Brasil

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La Amazonia posible

 

A veces me parece que la Amazonia es tratada de forma equivocada, como una zona de fuga de nuestros errores o una frontera para la expansión predatoria de los frentes de producción.

 

Como si la Amazonia fuese el límite último de nuestros callejones sin salida, donde la floresta o las aguas pudieran tragarlos sin dejar rastros de la irresponsabilidad, el desconocimiento, la falta de visión o la inmediatez. Mientras tanto, otro frente avanza, movido por la conciencia, el entendimiento y la experiencia, para invertir la señal y mostrar que la Amazonia sólo puede ser tratada y entendida correctamente si también lo es Brasil.

 

Con esa visión política tenemos ahora una oportunidad de salir del punto muerto, justamente cuando afrontamos el cruce de dos grandes crisis: la ambiental y la económica.

 

En esa coyuntura, la Amazonia se constituye en reserva estratégica de potencialidades para un desarrollo de nuevo tipo para este país. Las chances dependen de un cambio estructural de enfoque, ya asumido en algunos sectores de la sociedad, del gobierno y de las empresas, pero en una escala aún insuficiente para convertirse en fundamento principal.

 

Es intolerable que continúe la deforestación ilegal de la Amazonia, o de cualquier otro ecosistema brasileño. Los activos ambientales que nos quita son parte indisoluble de la oportunidad de desarrollarnos según parámetros de sustentabilidad económica, social, cultural y ambiental.

 

En el caso de la selva amazónica, las repercusiones de su persistente destrucción van desde el ámbito global –somos el cuarto mayor emisor de carbono debido principalmente a la deforestación– al nacional y al continental. Como demuestran estudios del Instituto Nacional de Investigaciones de la Amazonia, la evaporación emanada de los cinco millones de kilómetros cuadrados de las selvas amazónicas es vital para suministrar humedad a parte del centro-oeste, sudeste y sur del país y de América del Sur. Así, evitar la deforestación es prevenir gravísimos desequilibrios climáticos en zonas de gran concentración de población y producción agrícola, como São Paulo, Mato Grosso y Paraná.

 

Es falso el argumento de que se necesita talar más bosques para expandir la frontera agrícola. Hay cerca de 165 mil kilómetros cuadrados deforestados que están subutilizados o abandonados.

 

Tampoco es cierto que la explotación de esas áreas no es viable económicamente. Hay tecnología, desarrollada sobre todo por la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria. En cuanto a los costos, hay que compararlos con los que tiene el país por la destrucción de nuevas porciones de selva y la pérdida de sus servicios ambientales.

 

Ésto me recuerda el notable documental O Vale (El Valle), de 2000, dirigido por el cineasta João Moreira Salles y el periodista Marcos Sá Corrêa. El filme muestra la tragedia social, económica, cultural y ambiental que representó la adopción a gran escala de un modelo de producción agrícola insostenible, que tenía como uno de sus fundamentos la destrucción del bosque atlántico en la región del valle del río Paraíba, en el sudeste del país. El mismo modelo que produjo una riqueza indescriptible para unos cuantos barones del café, imprimiendo a la zona una ficticia sensación de desarrollo, no logró durar más de 50 años. Los daños están allí para quien quiera verlos: herederos de la nobleza viviendo en la pobreza, plebeyos en la miseria, tierras secas y degradadas. Esas tragedias deben convertirse en lecciones e impregnar de sentido, propósito y razón a la lógica del desarrollo aún dominante.

 

El Estado debe asegurar que se mantengan los niveles de gobernanza socio ambiental que se han logrado en la Amazonia. El ordenamiento territorial debe seguir avanzando. Entre 2003 y 2007 redujimos de 40 a 28 por ciento las tierras fiscales vacantes de la Amazonia por medio de la creación de unidades de conservación y territorios indígenas.

 

Con esa asignación de tierras elevamos de 29 a 41 por ciento la extensión de áreas protegidas. Es necesario seguir reduciendo esa frontera de tierras vacantes y, a la vez, seguir aumentando las áreas protegidas, estructurándolas para que cumplan sus funciones ambientales, sociales y económicas.

 

Los ministerios del área económica deben priorizar políticas de incentivo y el gobierno debe asignar un presupuesto acorde a la magnitud de ese desafío. El primer Plan de Prevención y Control de la Deforestación de la Amazonia contó con casi 200 millones de dólares para aplicar entre 2004 y 2007 medidas estructurantes, sobre todo en control satelital, fiscalización y creación de unidades de conservación.

 

Esas medidas contribuyeron significativamente a reducir en 57 por ciento el ritmo de deforestación entre 2005 y 2007. Preservar la Amazonia y promover la mejora del nivel de vida de su población, es un desafío civilizador para Brasil y para el mundo. Nuestro éxito dependerá de la perseverancia de los agentes públicos en continuar ampliando la conciencia ambiental y del sustento político que proporcione la sociedad para que ese proceso no se interrumpa.

 

 

Marina Silva

Tomado de Brecha

22 de septiembre de 2009

 

 

 

 

 

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