Se
encuentra reunida en Copenhague, Dinamarca, la
Convención sobre Cambio Climático de Naciones
Unidas. El ambiente está caliente, tanto entre
los bloques de negociadores oficiales, como en
las organizaciones y movimientos, que por
primera vez acudirán en decenas de miles al
lugar de reunión.
No es para menos, el cambio climático es
devastador y sus efectos serán cada vez peores,
informan los científicos. El tema toca puntos
neurálgicos de la civilización petrolera, al
mostrar que el sistema industrial del último
siglo ha ido destruyendo la vida de la gente y
del planeta, en forma irreparable si no lo
frenamos ya.
Pese a ello, la vasta mayoría de los gobiernos
siguen empeñados en no atacar las causas reales
del cambio climático, empujando en su lugar
falsas soluciones, basadas en enfoques de
mercado y nuevas tecnologías cada vez más
peligrosas, que en lugar de mejorar la
situación, la empeoran. El tema de la
agricultura y alimentación es un claro ejemplo
de ello. Los negociadores de cambio climático lo
ven como un problema (la agricultura industrial
es responsable de un altísimo grado de emisiones
de gases de efecto invernadero) pero sobre todo
como un campo para ampliar los mercados de
carbono, paradójicamente, aumentando la
agricultura industrial y sus impactos. Hay
propuestas y presiones empresariales para lograr
apoyos nuevos a actividades altamente
destructivas social y ambientalmente, como
monocultivos de árboles y soya transgénica,
grandes instalaciones de cría de animales
confinados, proyectos masivos de biochar o
carbón vegetal (producir masa vegetal para
quemarla y enterrarla como carbón en los
suelos), entre otras.
Al otro extremo, movimientos campesinos y
sociales, tienen claras las causas y las
combaten día a día, pero también presentan
soluciones:
la agricultura
campesina y la producción de pequeña escala
puede enfriar el planeta –y lo está haciendo–,
además de alimentar a la mayoría de la
humanidad.
Un reciente informe del Grupo ETC (¿Quién nos
alimentará?) analiza estos aspectos y plantea
una serie de preguntas claves frente a las
crisis climática y alimentaria.
Por un lado, las trasnacionales nos quieren
hacer creer que los sistemas alimentarios son
una cadena industrial que comienza con
Monsanto
como dueña de las semillas en un extremo y
Wal Mart
como paradigma de los supermercados en el otro,
cada vez más industrializado y centralizado.
Afirman que sólo ellos podrán alimentar a la
población mundial creciente y enfrentar el caos
climático, con sus variedades transgénicas y
producción masiva y uniformizada. Exigen que los
gobiernos sigan apoyando sus patentes, sus
tecnologías contaminantes y sus oligopolios de
mercado, haciendo la vista gorda a los impactos
climáticos y de salud que provocan –que afirman
van a absorber con más tecnología, más patentes
y más libre comercio.
Por otro lado, la realidad es que los sistemas
alimentarios del mundo no son cadenas sino
redes, donde muchas personas, actividades,
culturas y funciones convergen e intercambian.
Más de
85 por ciento de los alimentos son producidos
cerca de donde se consumen, a nivel local,
regional o al menos nacional, y la mayoría
gracias a campesinos y productores de pequeña
escala, a indígenas, pescadores artesanales,
pastores nómadas y pequeños
horticultores urbanos,
que en conjunto son más de la mitad de la
población mundial, pero alimentan a muchísimos
más y llegan a quienes más lo necesitan. Por sus
formas de manejo no emiten gases de efecto
invernadero sino que los absorben, ahorran agua,
conservan los suelos y una enorme diversidad de
cultivos, animales domésticos y peces, que son
la clave de las adaptaciones necesarias frente a
las crisis climáticas. Además, si se toma en
cuenta todos los elementos que producen, crecen
y recolectan en las pequeñas fincas y no sólo el
rendimiento de un determinado cultivo por
hectárea, el volumen de alimentos producidos es
mucho mayor, más variado y nutritivo que en
cualquier monocultivo industrial.
Un artículo de Grain resalta otro aspecto
fundamental, relacionado: el cuidado (o
destrucción) del suelo y su relación con el
cambio climático. El uso del fertilizantes
químicos y otros agrotóxicos, conlleva
necesariamente la destrucción de la vida
microbiana del suelo y ha sido reconocido como
un importante factor de emisiones de gases de
efecto invernadero. Los fertilizantes
sintéticos, además de lo que emiten, destruyen
la capacidad del suelo de captar y almacenar
carbono. El artículo presenta un cálculo
cuidadoso y realista de cómo si se recupera y
estimula la incorporación de materia orgánica al
suelo, a partir de prácticas agrícolas,
pecuarias y pastoriles de pequeña escala, con
diversidad cultural, geográfica y de manejo,
resultaría en una importante reducción de
emisión de gases de efecto invernadero, pero
además tendría el potencial de con el tiempo,
absorber las dos terceras partes del exceso de
gases de efecto invernadero de la atmósfera,
siendo la medida más importante propuesta hasta
el momento.
Movimientos campesinos y sociales estarán en
Copenhague para presentar estas realidades y
confrontar a los gobiernos y empresas que
quieren que sigamos creyendo que sin sus cadenas
no tenemos futuro. La verdad es que solamente
sin ellas podremos enfrentar las crisis en que
nos han metido.