Después de llevar al planeta Tierra a un estado
crítico con su afán de lucro, el capitalismo pretende
ahora incrementar sus ganancias limpiando lo que antes
contaminó.
En los primeros días del próximo año, la empresa
Yorktown Technologies comenzará a vender en Estados
Unidos un pequeño pez tropical fluorescente
genéticamente modificado. De manera que los ciudadanos
de aquel país podrán exhibir en sus peceras -a cambio
de un puñado de dólares- un animalito hasta hace poco
inexistente. El pez fue desarrollado inicialmente por
científicos de Singapur para que acuse la presencia de
contaminantes en el agua cambiando de color, pues
tiene la cualidad de brillar ante la presencia de
toxinas. Nos imaginamos, por ejemplo, las ciudades
uruguayas y argentinas ubicadas en las márgenes del
río Uruguay, iluminándose sin otro recurso que estos
pececitos.
Lo cierto es que estamos asistiendo al inicio de una
ofensiva destinada a convencernos que la ciencia al
servicio del capitalismo -en este caso los organismos
genéticamente modificados- permitirá salvar a la
Tierra de las amenazas que sobre ella pesan y mejorar
nuestra condición de vida y la del resto de los seres
vivientes. Por ello es bueno que nos preguntemos:
¿quiénes, cómo y por qué, produjeron la contaminación?
El tema
ecológico es, por encima de todo, un tema político y
no solamente científico, como ahora se nos pretende
convencer. Las leyes económicas que regulan la
producción capitalista no son ajenas a la relación del
ser humano con su ambiente, sino que la condicionan.
Es imposible entender los problemas de depredación y
contaminación ignorando las tendencias económicas.
Nuestras relaciones mercantiles están basadas en tres
conocidos pilares: la
propiedad privada,
el hecho de que todo se produce como mercancía y que
la producción tiene el único propósito de obtener una
ganancia.
El tema de la propiedad privada es revelador. En 1968,
ya Hardin relacionaba el crecimiento demográfico con
lo que él llamaba “la tragedia de los espacios
colectivos”, mostrando que las personas cuidan su
propiedad privada y contaminan o depredan los espacios
públicos. La discutible conclusión que extraía, además
del control de la población, era extender la propiedad
privada y reducir los espacios públicos. Desde el
momento en que los resultados no deseados
(contaminación, etc.) son valorados y negociados en el
mercado (la teoría de
quien contamina paga)
no se está haciendo otra cosa que “privatizando” un
cierto grado de contaminación. Mediante este sistema
se convierte en un derecho privado la posibilidad de
contaminar espacios públicos (la capa de ozono, ríos,
mares, etc.).
Toda la historia del capitalismo es la de apropiarse
de recursos naturales vírgenes para utilizarlos como
propiedad privada. Al extenderse la propiedad privada
-al contrario de lo que ocurría en las sociedades
precapitalistas, donde la propiedad del suelo era
colectiva y colectiva la decisión sobre su uso- se
crearon las condiciones para que cada cual quede en
libertad de hacer con ella lo que quiera. Cuando la
depredación y la contaminación constituyen una ventaja
económica, se realiza, independientemente que sea
dentro o fuera de casa. Cuando se utilizan recursos o
espacios públicos resulta, siempre, en beneficio de la
producción privada.
La producción de mercancías tiene como única finalidad
incrementar la ganancia y no tiene límite alguno, es
la producción por la producción misma. Esta
característica de la sociedad capitalista no toma en
consideración, como bien sabemos, siquiera la
capacidad de compra. La producción excesiva, sumada a
los incorrectos modelos de producción, aumenta
innecesariamente la contaminación. Por lo tanto, es
evidente que la producción ilimitada y la competencia,
planteadas como el motor del avance de la humanidad,
conducen directamente a provocar efectos negativos
sobre el ambiente. Debido a la competencia existente
en cada rama de producción, incorporar a la misma
productos naturales sin precio, o generar desperdicios
en espacios públicos, son modalidades de depredación
y/o polución que, constituyendo un efecto negativo
para toda la sociedad, significan una ventaja
individual normal en el capitalismo.
No obstante,
cuando se habla de las relaciones del ser humano con
el ambiente se consideran exclusivamente aspectos
técnicos (el exceso de dióxido de carbono en la
atmósfera, la destrucción de la capa de ozono, la
utilización de recursos naturales no renovables,
etc.). Y cuando aparecen problemas se procura una
alternativa o solución también técnica (filtros de
control de emisiones, cargas impositivas, se
identifica una
“docena sucia”
de agrotóxicos, etc.). Si bien estas soluciones
técnicas pueden remediar con éxito algunos problemas,
por lo general al mismo tiempo que los solucionan,
generan otros nuevos. Volvemos al principio: los
problemas de fondo no tienen solución mediante
alternativas técnicas, debido a que en su origen, son
esencialmente políticos.
Lo
anteriormente expresado es suficiente para demostrar
que el problema radica en las relaciones sociales de
producción, en la medida en que estas condicionan la
relación del hombre con el ambiente. En este -como en
otros temas- abundan las referencias a la
sociedad humana,
que en realidad son una trampa para ingenuos. No
existe la sociedad humana en abstracto, lo que existe
es una sociedad dividida en clases y grupos sociales y
cada una de estas clases y grupos se relaciona con el
ambiente de forma diferente. Acertadamente Guillermo
Faladori asegura que: “Proyectar la interpretación
ecologista a las relaciones sociedad-naturaleza es
equivocado; la sociedad nunca se enfrenta a la
naturaleza como bloque, como especie, sino que se
enfrenta como sociedad dividida, compleja y
diferenciada en clases”.
Ahora, nos
encontramos con que está naciendo un capitalismo
”verde”. No se trata que los capitalistas hayan
cambiado, aunque deberían hacerlo urgentemente. Porque
como bien lo señala Enrique Dussel(1):
“Siendo la naturaleza para la Modernidad sólo un medio
de producción, corre su destino de ser consumida,
destruida y, además acumulando geométricamente sobre
la tierra sus desechos, hasta poner en peligro la
reproducción o desarrollo de la vida misma. La vida es
la condición absoluta del capital; su destrucción
destruye al capital. A esa situación hemos llegado”.
Las mismas empresas que durante décadas contaminaron
impunemente, ahora serán las encargadas de “limpiar”.
No es que nadie las haya obligado -lo cual sería de
total justicia- ni que se lo reclame su conciencia.
Simplemente es que se trata de un negocio que está ahí
y debe aprovecharse. Ya están apareciendo, junto al
pececito fluorescente, nuevas enzimas y bacterias
capaces de “comerse” la basura tóxica acumulada. De
esta manera el capital, ahora disfrazado de “verde”,
se muestra trabajando para el bien de la humanidad y
no para un puñado de privilegiados. Un ejemplo lo
tenemos en la propaganda de las semillas transgénicas,
que nos dice que con esta nueva tecnología dejarán de
utilizarse los agrotóxicos que envenenan a millones de
personas en todo el mundo. Claro que no se menciona
que las empresas que producen esas semillas son las
mismas que elaboraban -y siguen elaborando- aquellos
venenos.
Alguien debería crear un gen capaz de volver
fluorescentes a los capitalistas y a los políticos
cuando mienten.
Enildo Iglesias
Convenio Siete sobre siete – Rel-UITA
2 de diciembre de 2003
Nota
(1)
Ética de la liberación, Editorial Trotta, México.