La plantación a gran escala de «árboles
industriales» conlleva la desestabilización de todo el
ecosistema de la zona, además de ocupar vastas
extensiones del espacio geográfico. Las especies
seleccionadas son introducidas en regiones donde las
enfermedades y plagas o son inexistentes o bien les
son inocuas. De esta manera, la fauna local no
encuentra en ellas más que un desierto alimenticio.
Mientras, los
restos vegetales de los pinos y eucaliptos, especies
más utilizadas, resultan tóxicos para gran parte de la
flora y fauna del suelo. El sistema presenta en su
esencia una gran debilidad porque en caso de aparecer
una especie capaz de alimentarse de los árboles vivos,
se transformará en una plaga que podrá poner en
cuestión a todas las plantaciones similares de la
región.
La vocación
empresarial de esta práctica hace que la rapidez del
crecimiento sea crucial para asegurar la rentabilidad
de la inversión. Tal crecimiento se basa, en parte, en
la selección de especies, pero también en el uso de
fertilizantes y herbicidas que afectan al suelo y al
agua. En este sentido, la biotecnología forestal está
creando "super árboles" de crecimiento aún mayor y
resistentes a los herbicidas cuyo impacto es doble:
mayor contaminación por uso de agroquímicos y mayor
consumo de agua.
La misma
lógica determina que los árboles sean cortados cada
pocos años, lo que implica una gran salida de
nutrientes del sistema y procesos de erosión, así como
la destrucción del hábitat de aquellas especies
locales que se estaban adaptando a la plantación.
Ante la
evidencia, los promotores de las plantaciones aceptan
que éstas no son bosques y que pueden acarrear
impactos negativos, pero agregan que estos impactos se
generan por un «mal manejo» y no por las plantaciones
en sí. Sin embargo, aceptar esto es simplificar un
hecho que esconde algo detrás.
Desde los
centros de poder se toman decisiones que afectan a la
vida y posibilidades de supervivencia de las
poblaciones locales y se condicionan las decisiones de
los gobiernos, con el objetivo de abastecer un mercado
global con los productos madereros que éste requiere.
Las necesidades y aspiraciones locales no cuentan.
El «buen
manejo» de las empresas plantadoras consiste en
convencer al gobierno de que les permita invertir en
determinadas regiones del país donde los subsidios
directos e indirectos les favorecen. Pero, sobre todo,
que intervenga para desalojar o reprimir a los
pobladores locales si fuera necesario. En la mayoría
de los casos, estas formas de presión o represión
constituyen la principal herramienta para resolver los
conflictos sociales generados por las plantaciones.
Este es el síntoma más claro de que el problema es el
modelo y no la adopción de medidas de gestión más
apropiadas. Es una cuestión de sentido común y de
justicia social y ecológica.
Daniel
del Pino
CCS.
España
25 de
marzo del 2004