No es ninguna novedad; más aún, es una de las frases más
reiteradas y olvidadas de los últimos años: “El
principal problema ambiental del mundo es la
pobreza”. Otra forma de decirlo es anotar que
850 millones de personas viven con hambre, y de
ellas más de la mitad son niños y niñas. Y
pueden usarse otras formulaciones similares para
poner en cifras, gráficas y presentaciones en
Power Point lo que, en definitiva, se puede
resumir como “injusticia”.
Este año el Día Internacional del Ambiente se conmemora simultáneamente con la realización en Roma
de la Cumbre Mundial de la FAO sobre
seguridad alimentaria (3 y 4 de junio). Allí, el
secretario general de la Organización de las
Naciones Unidas (ONU), Ban Ki Moon,
insistió en dar palos de ciego llamando al mundo
a “aumentar un 50 por ciento la producción de
alimentos hacia 2030 para paliar la crisis
alimentaria mundial”. Aunque, en realidad, sus
palos no son de ciego sino de tuerto, porque
siempre van para el mismo lado. El Banco
Mundial, por su parte, cuya visión es
perfecta, advirtió en el mismo foro que otros
100 millones de seres humanos corren riesgo
inminente de sumarse a las huestes de famélicos.
Ban Ki Moon
sabe -debería saber, al menos- que el hambre en
el mundo no es causado por la escasez de
alimentos, sino por la falta de dinero para
adquirirlos. Nadie ve aglomeraciones o largas
filas en las puertas de los supermercados, de
los almacenes minoristas de los barrios o a la
entrada de las ferias vecinales, allí donde se
venden los alimentos. Las aglomeraciones de
humanos empobrecidos están en los cinturones de
las ciudades y los pueblos, donde lo único que
se puede acumular son hijos y sueños castrados.
Las largas filas están, sí, en las puertas de
las fábricas, de los comercios, de las plantas
industriales y agroindustriales, allí donde
existe una expectativa de empleo aunque sea
efímero, aunque sea semi esclavo, aunque sea
inhumano.
Ban Ki Moon
asume los intereses de los sectores más
opulentos del planeta, y usando un tono que
podría ser asimilado por los incautos a una
protesta, reclama más de lo mismo, mucho más.
Porque también pide compromisos estatales a fin
de que se acelere la producción de
agrocombustibles para aliviar la factura
energética del planeta y empezar a frenar,
dicen, el cambio climático.
La naturaleza perversa, cruel, egoísta del capitalismo
produce este tipo de cinismos, más aún, no
podría existir sin ellos. La historia de los
últimos siglos está repleta de ejemplos que lo
demuestran, desde el origen del Día de Acción de
Gracias en Estados Unidos, cuando en
1621, más de 100 años antes de la Revolución
Industrial, los nativos Wampanoag
salvaron de la muerte por inanición a los
primeros colonos ingleses desembarcados del
Mayflower en las costas de Massachussets,
compartiendo con ellos sus reservas de alimentos
para el invierno, enseñándoles a cazar el pavo
silvestre y dotándolos de semillas ya adaptadas
a esa tierra y ese clima.
Apenas 50 años después sólo quedaban vivos 400 Wampanoag,
exterminados durante los conflictos desatados
por las sucesivas y constantes olas de
inmigrantes provenientes de los mismos países
europeos que, hoy, criminalizan a los refugiados
del hambre transformados en inmigrantes
clandestinos, en sombras humanas de los
arrabales de Londres, Madrid,
Roma, París o Berlín.
Ban Ki Moon
hace propuestas, pero envenenadas, y exige “el
aumento de la asistencia a través de la ayuda en
comida, vales o dinero”. Nadie ha olvidado que
en 2002, cuando en varios países del sur de
África se producía una escasez severa de
alimentos, los mismos hambrientos rechazaron la
“ayuda” alimentaria que consistía, nada más y
nada menos, que en los excedentes de maíz
transgénico que el gobierno de Estados Unidos
compra a precio de oro a sus granjeros
subvencionados. “Para qué queremos maíz, si ni
siquiera lo cultivamos”, dijo astutamente
Mundia Sikatarsa, entonces ministro de
Agricultura de Zambia, y propuso comprar
mandioca, un alimento conocido por el pueblo y
que, bien conservado, serviría como semilla para
encarar con esperanza la siguiente temporada.
Los Ban Ki Moon del mundo, y sus mandantes, por un
lado quieren convencernos de que los alimentos
no alcanzan porque los que antes no comían ahora
están empezando a hacerlo -como China e
India-, y por otro nos dicen que habrá
cada vez más famélicos. El mensaje implícito es
que los pobres les quitan la comida a los más
pobres. La verdad, otra vez, perversa y cruel
que pretenden ocultar es que los empachados
quieren estarlo aún más, y más, y más…
Empachados de poder y de frivolidad, de consumo innecesario y
de vanidad, de lujo y despilfarro, de egoísmo e
insignificancia: la acumulación del planeta rico
es posible gracias al robo contra el planeta
pobre. Europa prodiga más de mil millones
de dólares diarios en subsidios agrícolas, y en
2005 Estados Unidos gastó más de 500 mil
millones de dólares sólo en armamentos, un rubro
en el cual ese año el planeta decidió
despilfarrar más de un billón (esto es, un
millón de millones) de dólares.
Cuando el mundo empieza a admitir que las advertencias
largamente ignoradas sobre los cambios en la
atmósfera que venía provocando el modelo
industrial de crecimiento ilimitado pondrían en
riesgo la supervivencia humana, el coro de los
opulentos, empachados y perversos reclama más
tierras para producir combustible.
Esa tierra está aquí, en el sur del mundo, porque aquí hay
espacio -aunque sea robándoselo a la selva- hay
sol y agua. No acceden a rebajar sus niveles de
consumo y de acumulación. Quieren que
produzcamos lo que necesitan, cuando lo
necesitan y de la manera que los enriquezca aún
más.
Somos los Wampanoag de hoy. Pero nosotros estamos
advertidos, sabemos qué ocurrirá y podemos
evitarlo.
En este 5 de junio, Día Internacional del Ambiente, habremos
dado un paso más en la resistencia contra la
crueldad y la perversidad al instalar más
profundamente en nuestras conciencias, y al
difundirlo entre todos y todas los Wampanoag
del mundo, que el principal problema ambiental
que padecemos es el capitalismo.