La
izquierda hizo de la propuesta de un “país productivo” la
piedra angular de su campaña electoral. Al cabo de tres años
en el gobierno y disponiendo de una mayoría absoluta en el
Parlamento, el balance de las políticas agrarias
implementadas revela que varios procesos negativos que ya
estaban en marcha, ahora se profundizaron y extendieron,
consolidando un panorama bastante desolador para la
agricultura familiar y la seguridad y soberanía alimentaria
del país.
La última cifra disponible sobre la cantidad de tierra en
propiedad de extranjeros es del último Censo General
Agropecuario, realizado en 2000, y que se actualiza cada
diez años, por lo que no habrá nuevos datos oficiales hasta
2010. No obstante, otras referencias permiten inferir que la
realidad de 2008 es sustancialmente diferente a la de hace
apenas ocho años.
En 2000, menos del 10 por ciento de las 16 millones de
hectáreas del país pertenecía a extranjeros. Algo más de 8
millones eran trabajadas por sus propietarios, mientras que
los arrendatarios arañaban los 2 millones de hectáreas y la
modalidad mixta -sociedad propietarios/arrendatarios-
ocupaba 3,5 millones. La cantidad de explotaciones
agropecuarias superaba apenas los 57 mil predios.
El 40 por ciento de quienes se declaraban “productores” no
vivía en el predio, pero poseía el 61 por ciento del total
de la superficie explotada del país.
Adiós a la huerta
Datos de una encuesta realizada en 1998/99 sobre la región
Sur del país, que concentra a más del 90 por ciento de la
horticultura, relevaron cerca de 30 mil hectáreas dedicadas
a la huerta, y el Censo de 2000 estableció que este rubro
era el ingreso principal para 5.263 explotaciones de un
total de 57.131 para todas las actividades productivas.
Si se comparan estas cifras con las del Censo Agropecuario de
1990, se encuentra que
en diez años desaparecieron
3.958 explotaciones hortícolas e ingresaron 1.188 nuevas, lo
que produce un saldo negativo de 2.770 establecimientos con
horticultura. Ya en 2005/06, la superficie total de horticultura en el
Uruguay arañaba apenas las 14 mil hectáreas -50 por
ciento menos que en 1999- correspondientes a casi 3 mil
predios -40 por ciento menos que en 1999-.
Algo similar ocurrió con los tambos:
entre 1998 y 2006,
continuando una tendencia permanente, desaparecieron 800
tambos, esto es, cerca del 20 por ciento. La superficie
ocupada con estos emprendimientos bajó de 1.116.000 a 852.000 hectáreas, mientras que en ese mismo período la
productividad aumentó un 20 por ciento. En otras palabras,
los emprendimientos pequeños y de escala familiar, tienden a
desaparecer en beneficio de los más grandes, los que pueden
invertir para mejorar sus procedimientos y la genética del
ganado.
Por ejemplo, en ese período, y a pesar de la disminución de
establecimientos, la cantidad de pasturas mejoradas se
incrementó en 10 por ciento, mientras que la cantidad de
vacunos permaneció estable. El aumento de la producción
benefició exclusivamente a la leche en polvo, los quesos y
la manteca destinados a la exportación.
Una agricultura sin
agricultores
Este vaciamiento
progresivo del medio rural uruguayo corresponde a un modelo
agropecuario dependiente de los mercados externos, regido
por los principios productivos, técnicos y filosóficos de la
Revolución Verde, y sobre el cual no se aplican políticas
públicas dirigidas a sostener la producción de alimentos
suficientes y de calidad para la población, esto es, la
seguridad y soberanía alimentarias. Antes bien, durante más de cuatro décadas los sucesivos
gobiernos -civiles y militares- contribuyeron a consolidarlo
y a diluir en la comunidad los costos sociales, económicos,
políticos y culturales de su aplicación.
Según el Anuario 2007 de la Oficina de Programación y
Política Agropecuaria (OPYPA), dependencia del
Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP),
entre 1963 y 2004
el Uruguay perdió el 50 por ciento de su población rural, y como se ha visto, esa tendencia continúa, acelerada aún
más en los últimos años por el uso de la tierra y la
estructura de su propiedad que evoluciona hacia una cada vez
mayor concentración ya no en pocas familias, como era
tradicional hasta los años 90, sino en pocas empresas.
