Tal vez sea por efecto de una mayor sensibilidad de los
consumidores -impactados en su momento por las
investigaciones de otra ONG (Global Witness) en torno
a los "diamantes ensangrentados" que alimentan
mortíferos conflictos en África, como los de Sierra
Leona o Angola-, pero lo cierto es que hoy se plantean
cada vez más requisitos éticos frente a lo que
consideramos como "símbolos del amor eterno".
Los diamantes manchados de sangre y el oro asociado al
deterioro ecológico y a graves violaciones de los
derechos humanos constituyen apenas dos caras del
mismo fenómeno, mostrando el alto costo social de los
artículos de lujo, a los que los expertos en marketing
trataron de vincular con conceptos como la
"durabilidad" y la "pureza"... y el tiro les está
saliendo por la culata.
La campaña "No Dirty Gold" (No al oro sucio) lanzada
recientemente por la sección estadounidense de Oxfam
busca sacudir los cimientos mismos de la minería de
oro, que destaca entre las industrias extractivas de
por sí contaminantes por su alto costo medioambiental:
basta con saber que para fabricar un solo anillo de
oro de 18 quilates se generan ¡20 toneladas de
desechos!
A ello se añade el daño de las aguas subterráneas, los ríos
cercanos, zonas marinas de alta biodiversidad, debido
a la presencia de sustancias extraordinariamente
dañinas en su proceso tecnológico, como es el caso del
ácido sulfúrico que libera de las rocas elementos
peligrosos para la salud, como el arsénico, el cadmio,
el mercurio o el plomo.
En numerosas zonas de minería de oro intensiva las aguas
subterráneas muestran índices de acidez más altos que
el ácido de baterías, constituyendo un peligro de
contaminación prácticamente imposible de erradicar por
muchas generaciones.
Uno de los desastres ecológicos más graves de los últimos
años en América Latina ocurrió en 1995, cuando 3 mil
millones de litros cúbicos de aguas contaminadas
fueron vertidos al río Omai, en Guyana, tributario del
Esequibo, principal vía fluvial de ese país. Según
primeros reportes, el contenido de cianuro de las
aguas del Omai sobrepasaba 140 veces el límite
considerado como letal por la Agencia estadounidense
para la Protección Medioambiental (EPA).
Tampoco otras zonas del mundo escapan de los efectos
desastrosos de los métodos empleados en esa industria.
Ejemplo de ello es el Ok Tedi River, de Papua Nueva
Guinea, donde la empresa Broken Hill Properties en su
mina de oro y cobre vierte diariamente 80 toneladas de
desechos sólidos. Un estudio financiado por la propia
industria afirma que si el vertido continúa al mismo
ritmo, para 2010 -año del cierre previsto- el
sedimento en el río alcanzará 1.072 millones de
toneladas, ¡equivalente al peso de 4.712 edificios
idénticos al Empire State Building!
Además de los daños ecológicos, la minería de oro provoca
también graves violaciones de los derechos humanos
mediante desplazamientos forzados de las poblaciones
para asegurar la explotación, generando cada vez
mayores protestas
Entre los casos más recientes se destaca el de la mina
Yanacocha, de Perú, operada por la empresa
estadounidense Newmont Mining Company, la segunda mina
de oro más grande del mundo, superada sólo por la
Grasberg Mine de Indonesia. Para maximizar la
producción, la compañía pretende expandir sus
actividades a la vecina montaña Qilish, con el riesgo
de contaminar sus acuíferos que aseguran el
abastecimiento de agua potable de unas cien mil
personas de la zona de Cajamarca.
Otro ejemplo elocuente, del mismo país, es el de la mina de
Tambogrande, en el valle de San Lorenzo, una próspera
zona de fruticultura que produce casi la mitad de los
cítricos del Perú. En 1999 la compañía canadiense
Maniatan Minerals propuso demoler la ciudad entera,
relocalizando la mitad de la población para crear una
mina a cielo abierto en su lugar.
En un referéndum -no vinculante- celebrado en junio de 2002,
un 93% de los votantes se opuso al proyecto y tras
múltiples protestas, en diciembre de 2003, el gobierno
de Perú rechazó formalmente la propuesta por falta de
estudios de viabilidad ecológica, gracias a la presión
de los grupos ambientalistas. Con ello, sin embargo,
difícilmente se puede dar por zanjado este conflicto,
ya que los enormes beneficios de la industria
seguramente generarán nuevos planes para apoderarse de
la zona.
Tampoco las áreas bajo protección escapan a los intentos de
extracción de oro, como es el caso de Esquel, una
población argentina de la Patagonia, de unos 30 mil
habitantes, donde la compañía
estadounidense-canadiense Meridian Gold busca abrir
una mina a cielo abierto, en una zona de ecoturismo,
el Parque Nacional "Los Alerces", famoso por sus
coníferos de más de dos mil años, y donde hace pocas
semanas un 88% de la población votó en contra de este
proyecto.
Todo ello ensombrece el resplandor de nuestras joyas y hace
menos creíbles los eslóganes publicitarios que tanto
influyen no sólo en nuestros hábitos de compra sino
también en los valores de muchas personas. Por suerte,
y gracias a este tipo de campañas, su brillo ya no
causa tanta ceguera como antes.
Edith Papp
Agencia de
Información Solidaria (AIS)
31 marzo de 2004