Paraguay

Campesinos sin tierra, sin agua y sin cielo

 

Es cosa de todos los días. Cada mañana los diarios reflejan en su portada algún hecho relacionado con la toma de tierras por grupos de campesinos desesperados, a veces también organizados. No es un movimiento novedoso, pero desde hace algunos meses las invasiones de latifundios se han multiplicado notablemente. Ya no se trata de un fenómeno esporádico, sino de una alternativa, quizás la única, para más de 300 mil familias expulsadas del campo.

 

La estructura actual de la propiedad de la tierra en Paraguay reposa sobre bases construidas al fin de la Guerra de la Triple Alianza, en 1870.1 Para pagar la cuantiosa “deuda” que el derrotado había adquirido con los vencedores, los sucesivos gobiernos fueron malvendiendo las tierras fiscales que al principio de la guerra constituían el 80 por ciento del territorio paraguayo, y apenas 30 años después quedaba sólo la mitad. Se calcula que entre 1870 y 1914 el Estado privatizó 26 millones de hectáreas, en su mayor parte en favor de tres corporaciones extranjeras, brasileñas y argentinas. Algunos personajes locales también dieron suculentos manotazos. Aún hoy existen estancias de 80 mil hectáreas, y hay familias que ignoran cuánta tierra poseen con precisión.

 

En la contracara, millones de campesinos luchan por su supervivencia en predios que van desde unos centenares de metros cuadrados hasta tres o cuatro hectáreas. Su estrategia de cultivos es esencialmente la misma de los guaraní que ocupaban ese suelo hace 500 años: plantar algodón, mandioca, maní u otros granos, maíz y zapallo. Los que han logrado acumular un pequeño capital tienen una o dos vacas lecheras, algunas gallinas para carne y huevos. Allí está la base alimentaria del campesinado paraguayo.

 

Feudalismo y vasallaje

 

Esta base, sin embargo, no siempre es fácil de alcanzar. Ilusionados cada año por una buena cosecha de algodón (el único cultivo que realmente les proporciona un ingreso monetario “seguro”), los campesinos suelen dedicarle la mayor parte de la tierra y de sus energías. Pero una estructura empresarial mafiosa montada alrededor de la producción de algodón termina invariablemente reduciendo a los agricultores a una esclavitud apenas disimulada, a la que sólo le falta el nombre. Insumos adelantados a cobrar post cosecha, monopolio del acopio del algodón bruto (y por ende del precio), relaciones locales feudales, monopolio de la exportación: “Todo es una cruz”, como cantó Julio Sosa en “Nada”. Esto es, todos los males del minifundio sumados con la explotación salvaje ejercida por una clase feudal y mafiosa.

 

En esquema

 

La mitad de los seis millones de habitantes vive en el campo. Más de un millón y medio están desocupados o subocupados. De los 2,5 millones de ocupados, sólo 850 mil son asalariados y de estos 330 ganan menos de un salario mínimo. Los demás son “cuentapropistas”. La evasión fiscal se calcula en un 60 por ciento. Casi la mitad de la población no satisface sus necesidades básicas y 1,4 millones están en la indigencia. La mitad de las mujeres pobres paren sin asistencia médica. Casi la mitad de los niños menores de cinco años no tienen la talla y el peso adecuados para su edad. De cada diez niños sólo cinco terminan la escuela. De cada diez personas sólo 3 acceden a la salud pública. El 80 por ciento de la tierra está en manos del 1 por ciento de la población.

 

 

Es en este contexto en el cual se agregó en los últimos cinco años una creciente presión por la propiedad de la tierra ejercida desde empresas y corporaciones, nacionales y extranjeras –sobre todo brasileñas–,2 cuyo principal interés radica en la ampliación de la llamada “frontera de la soja”, cultivo que viene creciendo a un ritmo de 10 por ciento anual. En la actualidad, casi 2 millones de hectáreas están ocupadas con la soja transgénica RR, lo que significa más de la mitad del total de la tierra cultivada en Paraguay. Este país es el cuarto exportador mundial con 4 millones de toneladas anuales.

 

En el campo, en las comunidades campesinas, este terremoto se manifiesta en las compras masivas de minifundios por parte de empresas inversoras. Los agricultores reciben el dinero al contado: 500 dólares la hectárea. Para ellos es una fortuna, un lago de sueños, el pasaje a la ciudad con pequeño comercio incluido. Para los compradores son gotas de agua en el océano, negocios redondos. Las huertas, los corralones, las exiguas praderas, los bosques, los ranchos y hasta los caminos y las casas, todo es arrasado por las avionetas rociando Paraquat y Glifosato, dos potentes herbicidas, y detrás de ellas las máquinas de siembra directa completan la obra. Donde antes se expresaba una cultura ancestral, pobre y opulenta al mismo tiempo, sólo queda un capital especulativo con raíces volátiles. Es lo que en Paraguay se ha llamado “la sojización” del medio rural.

