El capitalismo moderno, basado
en el uso de mano de obra asalariada, no nació en las ciudades, aunque en éstas
las actividades mercantiles y financieras fueron comunes. Adam Smith, en
su monumental Investigación sobre la
naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, hizo ver que los
primeros capitalistas de Inglaterra fueron los arrendatarios de tierras
pertenecientes a los landlords
(terratenientes) y que, para trabajarlas, empleaban mano de obra asalariada.
Entonces nació el concepto de renta, que Smith desarrolló y que Marx
redondeó en El capital. El
mismo Marx anotaría, en su manuscrito sobre las formaciones
precapitalistas de producción que las grandes fábricas manufactureras tampoco
nacieron en la ciudad, debido al dominio corporativo y político de los gremios,
sino en las aldeas, vale decir, en el campo.
El maestro Jesús Silva
Herzog (el grande) señaló en alguna ocasión que en México, como en
todo el mundo, había pasado lo mismo. Y daba
como ejemplos las haciendas azucareras de
Morelos y henequeneras de la Península de Yucatán
(se podrían agregar las
pulqueras de los valles de Apan, o las guayuleras del norte medio de México
y tantas otras). Antes, sólo había capitalismo usurario si es que a eso se le
puede llamar capitalismo y explotación mediante esclavos.
El campo es el hogar primigenio del capitalismo
moderno.
Durante los años sesenta y
parte de los setenta, los historiadores de la economía mexicana y la sociología
latinoamericana de aquellos años pusieron énfasis en el fenómeno típico de
nuestra historia: el saqueo del campo como base para la formación del
capitalismo que, a raíz de ello, se volvió urbano. Cuánto crecía el capitalismo,
cuánto se sacaba del agro para alimentarlo y financiarlo: esa era la fórmula.
Después de aquellos años de despegue intelectual, no he sabido que los
economistas se hayan vuelto a ocupar del asunto: el saqueo indiscriminado e
inmisericorde del campo para hacer crecer nuestra economía capitalista.
En una ocasión, en los días en
que se estaban discutiendo las cláusulas agrícolas del Tratado de Libre
Comercio, le oí decir a mi amigo Rolando Cordera: “Después
de cincuenta años en los que le dieron en la madre al campo, haciéndolo
totalmente inviable, ahora nos van a llenar de exportadores aguacateros y
hortaliceros y los demás se van a ir al demonio”.
Debo decir que a Rolando no le parecía despreciable el TLCAN.
Los resultados parecen estar a la vista después
de quince años: ese tratado fue hecho para los exportadores de productos
agrícolas que la economía norteamericana necesitaba.
A algunos derechistas les he
escuchado que, en su opinión, ha sido una necedad “histórica” querer hacer de
México un país cerealero, cuando su territorio no tiene vocación para ello.
Les he preguntado qué piensan del maíz y me contestan tranquilamente: “ése se
puede comprar en cualquier parte del mundo”. Ellos creen que los mercados
internacionales siempre dan lo que se les pide y no reparan en las recurrentes
fluctuaciones bruscas de precios ni que los mercados pueden cerrarse por
presiones políticas y, ciertamente, nuestra soberanía alimentaria les importa un
bledo. Según ellos, nosotros deberíamos producir para hacer negocio, lo demás
son pamplinas o babosadas de un pasado que más nos conviene olvidar.
Unos cinco años después de que
se firmó el tratado, el socarrón de Salinas de Gortari (todavía gobernaba
Zedillo) dijo que él había esperado que se tomaran las medidas necesarias
para transformar la economía rural de México; si no se había hecho, dijo,
pues eso ya no era culpa suya. Tal vez, lo que quiso decir fue que el
gobierno había sido tan tonto que no había apoyado a sus exportadores del campo,
pero no dijo nada sobre lo que había que hacer con los maiceros, los frijoleros,
los azucareros o los productores de leche. ¿Cómo transformarlos a ellos en
exportadores a la medida de nuestra integración a Norteamérica? Si están fuera
de la competencia, ¿qué otras opciones podrían tener en el resto de la economía?
Desde aquellos años creo que
todos debimos haber entendido la clave del asunto: hacer de nuestra economía
agrícola una economía exportadora neta y mandar al diablo a todos lo que no
encajaran en el propósito. Creo que así razonaron los salinistas y ni siquiera
pensaron en que millones de seres humanos iban a perecer en este intento
modernizador. Ahora, ¿qué vamos a hacer con los que no pueden exportar sus
productos? Pero, sobre todo, ¿qué vamos a hacer con ellos cuando necesitamos
desesperadamente lo que producen para nuestro consumo, como el maíz blanco, el
azúcar o la leche y no les pagamos lo que cuesta producirlos ni los subsidiamos
adecuadamente?
El mismo maestro Silva
Herzog dijo en aquella ocasión que el mayor saqueo que se había hecho al
agro era el de su mano de obra. Esa ya no se la creí tanto, pero ahora veo que
también en eso tenía razón: aunque hoy tal vez una mayoría de quienes se van a
Estados Unidos son citadinos (y defeños),
la verdad es que nuestros campos se han
despoblado monstruosamente y corremos el riesgo de que ya no tengamos en el
corto plazo quién nos alimente.
¿Ahora tendremos que comer tortillas
de maíz amarillo que es sólo para animales y acabar envenenándonos?
El emporio maicero del Valle de Culiacán ha sido obligado, una vez más, a vender
su riquísima producción al precio que el gobierno y los acaparadores dictan.
Con las grandes movilizaciones
de los productores y trabajadores del campo en contra del TLCAN en su
capítulo agrícola, sólo dos cosas parecen todavía planteables: o se denuncia en
esa parte el tratado, como se demanda, o se instrumenta con la mayor rapidez una
política de fomento de la producción que nos alimenta y que nos debe interesar.
Lo primero significaría poner en predicamento a los exportadores que han gozado
de las ventajas del tratado; lo segundo parece impensable. O sea que las dos
cosas son imposibles. La derecha que nos gobierna no aceptaría ninguna de ellas.
Pero para nosotros la segunda resulta vital.
No sé cuánto se requeriría para
refaccionar a nuestros productores no exportadores (que producen para
alimentarnos), pero sospecho que no debe ser mucho. Bastaría, creo, una décima
parte de los excedentes petroleros para reavivar nuestra vital economía rural
productora de alimentos y ponerla a salvo de la invasión inminente de productos
baratos y de mala calidad que se avecina y que, de hecho, ya está aquí. Pero a
los derechistas en el gobierno eso les debe parecer una estupidez. Creo que no
se han dado cuenta de la tremenda fuerza social a la que están desafiando. De
cualquier forma, hay que admitir que quienes ahora se pronuncian contra el
tratado lo hacen demasiado tarde. Demasiado tarde para desgracia de todos
nosotros, productores y consumidores.
A mi entrañable Ruy Pérez Tamayo con afectuosa solidaridad
Arnaldo Córdova
Tomado de La
Jornada
18 de febrero de 2008
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