor, se esta
obviando la experiencia previa de los países
desarrollados, que necesitaron de la intervención
estatal para universalizar estos servicios. El agua
es, por encima de todo, un derecho básico que, como
tal, corresponde al Estado garantizar. De su
disponibilidad dependen el sustento, la salud, la
educación y la dignidad de las personas. Demasiado
para dejarlo en manos de mercado.
Iñigo Herraiz
Agencia de Información Solidaria
18
de abril de 2005