Enfrentadas a un rechazo cada vez mayor en los países desarrollados,
donde son incluso objeto de una campaña de boicot, las empresas
trasnacionales que comercializan agua embotellada toman a América
Latina como su último (y todavía gigantesco) reservorio.
Tras décadas de
crecimiento sostenido, el consumo de agua envasada cayó en 2008 en
Estados Unidos, y una tendencia similar parece estar
diseñándose en algunos países europeos.
Según datos que
acaba de divulgar la revista especializada Beverage World, el
año pasado las ventas en Estados Unidos del líquido envasado
retrocedieron en 400 millones de litros respecto a 2007, pasando de
110 a 107 litros anuales per cápita.
La caída no es
estrepitosa, pero hay que tener en cuenta que se trata de la primera
desde fines de los años ochenta. En 1990 el volumen de venta se
situaba en “apenas” 115 millones de dólares, en 1997 ya había
representado 4.000 millones y en 2006 trepó a la friolera de 10.800
millones de dólares.
Nestlé, la
primera trasnacional alimentaria del mundo y la primera también en
comercialización de agua envasada, conoció en los seis meses
iniciales de este año una disminución de 3 por ciento de sus
ganancias, un resultado debido en buena parte a la regresión de las
ventas de su división “líquidos”, sobre todo en los países
industrializados.
Hay motivos
económicos (la bendita “crisis”, el alto precio relativo del agua en
botella en Estados Unidos) para explicar la merma, pero
también juegan otros como la mayor conciencia ambiental de la
población, a la cual han contribuido la divulgación de informes
científicos que han echado por tierra el mito de que el agua
envasada es siempre más sana y nutritiva que la del grifo y las
campañas de boicot a las trasnacionales del sector.
Los
supuestos aportes alimenticios del agua embotellada han sido puestos
en entredicho no sólo por asociaciones ecologistas sino también por
estudios científicos. En España, por ejemplo, mientras la
Asociación Nacional de Empresas de Aguas de Bebida Envasada, que
agrupa a 93 firmas, asegura que el agua embotellada proviene de
“acuíferos puros” y otorga “beneficios a la salud”, y que ese es
precisamente el motivo por el cual los consumidores la prefieren al
agua de la canilla, investigaciones realizadas en 2003 con motivo de
la celebración del Año Internacional del Agua Dulce no lograron
identificar ninguna “aportación adicional de minerales” en esas
bebidas.
Los
costos ambientales de la producción de agua embotellada no son
precisamente pequeños. Según recordó en junio pasado el diario suizo
Le Temps, la
energía utilizada en todo el proceso de fabricación y posterior
deshecho de una botella de agua equivale a llenarla de petróleo en
un cuarto. Los propios envases son, en
su gran mayoría,
fabricados en politereftalato
de etileno (PET), un plástico derivado del petróleo.
Un estudio de la Universidad de Louisville citado por el
corresponsal en Miami del diario argentino La Nación
establece que se requieren
17 millones de barriles de petróleo para producir las 30.000
millones de botellas que se venden anualmente en Estados Unidos.
“Más grave aún, el 86 por ciento de estos envases no son reciclados,
lo que significa que tomará entre 400 y mil años degradarlas,
según el
Instituto de Reciclaje de Envases”, agrega la nota.
En
junio de 2008, la Conferencia Nacional de Alcaldes de Estados Unidos
resolvió que las municipalidades del país dejaran de comprar agua
envasada para el consumo de sus funcionarios, una decisión fundada
en “la necesidad de poner coto al desastre ambiental que generan los
envases de plástico” y al “despilfarro energético” que implica esta
industria, según resumió el alcalde de San Francisco, Gavin
Newson.
San
Francisco se contaba entre las 60 ciudades que ya habían puesto en
práctica una medida de ese tipo, lo que le supuso un ahorro de
500.000 dólares anuales, recordó entonces Newson.
Restricciones similares han adoptado unas cincuenta municipalidades
canadienses y el propio Ministerio de Ambiente de España, un país
cuya agua potable no presenta la calidad que tiene en otras naciones
industrializadas pero cuyas autoridades ambientales estimaron que el
agua embotellada tenía costos suficientemente altos (en energía, en
utilización de fuentes públicas, en el tratamiento de los desechos)
como para prohibir su compra por las dependencias estatales.