Los Desastres:

Un producto social, no de la naturaleza

  

A partir del 29 de agosto de 2005 la comunidad internacional, en particular la de los EE.UU., ha estado confrontada con la crudeza y magnitud de la devastación producida por el Huracán Katrina. El huracán produjo una situación de catástrofe social para buena parte de las comunidades en Luisiana, Misisipi y Alabama. Se han reportado, hasta la fecha en que redactamos este artículo, cerca de 900 personas muertas, más de 500,000 personas refugiadas y pérdidas materiales estimadas en más de 200 billones de dólares. Los daños más dramáticos han ocurrido en la ciudad de Nueva Orleáns. El impacto del huracán ha tenido además un efecto muy profundo en el estado emocional de la mayor parte de la población norteamericana y de muchos otros a nivel del Planeta. El Pueblo norteamericano no ha tenido un precedente reciente de esta magnitud en cuanto a la cuantía de los daños materiales.

 

 

La cubierta periodística de este evento de forma reiterada alude a los daños causados por el huracán como un “desastre natural”. Esta expresión, que se encuentra entronizada en el vocabulario periodístico, técnico y gubernamental, puede tener el efecto de dirigir la explicación sobre la responsabilidad y justificación de las causas del daño al fenómeno que lo produce y no a la sociedad humana que construye las condiciones objetivas para que los desastres se materialicen. En la literatura se define a un desastre como un suceso provocado por factores naturales o por causas atribuibles a la tecnología o a negligencias de origen humano. Su severidad y magnitud genera una cantidad significativa de muertes, lesiones y daños a la propiedad pública y privada, así como a los sistemas y recursos naturales. Una situación de desastre no puede ser manejada mediante los procedimientos y recursos rutinarios con los que cuenta el gobierno. Las situaciones de desastre requieren que la sociedad ofrezca respuestas inmediatas, coordinadas y con gran efectividad por parte de distintas organizaciones del gobierno y del sector privado antes, durante y después del evento. Los desastres se diferencian de las emergencias, las cuales responden a situaciones rutinarias de accidentes e incidentes que pueden producir una relativa crisis a nivel local pero que se puede responder fácilmente para controlar y superarla utilizando los recursos con que cuenta la sociedad. Los desastres, como los producidos por Katrina, pueden producir un daño tan extenso y profundo en todos los órdenes de la estructura y funcionamiento de la sociedad que los mueve al umbral de la catástrofe. Un evento catastrófico produce daños que perduran por mucho tiempo y que requieren atención y apoyo de la comunidad internacional, tal como ocurrió con el maremoto en la región de Indonesia en diciembre de 2004.

Desde hace algún tiempo hemos insistido en que los desastres no son naturales ni tampoco “castigo de Dios”. Los desastres son construcciones sociales cuya incidencia se puede reducir o prevenir mediante procesos racionales de planificación en el uso del territorio y del desarrollo de la infraestructura pública. Allan Lavell (1996) define los desastres como “una ocasión de crisis o estrés social observable en el tiempo y el espacio, en que sociedades o sus componentes sufren daños o pérdidas físicas y alteraciones en su funcionamiento rutinario, a tal grado que exceden su propia capacidad de recuperación, requiriendo la intervención o cooperación externa. Tanto las causas como las consecuencias de los desastres son producto de los procesos sociales que operan al interior de la sociedad afectada”.

No tiene validez y es peligroso declarar los desastres como naturales porque ciertamente son producto de la insensibilidad e imprudencia que los humanos asignamos a nuestra relación con la naturaleza. Quizás no podamos controlar la fuerza y el efecto de las amenazas naturales, pero indiscutiblemente tenemos la capacidad y la responsabilidad de no construir sociedades vulnerables.


El concepto de desastre tiene una relación intrínseca con los conceptos de vulnerabilidad, amenaza (o factor de peligro) y el de riesgo. La amenaza se refiere a aquellos factores recurrentes que tienen la capacidad de alterar o destruir las estructuras e infraestructura que construye el humano y que puede, a su vez, provocar la muerte o lesiones, tanto físicas como emocionales a una población. Por su parte la vulnerabilidad se refiere a la propensión que tiene una población en sus procesos productivos, de asentamiento o de actividad cotidiana, cuando se expone al factor de peligro contenido en la amenaza. Según la intensidad, frecuencia de recurrencia y naturaleza de la amenaza que coincida en tiempo y espacio con una población vulnerable, así será el riesgo social a sufrir daño. En este sentido el riesgo se identifica a base de la probabilidad de que una comunidad, incluyendo las personas, estructuras físicas y sus sistemas productivos, le ocurra algo nocivo o dañino. Una población es más vulnerable en la medida que se hace susceptible a fenómenos con probabilidad alta de recurrencia y capacidad de producir daño. Estos conceptos de amenaza, vulnerabilidad y riesgo han quedado claramente expuestos en la situación de desastre ocurrida en Nueva Orleáns.

