India
La impunidad de los crímenes ambientales
Dos añitos de prisión y una multa de menos de 2.000
dólares cada uno. A esas “penas” fueron condenados en
India ocho ejecutivos de la desaparecida transnacional
norteamericana Union Carbide responsables por uno de los
mayores desastres industriales y ambientales de la
historia, una fuga tóxica que mató a 25.000 personas en
1984.
Todos los condenados eran indios. Los ejecutivos de
mayor peso de la transnacional, estadounidenses ellos,
todavía dan pelea en los tribunales de su país.
La tragedia de la ciudad india de Bhopal es el último
ejemplo de la relativa impunidad de la que gozan los
causantes de “crímenes ambientales”, según el concepto
que se está imponiendo. De Nepal a Paraguay,
pasando por Nigeria, Curaçao o Ecuador,
los casos de ese tipo se acumulan.
Union Carbide fue uno de los mayores productores de agrotóxicos de
su época. Su usina en Bhopal fabricaba pesticidas
utilizados en la agricultura.
En la madrugada del 3 de diciembre de 1984, un escape de
gases letales causó la muerte instantánea de al menos
3.500 personas y de más de 20 mil en las semanas
siguientes, de acuerdo a informes de organizaciones
sociales. Otras miles sufrieron distintas afecciones que
en muchos casos transmitieron a su descendencia.
El director de entonces de la casa madre de
Union Carbide,
el estadounidense Warren Anderson, fue
procesado recién tres años después del desastre, pero
tras el pago de una fianza fue rápidamente liberado.
Otros de sus compañeros de dirección nunca fueron
molestados.
El juez local que condenó este mes a los ocho
empresarios indios los responsabilizó de “negligencia
criminal”, "negligencia grave” y “homicidio culpable sin
grado de asesinato”.
Estarán
unos pocos meses en la cárcel y pagarán una multa de
100.000 rupias cada uno, menos de 1.800 dólares. Una
ganga.
En 1989 las instalaciones de la
Union Carbide
en Bhopal pasaron a manos del Estado indio. Poco después
la corporación fue comprada por la
Dow Chemical, que pagó a las autoridades del país asiático unos
470 millones de dólares a cambio de que se abandonaran
los juicios contra sus directivos. Este año,
Dow Chemical
emitió un comunicado en el que estima que con lo que ya
pagó se liberó de cualquier reclamo “presente o
futuro”.
“Apelaremos la sentencia del tribunal indio porque es
tan ridícula que ofende”, advirtió Rashida Bee, una de
las víctimas del escape. “Es una broma de mal gusto”,
agregó.
En abril de 2009, la familia del escritor nigeriano
Ken Saro Wiwa inició un juicio contra la
transnacional petrolera
Shell, a la que acusa de
violaciones reiteradas a los derechos humanos.
Ken Saro Wiwa era presidente del Movimiento para la Supervivencia
del Pueblo Ogoní, que a comienzos de los noventa
protagonizaron una rebelión pacífica contra la
Shell
y la
Chevron, instaladas en sus comarcas desde tres décadas largas atrás.
Los ogoní denunciaban que los oleoductos que pasaban por
sus tierras transportando el petróleo contaminaban el
agua que ellos consumían y que, además, no se
beneficiaban en nada de las pingues ganancias que
generaba el crudo a quienes lo explotaban y a los
gobernantes y a los militares que éstos corrompían.
Fue una enorme marcha de los ogonís (se habló de casi
medio millón de personas en las calles) la que condujo,
en 1993, a la salida del país de la
Shell,
y a la reacción militar que terminó en una dictadura. Un
año antes Wiwa había escrito un libro en el que
documentaba los daños causados por las petroleras “a sus
tierras, a sus ríos, a sus arroyos y a su atmósfera”.
A fines de 1995 el escritor y otros ocho militantes de
su movimiento fueron ejecutados en la horca. Las
organizaciones de derechos humanos nigerianas no se han
cansado de denunciar la complicidad de la
Shell
con el crimen. Poco antes que Wiwa fuera colgado,
recuerda Eduardo Galeano en una reciente nota,
“el gerente general de la
Shell
en Nigeria, Naemeka Achebe, explicó
el apoyo de su empresa a la dictadura militar que
exprime a ese país: Para una empresa comercial que se
propone realizar inversiones es necesario un ambiente de
estabilidad. Las dictaduras ofrecen eso”.
El juicio ventilado en Nueva York permitió ir mostrando
pruebas de la actuación de la petrolera en el delta del
Níger, de los daños causados y de su complicidad con la
dictadura. En junio de 2009,
Shell
arregló extrajudicialmente con la familia de Ken Saro
Wiwa una indemnización por 15 millones de dólares.
Una ganga para una de las transnacionales más poderosas
del planeta.
Shell
no reconoció oficialmente nada: pagó a la familia del
escritor ejecutado, dijo, para “ayudar al proceso de
reconciliación nacional” en Nigeria.
De otras muchas la petrolera zafó lisa y llanamente.
