Los frágiles equilibrios de la vida

 

Paris amaneció claro, con un cielo transparente y ese aire fresco similar al de la primavera montevideana, que aun no llega, y que contrasta con el opresivo calor de las semanas precedentes en esta ciudad. Calor que no solo parece haberse llevado mas de 10.000 vidas en Francia, sino que puso en jaque a la clase política y tendrá un poderoso impacto en la sociedad francesa, cuando vuelva de sus vacaciones la próxima semana.

 

En todos los países europeos las cifras de mortalidad aumentaron con las temperaturas de comienzos de agosto pero en ninguna otra parte las personas mayores fueron tan castigadas como en las grandes ciudades francesas, especialmente en la región parisina. Una persona de cada mil de más de 60 años fue víctima de esta epidemia. También hubo cifras de mortalidad muy elevadas en España, en Italia, en Portugal, en cambio no las hubo en los países nórdicos. Es cierto que en Paris convergían diferentes factores, los techos de pizarra que calentaban a mas de 50° con las temperaturas de 40, los ciudadanos más pobres que viven en pequeñas habitaciones bajo esos techos, el clima continental de esta ciudad adonde muchas veces no hay ni un soplo de brisa, la elevación de la contaminación atmosférica y el cemento, todo es cemento en las grandes ciudades, adonde faltan espacios verdes.

 

Autoridades gubernamentales y partidos de oposición se intercambian acusaciones y responsabilidades políticas, pero esta tragedia pone también en tela de juicio el comportamiento social. Al día de hoy más de 300 cuerpos esperan en las morgues que algún familiar se presente para realizar la ceremonia fúnebre. Crisis política, pero también crisis de sociedad, de olvido de las personas mayores, abandonados a su suerte, cuando los desequilibrios de la naturaleza escapan a los mecanismos de seguridad de estas sociedades tan protegidas.

 

Cada año las fuertes variaciones climáticas aumentan la mortalidad de las personas más frágiles. Hasta hace unas décadas el calor amenazaba sobre todo a niños y lactantes pero las campañas de información en la población permitieron que esa mortalidad cayera prácticamente a cero. La catástrofe de Chicago, producida en 1995, donde murieron más de 700 personas en tres días por el calor, mostró que el riesgo de morir se multiplicaba por ocho cuando las personas vivían solas y disminuía por doce cuando disponían de aire acondicionado. En la región parisina se sumaron los riesgos. Las víctimas fueron los más frágiles, los más pobres, los que estaban solos, pero en el fondo planea ese terrible fantasma de una sociedad sin solidaridad transgeneracional, adonde cada uno no piensa más que en si mismo.

 

Pero además hubo factores climáticos agravantes, durante varios días la temperatura no disminuyó en las noches y la calidad del aire se deterioró rápidamente con el aumento de temperatura. Si bien este anómalo incremento de temperatura probablemente obedezca a las cíclicas variaciones climáticas, los especialistas de la atmósfera coinciden en afirmar que la temperatura del planeta no cesa de aumentar y que el efecto invernadero producido esencialmente por la acumulación de productos de la combustión, se encuentra en el origen de este calentamiento que será cada vez menos casual y mas prolongado.

 

Los equilibrios que permiten la vida en esta fina capa de la superficie terrestre son mutantes y efímeros. Basta un mínimo cambio, una perturbación insospechada en la complejidad de este sistema para que la vida se apague. Por eso llama profundamente la atención que frente a las dudas que puede generar un cambio tecnológico, económico, productivo, no se imponga como una ley general de protección de los frágiles equilibrios, el llamado principio de precaución. Un principio basado simplemente en el sentido común, no arriesgar cuando se duda, cuando no sabemos. Sobre todo cuando se juega la vida de la especie o elementos aún menos riesgosos pero muy significativos para la sociedad, como la calidad de los productos de consumo, la defensa de un sistema de producción o el derecho a elegir que tienen los ciudadanos.

 

Es difícil entender que deban oponerse argumentos contradictorios para probar o negar la existencia de riesgos, como en el caso de la autorización para plantar el controvertido maíz transgénico, cuando todo indica que lo mas apropiado sería definir un consenso nacional de precaución frente a los riesgos conocidos o desconocidos que representa. El país entero debería exigirlo, los gobernantes deberían adoptarlo como una sana actitud de protección de los intereses de su pueblo y de su economía.

 

No podemos permitirnos que estos temas se definan sin profundos análisis y elaboración por parte de los principales interesados, los consumidores, de los principales favorecidos o damnificados, los productores, para que de esa manera el gobierno decida, con la aprobación y el respeto de las mayorías, por el interés nacional. Porque aquí no se trata de una campaña electoral, no se están discutiendo ideas, se trata de definir con responsabilidad el futuro del país, y eso es asunto de todos.

