La Tierra, un problema de todos

 

La degradación de nuestra casa común -el planeta Tierra-, que desde hace algunos años se viene dando con una velocidad vertiginosa, es más que un problema técnico: es político, y no hay ser humano que pueda escapar a él

 

 Q uizá en un primer abordaje del asunto podríamos estar tentados de considerarlo como consecuencia de factores exclusivamente ligados a la tecnología. Pero la tecnología es un hecho altamente político. Si nuestra forma de concebir e impulsar la productividad del trabajo se da en el marco del actual modelo de desarrollo (sin duda bastante contrario al equilibrio ecológico), ello es, ante todo, un hecho político, un hecho que nos habla de cómo establecemos las relaciones sociales y con el medio circundante.

La industria moderna, hija del capitalismo, ha transformado profundamente la historia humana. En el corto período en que la producción capitalista se enseñoreó en el mundo -unos dos siglos- la humanidad avanzó técnicamente lo que no había hecho en milenios. En principio podría saludarse ese salto adelante como un gran paso en la resolución de ancestrales problemas: desde que la técnica se basa en la ciencia que abre el Renacimiento europeo con su visión matematizable del mundo y la primacía del concepto como llave para entender y actuar sobre la realidad, se han comenzado a resolver cuellos de botella. La vida cambió sustancialmente con estas transformaciones, se hizo más cómoda, menos sujeta al azar de la naturaleza.

Pero esa modificación en la productividad no dio como resultado un bienestar generalizado. Concebida como está, la producción es, ante todo, mercantil. Por tanto, lo que la anima no es sólo la satisfacción de necesidades, sino el lucro. Más aún: la razón misma de la producción pasó a ser la ganancia; se produce para obtener beneficios económicos. A partir de esta llave esencial puede entenderse la historia que transcurrió en este corto tiempo desde la primera máquina de vapor surgida en Inglaterra hacia fines del siglo XVIII. Lo importante es vender, no importa a qué precio. Hoy día, dos siglos después de puesto en marcha ese modelo, la humanidad en su conjunto paga las consecuencias.

Aunque hay alimentos en cantidades inimaginables, viviendas cada vez más confortables y seguras, comunicaciones rapidísimas, expectativas de vida más prolongadas, más tiempo libre para la recreación, etc., la matriz básica con que el capitalismo se plantea el proyecto en juego no es sustentable a largo plazo: importa más la mercancía que el sujeto a quien va destinada. En definitiva se ha creado un monstruo; si lo que prima es vender, la industria relega la calidad de la vida como especie en función de seguir obteniendo ganancia. Y el planeta, la casa común que es la fuente de materia prima para que nuestro trabajo genere la riqueza social, se relega igualmente. Consecuencia: el mundo se vuelve invivible.

La cada vez más alarmante falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los productos tóxicos que inundan el planeta, la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero, los desechos atómicos, son problemas de magnitud global a los que ningún ser humano puede escapar.

Durante el Foro Mundial de Ministros de Medio Ambiente reunido en mayo del 2000 en la ciudad de Malmó (Suecia), en el marco del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), se reconoció que las causas de la degradación del medio ambiente global están inmersas en problemas sociales y económicos tales como la pobreza generalizada, los patrones de producción y consumo no sustentables, la desigualdad en la distribución de las riquezas y la carga de la deuda externa de los países pobres.

En otros términos, vemos que la destrucción del medio ambiente responde a causas eminentemente humanas, a la forma en que las sociedades se organizan y establecen las relaciones de poder; en definitiva: a motivos políticos. El modelo industrial surgido con el capitalismo, además de producir un salto tecnológico sin precedentes (quizá más que la aparición de la agricultura o de la rueda) generó también problemas de magnitud descomunal. El poder de destrucción -y de autodestrucción- alcanzado por la especie humana creció también en forma exponencial, por lo que las posibilidades de que desaparezcamos son cada vez más grandes. En cuanto a los esquemas que utilizaron las experiencias del socialismo real, no dieron mejor trato a nuestra casa común, el planeta, que el capitalismo.

El desastre ecológico que sufrimos no es sino parte del desastre social que nos agobia. Y si el desarrollo no es sustentable en el tiempo, ni se centra en el sujeto concreto de carne y hueso que somos, no es desarrollo.

 

Marcelo Colussi

Convenio La Insignia / Rel-UITA

7 de  junio del 2004.

 

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