Cuatro frases que hacen crecer
la nariz de Pinocho
Este sistema de vida
que se ofrece como paraíso, fundado en la explotación
del prójimo y en la aniquilación de la naturaleza, es el
que nos está enfermando el cuerpo, nos está envenenando
el alma y nos está dejando sin mundo.
1
Somos todos culpables de la ruina del planeta
La
salud del mundo está hecha un asco. 'Somos todos
responsables', claman las voces de la alarma universal,
y la generalización absuelve: si somos todos
responsables, nadie lo es. Como conejos se reproducen
los nuevos tecnócratas del medio ambiente. Es la tasa de
natalidad más alta del mundo: los expertos generan
expertos y más expertos que se ocupan de envolver el
tema en el papel celofán de la ambigüedad. Ellos
fabrican el brumoso lenguaje de las exhortaciones al
'sacrificio de todos' en las declaraciones de los
gobiernos y en los solemnes acuerdos internacionales que
nadie cumple.
Estas
cataratas de palabras -inundación que amenaza
convertirse en una catástrofe ecológica comparable al
agujero del ozono- no se desencadenan gratuitamente. El
lenguaje oficial ahoga la realidad para otorgar
impunidad a la sociedad de consumo, a quienes la imponen
por modelo en nombre del desarrollo y a las grandes
empresas que le sacan el jugo. Pero las estadísticas
confiesan. Los datos ocultos bajo el palabrerío revelan
que el 20 por ciento de la humanidad comete el 80 por
ciento de las agresiones contra la naturaleza, crimen
que los asesinos llaman suicidio y es la humanidad
entera quien paga las consecuencias de la degradación de
la tierra, la intoxicación del aire, el envenenamiento
del agua, el enloquecimiento del clima y la dilapidación
de los recursos naturales no renovables. La señora
Harlem Bruntland, quien encabeza el gobierno de
Noruega, comprobó recientemente que si los 7 mil
millones de pobladores del planeta consumieran lo mismo
que los países desarrollados de Occidente, "harían falta
10 planetas como el nuestro para satisfacer todas sus
necesidades". Una experiencia imposible. Pero los
gobernantes de los países del Sur que prometen el
ingreso al Primer Mundo, mágico pasaporte que nos hará a
todos ricos y felices, no sólo deberían ser procesados
por estafa. No sólo nos están tomando el pelo, no:
además, esos gobernantes están cometiendo el delito de
apología del crimen. Porque este sistema de vida que se
ofrece como paraíso, fundado en la explotación del
prójimo y en la aniquilación de la naturaleza, es el que
nos está enfermando el cuerpo, nos está envenenando el
alma y nos está dejando sin mundo.
2
Es verde lo que se pinta de verde
Ahora,
los gigantes de la industria química hacen su publicidad
en color verde, y el Banco Mundial lava su imagen
repitiendo la palabra ecología en cada página de sus
informes y tiñendo de verde sus préstamos. "En las
condiciones de nuestros préstamos hay normas ambientales
estrictas", aclara el presidente de la suprema banquería
del mundo. Somos todos ecologistas, hasta que alguna
medida concreta limita la libertad de contaminación.
Cuando se aprobó en el Parlamento del Uruguay una
tímida ley de defensa del medio ambiente, las empresas
que echan veneno al aire y pudren las aguas se sacaron
súbitamente la recién comprada careta verde y gritaron
su verdad en términos que podrían ser resumidos así:
"los defensores de la naturaleza son abogados de la
pobreza, dedicados a sabotear el desarrollo económico y
a espantar la inversión extranjera". El Banco Mundial,
en cambio, es el principal promotor de la riqueza, el
desarrollo y la inversión extranjera. Quizás por reunir
tantas virtudes, el Banco manejará, junto a la ONU,
el recién creado Fondo para el Medio Ambiente Mundial.
Este impuesto a la mala conciencia dispondrá de poco
dinero, 100 veces menos de lo que habían pedido los
ecologistas, para financiar proyectos que no destruyan
la naturaleza. Intención irreprochable, conclusión
inevitable: si esos proyectos requieren un fondo
especial, el Banco Mundial está admitiendo, de hecho,
que todos sus demás proyectos hacen un flaco favor al
medio ambiente. El Banco se llama Mundial, como el Fondo
Monetario se llama Internacional, pero estos hermanos
gemelos viven, cobran y deciden en Washington. Quien
paga, manda, y la numerosa tecnocracia jamás escupe el
plato donde come. Siendo, como es, el principal acreedor
del llamado Tercer Mundo, el Banco Mundial gobierna a
nuestros países cautivos que por servicio de deuda pagan
a sus acreedores externos 250 mil dólares por minuto, y
les impone su política económica en función del dinero
que concede o promete. La divinización del mercado, que
compra cada vez menos y paga cada vez peor, permite
atiborrar de mágicas chucherías a las grandes ciudades
del sur del mundo, drogadas por la religión del consumo,
mientras los campos se agotan, se pudren las aguas que
los alimentan y una costra seca cubre los desiertos que
antes fueron bosques.
