Acaba de hacerse público en Viena, durante una reunión de la
Unión Geofísica que, contrariamente a lo que se creía,
continúa deteriorándose la capa de ozono la cual situada a
una altura de entre 25 y 30 kilómetros, nos protege de la
radiación ultravioleta procedente del Sol, una radiación que
entre otros muchos efectos puede dañar a la vista y a la
piel, produciendo en ella cánceres, mal que está aumentando
alarmantemente.
La voz de alarma se había dado ya en 1985, cuando se detectó
en la atmósfera sobre la Antártida una rápida disminución de
ozono un, como vino en denominarse, gigantesco "agujero de
ozono". Antes (1970-1974), los químicos Paul Crutzen, Mario
Molina y Sherwood Rowland -que recibieron por sus
investigaciones el Premio Nobel de Química de 1995- habían
demostrado que compuestos formados durante procesos de
combustión, así como los tristemente célebres
clorofluorocarbonos (CFC), empleados como propelentes,
podrían afectar seriamente al ozono atmosférico, iniciando
procesos de destrucción que se mantendrían de manera
automática.
En 1987, ante la gravedad de los hechos observados, la ONU
redactó el denominado Protocolo de Montreal, que reclamaba
una reducción del 50% en las emisiones de CFC para 1999,
aunque ante el aumento de las evidencias pronto se exigió
una prohibición total en el empleo de estos gases,
adelantándose la fecha de entrada en vigor del acuerdo a
1996. Así se hizo y todo parecía ir bien, aunque algunas
estimaciones señalaban que ya se había perdido entre el 10 y
el 15% de la capa de ozono, y no había que olvidar que el
cloro destructor de ozono que ya estaba en la atmósfera no
iba a desaparecer de la noche a la mañana; habría, se
pensaba, que esperar unos 50 años, pero el camino esta
despejado para erradicar el problema.
A grandes alturas ha desaparecido el 50% de la
capa de ozono, el nivel más bajo que se ha
detectado desde que comenzaron a realizarse
mediciones. |
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Y ahora llega la noticia de que nuestras esperanzas eran sólo
eso, esperanzas, vanas ilusiones. Piensan ahora los
científicos que la causa de que la capa de ozono continúe
disminuyendo es consecuencia secundaria del cambio
climático: al aumentar los gases de efecto invernadero (que
se producen sobre todo en fábricas y en la combustión de los
combustibles de los automóviles), el aire atrapa más calor
en las capas bajas de la atmósfera, con lo que aumenta en
ellas la temperatura, algo que todos estamos experimentando
desde hace tiempo; pero en las capas más elevadas se produce
el efecto contrario, disminuyendo la temperatura del aire,
lo que hace que se formen nubes de hielo a una altura de
unos 24 kilómetros, justo en la zona en la que se encuentra
la capa de ozono. Y esas nubes facilitan los procesos
químicos que eliminan el ozono. Este año se ha producido un
número mayor de esas nubes, que han permanecido durante más
tiempo de lo que había sucedido, parece, en el pasado.
El resultado es que a grandes alturas ha desaparecido el
¡50%! de la capa de ozono, el nivel más bajo que se ha
detectado desde que comenzaron a realizarse mediciones.
En cierto sentido es bueno que nos encontremos con este
resultado, ya que nos muestra con dramática claridad que no
hay soluciones parciales al problema de la degradación de la
naturaleza y atmósferas terrestres. Que si realmente
queremos luchar contra la contaminación que asola nuestro
planeta no habrá, no hay, más solución que plantearse
acciones globales, en la que todos los países se impliquen.
Nadie puede poner fronteras a las corrientes atmosféricas o
a las marinas, ni limitar a una región determinada a las
nubes que derraman la que debería ser pura benéfica agua, no
envenenada por productos artificiales nocivos para la vida
tanto vegetal como animal. Acciones globales que,
evidentemente, cambiarán en aspectos muy importantes
políticas nacionales e internacionales al igual que modos de
vida.
No podemos exigir a los habitantes de países que apenas
tienen que comer, y que son diezmados por todo tipo de
enfermedades, que conserven sus bosques y biodiversidad como
nos gustaría a los bien atendidos ciudadanos del mundo más
próspero. Es preciso distribuir la riqueza. Que EEUU, la
nación más poderosa y rica de la Tierra, no haya firmado
todavía -ni tenga ninguna intención de hacerlo- el Protocolo
de Kioto es algo que ofende tanto a la moral como a la
dignidad, aparte de constituir una flagrante miopía, puesto
¿qué futuro espera a sus ciudadanos -y a los de todos los
países- en un planeta donde las temperaturas hayan aumentado
tanto que mares y océanos invadan vastos territorios antes
secos; en el que innumerables bosques, humedales o glaciares
desaparezcan, y en donde la contaminación envenene nuestros
pulmones?
José
Manuel Sánchez Ron *
Centro de
Colaboraciones Solidarias
16 de mayo
de 2005
* Miembro
de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la
Ciencia de la Universidad Autónoma de Madrid.