 

El tema de los vegetales transgénicos no es nuevo y existe una amplia experiencia en otros países sobre estos temas. Y esa experiencia debería alimentar el debate nacional sin caer en la adopción de esos modelos externos.

 

Hay muy pocos países en el mundo que se definen como naturales. Lugares adonde las vacas aún comen pasto y los animales caminan por las praderas no quedan muchos, y los productores de miel, arroz, carne de ñandú o de novillo, lácteos, vegetales orgánicos parecen tener un inmenso futuro, especialmente si se logra preservar la calidad de esos productos.

 

El martes pasado el diputado Gustavo Guarino, refiriéndose a la complejidad del tema señalaba, “el Gobierno del Reino Unido ha instrumentado un nuevo mecanismo, el proceso llamado "de tres senderos", que transcurre en tres niveles: el debate público, la revisión de la información científica actual y un estudio económico de la relación costo beneficio. Diversos documentos sostienen que los organismos genéticamente modificados no son fines en sí mismos, sino que su uso debe ser contrastado con las políticas nacionales en agricultura y medio ambiente, ciencia, innovación y competitividad, seguridad, calidad de los alimentos y desarrollo internacional”.

 

Estas precauciones resultan esenciales para los países productores de alimentos, ya que los mercados compradores, adonde los consumidores tienen un rol muy activo en la toma de decisiones comerciales, están particularmente atentos a los problemas de seguridad alimenticia. La carne uruguaya que se exporta a Italia para producir alimentos para lactantes, la miel que representa 20 millones de dólares anuales de exportaciones y sustento para 3.500 productores, el cultivo de arroz que ubica al país como el quinto exportador del mundo, se perderán en una apuesta a los transgénicos, en la que nadie es capaz de cifrar los reales beneficios.

 

Uruguay fue calificado como el sexto país natural del mundo en el ranking de sustentabilidad ambiental por el World Economic Forum. Esto muestra que el futuro valor agregado de nuestros productos no está seguramente en los transgénicos, sino en la inteligencia aplicada a la preservación y la mejora de la calidad de los productos; que no son solo agrícolas, son también turísticos y sociales.

 

Por esta razón toda la sociedad debe elegir esa estrategia de desarrollo. Aquí no debe haber un debate de intereses sino confluencias en torno al sentido común, al futuro del país.

 

Si este maíz es sembrado y se siguen ampliando los terrenos destinados a la siembra de transgénicos, si el país sigue manejándose sin transparencia en este terreno, sin la opinión de todos los productores, de los consumidores, de la comunidad científica, el enorme esfuerzo que representó darle contenido al logo “país natural”, privilegio que pocas naciones del mundo pueden ostentar, dejará lugar a la idea de “Uruguay país bajo sospecha de transgénicos” y su cascada de repercusiones económicas y sociales.

 

Es muy grave disfrazar de coyunturales a problemas que son estructurales, pero que además tienen una fuerte proyección en el tiempo. Es así que se adoptan políticas, aparentemente sin consecuencias, que comprometen el futuro de la nación, inclusive en sus posibilidades de integración regional complementaria. Ya nadie puede creer que una acción local no tiene consecuencias mundiales. Por eso es importante que las sociedades se informen, trabajen y definan responsablemente las decisiones mas adecuadas para conformar el modelo de país en el que quisieran vivir, defendiendo los intereses de la vida. Estas decisiones no pasan por impulsos políticos o presiones de grupos económicos, sino por debates amplios y profundos donde todos los actores sociales busquen sus consensos.

 

Frente al riesgo de equivocarse e hipotecar el futuro del país en temas de tanta trascendencia, la mejor decisión gubernamental sería adoptar el principio de precaución, que seguramente obtendría el apoyo de todos los ciudadanos, pero además abrir las puertas de la investigación científica para conocer mejor la utilización de este evento transgénico en el medio natural uruguayo. Decisión, que a su vez, abriría los caminos de la esperanza sobre otro país posible, el de la participación ciudadana, responsable, solidaria, el único camino que permite a una sociedad construir el modelo de país en el que quisiera vivir.

 

Por eso la mejor decisión para el país es la que nos permite asegurar el presente, la que se encamina hacia los horizontes del progreso en la sociedad del conocimiento, la que preserva los frágiles equilibrios de la vida.

 

 

Dr. Fernando Lema

Científico Uruguayo

Investigador de la Unidad Inmunológica Estructural

Instituto Pasteur

Paris, Francia.

www.fernandolema.com.ar

 

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