3
Entre el capital y el trabajo, la ecología es neutral
Se
podrá decir cualquier cosa de Al Capone, pero él era un
caballero: el bueno de Al siempre enviaba flores a los
velorios de sus víctimas... Las empresas gigantes de la
industria química, petrolera y automovilística pagaron
buena parte de los gastos de la Eco 92. La conferencia
internacional que en Río de Janeiro se ocupó de la
agonía del planeta. Y esa conferencia, llamada Cumbre de
la Tierra, no condenó a las transnacionales que producen
contaminación y viven de ella, y ni siquiera pronunció
una palabra contra la ilimitada libertad de comercio que
hace posible la venta de veneno. En el gran baile de
máscaras del fin de milenio, hasta la industria química
se viste de verde. La angustia ecológica perturba el
sueño de los mayores laboratorios del mundo, que para
ayudar a la naturaleza están inventando nuevos cultivos
biotecnológicos. Pero estos desvelos científicos no se
proponen encontrar plantas más resistentes a las plagas
sin ayuda química, sino que buscan nuevas plantas
capaces de resistir los plaguicidas y herbicidas que
esos mismos laboratorios producen. De las 10 empresas
productoras de semillas más grandes del mundo, seis
fabrican pesticidas (Sandoz, Ciba- Geigy, Dekalb,
Pfiezer, Upjohn, Shell, ICI). La industria química no
tiene tendencias masoquistas. La recuperación del
planeta o lo que nos quede de él implica la denuncia de
la impunidad del dinero y la libertad humana. La
ecología neutral, que más bien se parece a la
jardinería, se hace cómplice de la injusticia de un
mundo donde la comida sana, el agua limpia, el aire puro
y el silencio no son derechos de todos sino privilegios
de los pocos que pueden pagarlos. Chico Mendes,
obrero del caucho, cayó asesinado a fines del 1988, en
la Amazonía brasileña, por creer lo que creía: que la
militancia ecológica no puede divorciarse de la lucha
social. Chico creía que la floresta amazónica no
será salvada mientras no se haga la reforma agraria en
Brasil. Cinco años después del crimen, los
obispos brasileños denunciaron que más de 100
trabajadores rurales mueren asesinados cada año en la
lucha por la tierra, y calcularon que cuatro millones de
campesinos sin trabajo van a las ciudades desde las
plantaciones del interior. Adaptando las cifras de cada
país, la declaración de los obispos retrata a toda
América Latina. Las grandes ciudades latinoamericanas,
hinchadas a reventar por la incesante invasión de
exiliados del campo, son una catástrofe ecológica: una
catástrofe que no se puede entender ni cambiar dentro de
los límites de la ecología, sorda ante el clamor social
y ciega ante el compromiso político.
4
La naturaleza está fuera de nosotros
En sus
10 mandamientos, Dios olvidó mencionar a la naturaleza.
Entre las órdenes que nos envió desde el monte Sinaí, el
Señor hubiera podido agregar, pongamos por caso:
"Honrarás a la naturaleza de la que formas parte". Pero
no se le ocurrió. Hace cinco siglos, cuando América fue
apresada por el mercado mundial, la civilización
invasora confundió a la ecología con la idolatría. La
comunión con la naturaleza era pecado. Y merecía
castigo. Según las crónicas de la Conquista., los indios
nómadas que usaban cortezas para vestirse jamás
desollaban el tronco entero, para no aniquilar el árbol,
y los indios sedentarios plantaban cultivos diversos y
con períodos de descanso, para no cansar a la tierra. La
civilización que venía a imponer los devastadores
monocultivos de exportación no podía entender a las
culturas integradas a la naturaleza, y las confundió con
la vocación demoniaca o la ignorancia. Para la
civilización que dice ser occidental y cristiana, la
naturaleza era una bestia feroz que había que domar y
castigar para que funcionara como una máquina, puesta a
nuestro servicio desde siempre y para siempre. La
naturaleza, que era eterna, nos debía esclavitud. Muy
recientemente nos hemos enterado de que la naturaleza se
cansa, como nosotros, sus hijos, y hemos sabido que,
como nosotros, puede morir asesinada. Ya no se habla de
someter a la naturaleza, ahora hasta sus verdugos dicen
que hay que protegerla. Pero en uno u otro caso,
naturaleza sometida y naturaleza protegida, ella está
fuera de nosotros. La civilización que confunde a los
relojes con el tiempo, al crecimiento con el desarrollo
y a lo grandote con la grandeza, también confunde a la
naturaleza con el paisaje, mientras el mundo, laberinto
sin centro, se dedica a romper su propio cielo.