 

Miles y miles de nuevos expulsados del campo migran hacia la ciudad, que los recibe con los brazos cruzados. Crecen así las nuevas aglomeraciones humanas de una miseria indecible en el cinturón de Asunción, como El Bañado, mucho menos que un asentamiento con más de 15 mil familias, y en expansión constante. La actividad industrial es casi inexistente, sustituida por el contrabando masivo. No hay trabajo. Tampoco estadísticas reales. Los campesinos que intentan resistir la sojización pronto se encuentran asfixiados en islotes incongruentes, y sus cultivos no prosperan atacados por los herbicidas que los vecinos diseminan desde el aire en abundancia y sin ningún control. Su propia salud sufre las consecuencias de la contaminación. Entre la muerte y la muerte, cada vez más eligen las invasiones de tierras fiscales o de latifundios privados, una tercera opción, la última antes de El Bañado.

 

La resistencia

 

La Federación Nacional Campesina (fnc) agrupa a pequeños y medianos productores y a campesinos sin tierra, y ha promovido varias ocupaciones de tierra. Según el criterio definido por la fnc sólo se deben ocupar las estancias de más de 3 mil hectáreas, ya que se trata claramente de latifundios. “En este momento –dice Marcial Gómez, secretario general adjunto de la fnc– la invasión es la única manera de presionar para acceder a la tierra. El gobierno asumió un compromiso con nosotros de distribuir unas 12 mil hectáreas en diversas zonas del país donde hay compañeros organizados esperando que esto se concrete. De lo contrario, entrarán en acción. Para nosotros –continúa Gómez– es igualmente importante la resistencia que estamos desarrollando contra la extensión de la soja, que está vaciando nuestro campo. Consideramos que este es un problema gravísimo. En enero pasado hemos tenido dos compañeros asesinados en Caaguazú por resistirse a las fumigaciones aéreas que destruyen sus cultivos. Muchas veces las fumigaciones de los predios de las comunidades se hacen con la intención de condenarlos al hambre para poder expulsarlos más fácilmente.”

 

Si bien la mayor parte de las invasiones, o “intentos” de ocupación se desarrollan actualmente sin violencia, las víctimas de la represión contra los campesinos se cuentan por decenas en los últimos años. En algunos casos, la policía local actúa sin tapujos como banda armada de los poderosos.

 

“La Asociación Rural del Paraguay que agrupa a los latifundistas –señala Marcial Gómez– nos acusó siempre de una gran variedad de crímenes para confundir a la sociedad, y presionar al gobierno y a la justicia para que se nos castigue. La ley debe estar a favor de la sociedad, y la forma de practicar el derecho a la propiedad que tienen ellos atenta contra el desarrollo del país y del pueblo. Así que nuestra lucha es también para que la ley se adecue a la realidad de la gente. Es imposible que detengan este reclamo por tierra –anuncia el dirigente campesino– porque es la única carta que nos han dejado”.

 

El padre Oliva, a quien todo el Paraguay llama Paí, es un veterano sacerdote jesuita nacido en España y paraguayo por opción. Su papel social ya era relevante antes del “Marzo paraguayo” de 1999, pero en esa ocasión su valentía y consecuencia lo elevó a la categoría de un cuasi héroe nacional. Resistido por los sectores más reaccionarios del catolicismo local, el Paí no tiene pelo en la lengua. En su opinión la razón de las invasiones de tierra es “la tremenda desigualdad social que hay en este país, donde apenas un pequeño puñadito de personas acapara casi todo el ingreso nacional. Acá hay plata, pero está toda en el extranjero. No son empresarios, son ricos, que es distinto. No saben invertir, hacer inversiones productivas. La distribución desigual de la tierra confinó al campesinado a las peores áreas, y producir les cuesta mucho. Aquí habría que hacer un reordenamiento total de la tenencia de la tierra, pero eso se llama reforma agraria y los terratenientes le tienen miedo a eso. Los campesinos, entonces, ocupan tierras, y a veces tienen suerte y el gobierno expropia, pero a veces lo sacan a palo o a bala. Lo que debemos preguntarnos –señala el sacerdote– es para qué nos servirá la tierra si no hay rutas, no hay semillas, no hay ayuda técnica, no hay mercado. La lucha por ahora se da en el nivel primario, pero pronto comenzará también en este otro aspecto.”

 

En el Paraguay aparentemente sojuzgado y sometido a las mafias de turno se cuece un caldo a fuego lento. Un 60 por ciento de la población tiene menos de 30 años, y a pesar de que entre los poderosos las rencillas de gatos no acaban nunca, abajo, en el mercado y en las calles, en las aulas y a la sombra de los árboles, el pueblo perdió el miedo de hablar consigo mismo. Dialogar es planear.

 

Carlos Amorín

© Rel-UITA
14 de mayo de 2004

 

NOTAS


1 - “La guerra había sido tan larga y tan dura que el Paraguay quedó arrasado, aniquilado: había perdido la mitad de su población, de los hombres sobrevivió un 20 por ciento de los cuales la mayoría eran ancianos, niños y mutilados. La aplicación del tratado de la Triple Alianza le significaría la pérdida de 150 mil km2 de su territorio”. En “Compendio de historia paraguaya”, de Julio César Chaves. Carlos Schauman – Editor. 1998

2 - Estimaciones conservadoras aseguran que la mitad de las tierras agrícolas paraguayas están en manos de extranjeros

 

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