En el
mundo rural, la crisis del siglo XXI muestra que son muchos
los campesinos de Asia, África y América Latina que se ven
en la ruina. El control monopólico de los granos
genéticamente modificados, el precio de fertilizantes y el
escaso acceso a los créditos son obstáculos insalvables para
salir adelante. Familias al completo emigran o se
transforman en jornaleros temporales, trabajando para las
transnacionales agroindustriales en monocultivos y con
sueldos de miseria
La gran depresión de los años 30 del siglo XX
forma parte de la historia del capitalismo. Quienes mejor
captaron el drama humano de la crisis fueron reporteros,
literatos y cineastas. Un buen ejemplo lo constituye
Las uvas de la ira, novela escrita en 1939 por
John Steinbeck y adaptada al cine en 1940 por
John Ford. Sus personajes son el testimonio vivo de la
tragedia que afectará a familias enteras.
Steinbeck supo tomar el pulso de una época, cuya moneda de
cambio para empresarios y banqueros fue la especulación y la
usura. A río revuelto, ganancia de pescadores.
Más allá de los protagonistas, la trama
reconstruye la historia no sólo de
Estados
Unidos, sino del capitalismo mundial. Centrada
básicamente en el ámbito rural, narra la manera por la cual
miles de campesinos se vieron obligados a malvender sus
propiedades para hacer frente a las deudas e hipotecas
bancarias. Sus acreedores se frotaron las manos. En una
operación especulativa se quedaron con las tierras y cuanto
apero de labranza estuviese en las granjas. Pero eso no fue
todo. Introdujeron el monocultivo del algodón cambiando el
ciclo vital del uso de las tierras. Las cosechas y el clima
no acompañaron. Los frutos de la operación especulativa
menguaron y ante la perspectiva de perder dinero los
banqueros optaron por revender las tierras a los emigrantes
que huían de las grandes ciudades por falta de trabajo y los
cierres patronales.
El negocio fue redondo. Los únicos que no perdieron fueron
los especuladores.
En el mundo rural, la crisis del siglo XXI
muestra extrañas semejanzas. Son muchos los campesinos de
Asia, África y América Latina que se ven en la ruina. El control monopólico de
los granos genéticamente modificados, el precio de
fertilizantes y el escaso acceso a los créditos son
obstáculos insalvables para salir adelante. Familias al
completo emigran o se transforman en jornaleros temporales,
trabajando para las transnacionales agroindustriales en
monocultivos y con sueldos de miseria.
Otros ni siquiera se plantean dichas opciones. Su
elección es más descarnada. Ante un futuro sin perspectivas,
arruinados y llenos de deudas, el suicidio se convierte en
alternativa y forma de protesta. En Cancún, en 2003,
mientras se celebraba la Cumbre de la
OMC, un campesino de
Corea del
Sur,
Lee Kyung
Hae, optó por ese camino. Con una navaja se traspasó
el corazón. Una forma de liberarse definitivamente del
círculo de la pobreza. Pero no es un caso aislado. Las
cifras son alarmantes. Pero hubiesen pasado desapercibidas
si el heredero de la corona británica, príncipe
Carlos, no
las hubiese hecho visibles, responsabilizando, además, a las
grandes compañías de transgénicos de tales suicidios. Sus
palabras son elocuentes:
la tasa
verdaderamente atroz y trágica de suicidios de los pequeños
campesinos en India es producto del fracaso de muchas
variedades de cultivo de transgénicos.
Sólo en
India se detectaron por la organización
Global Research, entre 1993 y 2003, unos 100 mil suicidios y
la cifra aumentó llegando a 150 mil más en el trienio
2003-2006. Es decir, un promedio de 30 suicidios diarios de
campesinos durante 13 años. Para ocultar la verdad,
compañías como
Bayer o
Monsanto pagan a universidades, investigadores,
científicos de distintas disciplinas, sociólogos,
antropólogos y sicólogos sociales, para redactar informes
que nieguen la relación existente entre siembras de
transgénicos y el aumento de los suicidios. Para este
conglomerado de expertos las causas se encuentran en el
alcoholismo, las sequías, el cambio climático o la pobreza
rural. Por consiguiente, sus elaborados dossieres no prestan
atención a los medios que utilizan los campesinos para
quitarse la vida. Éstos ingieren grandes dosis de
insecticidas, prolongando el dolor y la agonía. En
América
Latina no hay estadísticas registradas, pero el
panorama no es del todo diferente.
A lo anterior debemos agregar las muertes por
intoxicación de miles de campesinos al utilizarse
agrotóxicos en la producción. Según la
FAO,
los plaguicidas son causantes de 20 mil muertes
accidentales al año y de 200 mil suicidios. En esta línea se
manifiesta también la
OIT, llegando a subrayar que
en
el año 1994 hubo entre dos y cinco millones de
envenenamientos por plaguicidas en sólo 40 mil propiedades
examinadas. Los datos son concluyentes. Vía Campesina lleva
denunciando esas atrocidades más de una década. Lo que
encuentra como respuesta es la represión, el silencio o la
indiferencia. No hay interés por parte de gobiernos u
organismos internacionales en revertir la situación.
Si los pequeños y medianos campesinos sufren las amenazas de
las transnacionales de los transgénicos, en todas sus
variantes, maíz, trigo, soya, etcétera, hoy les ha surgido
un potente enemigo con tentáculos más largos y objetivos más
ambiciosos. En sus tripas se entremezclan intereses
especulativos de empresas hidroeléctricas, farmacéuticas, de
la construcción, los seguros, los bancos, la alimentación,
la prospección de materias primas, petróleo, gas natural,
agua, minerales, etcétera. Un conglomerado devastador. Su
objetivo es múltiple. No se trata de un mero ejercicio de
extracción, explotación, distribución y comercialización de
materias primas o riquezas naturales. Se busca controlar el
proceso, desde el proyecto de inversiones, prospectiva,
investigación, diseño y actividades complementarias. Es el
nacimiento de los megaproyectos.
Su puesta en práctica trae consigo efectos
perniciosos e irreversibles en la naturaleza, la flora y la
fauna autóctona, y el medio físico, urbano o rural. Donde se
establecen, destruyen el entorno sin importarles las
consecuencias de mediano y largo plazos. Sus propuestas
cuentan con la complicidad y beneplácito de los gobiernos.
Presas hidroeléctricas, autopistas, aeropuertos diseñados
por arquitectos de renombre, complejos donde se une la
construcción de urbanizaciones de lujo, centros de ocio,
campos de golf y lagos artificiales. En definitiva, un
atentado ecológico. En esta línea encontramos el plan
Mesoamérica, la extracción de oro en
Pascua
Lame
Chile -
Argentina, la represa de
Ralco y las proyectadas por
Endesa en La Patagonia. Iniciativas especulativas de
corto recorrido pero con pingües beneficios. En su
desarrollo y expansión podemos observar la síntesis actual
entre las empresas transnacionales y el poder político.
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