Galeano recuerda en su nota que por los desastres
causados durante más de setenta años con su refinería
instalada en Curazao, cerrada por el gobierno local en
1983,
la Shell debía haber pagado al menos unos 400 millones
de dólares en indemnizaciones, según cálculos de
expertos. Pero no pagó nada,
y vendió esa refinería al gobierno de Curazao en un
dólar, “mediante un acuerdo que liberó a la empresa de
cualquier responsabilidad por los daños que había
infligido al medio ambiente en toda su jodida historia”.
Una pléyade de abogados súper bien remunerados y un
arsenal de recursos y maniobras judiciales han permitido
hasta ahora a la Chevron evitar ser condenada por
la contaminación causada entre 1970 y 1980 en la
Amazonia ecuatoriana por la Texaco, que
Chevron adquirió en 2001.
Los demandantes -indígenas habitantes de esa zona-
sostienen que han sido más de 1.400 las personas muertas
como consecuencia de la contaminación. Y han podido
demostrar que 25 años después de la salida de la empresa
subsisten en el área piscinas de lodo tóxico constituido
por plomo y otros metales pesados que emergen de las
fosas en las que la petrolera enterró sus desechos.
Ríos, arroyos y acuíferos están contaminados.
Un juez ecuatoriano se aprestaba a condenar a la firma
en 27 mil millones de dólares, pero fue remplazado, y
los abogados de la Chevron aducen que el juicio
debe ser ventilado ante tribunales internacionales, en
Nueva York, como lo estipularían tratados de protección
de inversiones firmados por Ecuador. Aun si
Chevron fuera condenada en el país sudamericano ese
fallo podría quedar en letra muerta...
El 4 de junio, una coalición de organizaciones “de
Derechos Humanos y de la Naturaleza” entregó al Fiscal
General de Ecuador una carta en la que, entre otras
cosas, se preguntan por qué el juicio contra Chevron-Texaco
avanza tan lentamente.
“Hemos visto con inmensa preocupación que el caso
Texaco se alarga año tras año sin que la justicia
llegue para las miles de personas que han sentido en
carne propia los efectos desastrosos de un modelo de
explotación petrolera irresponsable e irrespetuoso con
la naturaleza y las comunidades afectadas”, dicen.
La lista es larga de grandes empresas causantes de
desastres ecológicos (y económicos, y sociales), y de
violaciones a los derechos humanos (secuestros,
torturas, asesinatos de
denunciantes de esos delitos, por lo general campesinos
e indígenas) concomitantes que han logrado escapar (o
minimizar) a castigos en América Latina. Y en
África. Y
en Asia.
Y habrá que ver qué pasa con los directivos de la
transnacional petrolera BP, cuyos traseros el
presidente Barack Obama quiere patear tras la
catástrofe ambiental y la muerte de 11 trabajadores
producidos por la explosión, en abril, de una plataforma
en el Golfo de México.
“BP es una de las empresas más poderosas que
operan en Estados Unidos. Gasta mucho dinero en
influir en la política de Estados Unidos y en la
supervisión del cumplimiento de las normas”, dice la
investigadora Antonia Juhasz*.
Ya es responsable -la transnacional británica- de
derrames, explosiones, fugas de productos tóxicos que
produjeron muertes (15 en Texas, en 2005, por ejemplo) y
daños gigantescos. Por algunos de ellos pagó. Pero
cuando lo hizo fue por sumas irrisorias comparadas con
los ingresos de una empresa que sólo en el primer
trimestre de 2010 obtuvo ganancias por 6.000 millones de
dólares.
Fue en 2000 que BP decidió quedarse con su
acrónimo como nombre, dejando de utilizar el de British
Petroleum, tal vez para hacer olvidar los desastres de
todo tipo (no sólo ambientales, también la colaboración
habitual de la firma en el armado y ejecución de golpes
de Estado, por ejemplo en Irán). Desde entonces
“ambientalizó” su imagen, adoptando un logo de flores
verdes y amarillas, subraya la estadounidense Amy
Goodman.
Sin embargo, observa, “su crecimiento agresivo, sus
enormes ganancias y su historial en materia de desastres
vinculados con el petróleo pintan un panorama muy
diferente”. Por algunos BP fue multada. Por el
derrame de unos 200.000 galones de petróleo en Alaska,
en 2006, debió pagar en total unos 150 millones de
dólares. Pero nada cambió la empresa. Según dijo en
2009 la Secretaria de Trabajo de Estados Unidos,
Hilda Solís, “BP permitió que cientos de
potenciales peligros continuaran sin ningún tipo de
disminución. La seguridad laboral es más que una
consigna. Es la ley”. Y BP siguió sin
respetarla.
Toxicóloga, pescadora originaria de Alaska, activista
desde el desastre del Exxon Valdez, en el 89, Riki Ott
piensa que mucho le va a costar a Obama que BP
asuma los costos reales del derrame que afecta
actualmente las costas de Estados Unidos y que
apunta a ser uno de los mayores desastres ambientales
recientes en ese país.
“BP va a pagar hasta donde la ley lo obliga.
Estas grandes empresas ayudan a redactar nuestras leyes
y ayudan a elegir a nuestros congresistas que aprueban
esas leyes. Entonces, estamos como en un juego donde nos
hacen trampa”, dice.