Se discute en círculos profesionales y en los medios noticiosos en Puerto Rico sobre la probabilidad de que se manifieste un desastre o catástrofe como el producido por Katrina en las costas del Golfo de México. Somos de opinión que durante las pasadas décadas en Puerto Rico se ha ido construyendo y propiciando las condiciones objetivas para un desastre mayor con posibilidades catastróficas. Desde el año 1928, cuando fuimos impactados por el Huracán San Felipe con una intensidad de categoría 5, hemos sido amenazados por ciclones de gran fuerza que, afortunadamente, al acercarse al territorio nacional se han desviado o se han debilitado. El daño que produjo el Huracán San Felipe todavía es recordado por nuestros viejos que lo sobrevivieron. La magnitud de sus vientos se ha estimado sobre 170 millas por hora. Sin embargo, es importante recordar que a esa fecha Puerto Rico tenía una población cercana al millón y medio de habitantes. A ese entonces, Puerto Rico no tenía un desarrollo urbano denso ni muchas construcciones dentro de planicies de inundación, en pendientes inclinadas susceptibles a deslizamiento o adyacente a la costa.

La población mayormente rural se refugió en “tormenteras” que resultaron adecuadas para resistir la violencia del fenómeno. Actualmente Puerto Rico tiene una población próxima a los 4 millones de habitantes, de la cual más de millón y medio vive en estos sectores de peligro. Es predecible que en la eventualidad del próximo impacto de un huracán categoría 5, la magnitud de las pérdidas de vida y propiedad serán cuantiosas. El gobierno de Puerto Rico no ha preparado planes de respuesta a desastres de esta magnitud. Tampoco las personas y las familias están concientes ni preparada para esta eventualidad. Ya no se construyen “tormenteras” separadas de las viviendas. La situación es más grave porque se continúa promoviendo y construyendo urbanizaciones y construcciones esenciales para la vida en las zonas de peligro, ignorando la vulnerabilidad a que se someten las mismas. Por ejemplo, todas las estructuras de generación eléctrica están a poca distancia del litoral costero.

Vemos una paradoja en relación al tiempo que transcurre entre el impacto de una amenaza natural o de un factor de peligro con capacidad catastrófica. Mientras mayor tiempo transcurra entre la manifestación de un evento con capacidad de impacto catastrófico, mayor será la magnitud del daño en la medida en que la población no reconozca el peligro y el Estado promueva el aumento en vulnerabilidad. Por otro lado, mientras más tiempo discurre entre dos fenómenos, como San Felipe y el terremoto de 1918, menos conciencia tiene la población sobre sus efectos, y más baja será la prioridad gubernamental para incorporar procedimientos de prevención y mitigación de daños.

Tal como ocurrió en Nueva Orleáns, la preparación para prevenir y enfrentar estos desastres se ha formulado para un huracán de categoría 3 ó de menor intensidad. De hecho, en Puerto Rico los códigos de construcción en lo que respecta al viento establecen requisitos para que las estructuras que van a ser ocupadas por seres humanos resistan vientos menores a las 110 millas por hora. Prácticamente todas las estructuras existentes construidas y utilizadas como residencias o albergues en Puerto Rico responden a este criterio de resistencia al viento, de manera que se puede anticipar el potencial de un daño notable a las mismas cuando se expongan a vientos sostenidos mayores de 155 millas. Recientemente la Academia Nacional de Ciencias de los EE.UU. ha publicado un informe donde se confirma que la frecuencia de formación de huracanes de intensidad 4 y 5 se ha incrementado notablemente a partir de 1970. Este hallazgo parece validar la hipótesis sobre el efecto del calentamiento del Planeta en la incidencia del número e intensidad de los huracanes. De ser así, la probabilidad de que un evento de esta categoría impacte a Puerto Rico irá en aumento en el futuro. Es decir, con el aumento en vulnerabilidad producto de un desparrame urbano y procedimientos irracionales de toma de decisiones sobre el uso del terreno y la probabilidad mayor de huracanes intensos, el riesgo a que se manifieste un desastre o situación catastrófica es cada vez mayor.

Tomando en cuenta lo arriba expuesto, no tiene validez y es peligroso declarar los desastres como naturales porque ciertamente son producto de la insensibilidad e imprudencia que los humanos asignamos a nuestra relación con la naturaleza. Quizás no podamos controlar la fuerza y el efecto de las amenazas naturales, pero indiscutiblemente tenemos la capacidad y la responsabilidad de no construir sociedades vulnerables. Puerto Rico está a tiempo de evitar una próxima catástrofe social.

 

Félix I. Aponte Ortiz

3 de octubre de 2005

Tomado de ortiga.org

 

 


*El autor es catedrático de la Escuela Graduada de Planificación de la Universidad de Puerto Rico y fue vicepresidente de la Junta de Planificación de Puerto Rico.

  

 

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