Esta reducción de la población no fue un obstáculo para el
crecimiento producción agropecuaria:
“Según estimaciones
preliminares --dice
la OPYPA- el desempleo del sector agropecuario se
incrementó mientras que la actividad productiva aumentó 31
por ciento”.
Esta contradicción
flagrante entre “crecimiento” y “desarrollo” que se observa
en el medio rural es apenas un ejemplo de lo que ocurre en
prácticamente todos los sectores del país, y que es
representativo del modelo de país impuesto por las políticas
neoliberales practicadas con mayor o menor grado de
fundamentalismo por los sucesivos gobiernos civiles hasta
2005, cuya inercia permanece hasta la actualidad.
La continuidad del modelo
dependiente
Las cifras lo demuestran claramente. Los monocultivos
forestales con destino a la producción de celulosa, y de
soja para su colocación como commoditie, son las
actividades que recibieron los mayores espaldarazos
políticos de las últimas décadas. La Ley forestal primero,
con subsidios incluidos, y la ley que autorizó la compra de
tierra por sociedades anónimas después, así como la
aprobación del cultivo de la soja transgénica Roundup
Ready fueron los pilares, entre 1999 y 2006, de un
crecimiento a una tasa real acumulativa anual del 9,8 por
ciento para la forestación y del 6,5 para la agricultura
extensiva de secano, casi todo soja.
En 1990 había 93 mil
hectáreas forestadas, en 2000 se alcanzaba casi el millón de
hectáreas, esto es un crecimiento del 917 por ciento. Y desde entonces ha continuado en aumento. En este último
período, la tolerancia gubernamental para la instalación de
megaemprendimientos de producción de celulosa ha incentivado
la afluencia de nuevos capitales y fondos de inversión
atraídos por el bajo precio relativo de la tierra y el
escaso control gubernamental para su adquisición o
arrendamiento y uso.
En cuanto a la soja, la
OPYPA señala que en 2001 no se exportaban más de 15 mil
toneladas del grano, mientras que en 2007 lo fueron 775 mil
toneladas. Para 2008, el organismo prevé nuevos récord de
más de 400 mil hectáreas plantadas con la oleaginosa -9 por
ciento más que el año anterior- y una producción de 850 mil
toneladas.
El Anuario Estadístico Agropecuario de 2007 permite
distinguir con total claridad que la expansión de la soja es
liderada, marcadamente, por los grandes terratenientes y/o
arrendadores de tierra. Mientras que, por ejemplo, hasta
2002 prácticamente ningún predio menor a 50 hectáreas
producía soja, la presión de los precios llevó a que, apenas
cuatro años después, en 2006, entre los establecimientos de
ese tamaño hubiese 4.300 hectáreas con soja, la mayor parte
seguramente arrendada o comprada con desplazamiento de los
pequeños propietarios anteriores.
Pero los establecimientos de más de mil hectáreas lideran de
lejos esta tendencia y acumulan, en tanto, la enorme mayoría
de las ganancias generadas por los altos precios de la
oleaginosa. En la
zafra 2005/06, estos predios mayores a mil hectáreas fueron
responsables por el 55 por ciento del área plantada con
soja. Y si a ellos se le suman las explotaciones de 500
hectáreas y más, juntas representan cerca del 80 por ciento
de la soja plantada ese año.
La exportación de la producción de soja de la última zafra
generó más de 210 millones de dólares.
La tierra en el mercado de
capitales
Las retenciones a las exportaciones practicadas por el
gobierno argentino provocan una fuerte migración de
inversores y productores de ese país hacia el Uruguay,
y ya disponen de casi el 60 por ciento de toda el área
cultivada con soja.
Para esta zafra 2007/08,
“seis empresas -la mayoría extranjeras o relacionadas a
capital extranjero- plantan aproximadamente un 25 por ciento
del área agrícola”,
dice
Pedro Arbeletche, docente del Departamento de Ciencias
Sociales de la Facultad de Agronomía de la Universidad de la
República.
La combinación de los intereses sojeros, forestales,
celulósicos, a los que se agregan ahora los
agrocombustibles, está provocando grandes y profundos
cambios en la estructura de la propiedad de la tierra.
Según la DIEA,
entre 2000 y 2006 cambiaron de manos 4 millones de hectáreas
-casi 25 por ciento de la superficie del país- a un precio
promedio de 592 dólares la hectárea, por un valor total de
2.350 millones de dólares transados en 14.148 operaciones.
El precio de la hectárea arrancó de 448 dólares en 2000 para
alcanzar los 1.400 en 2007, y hasta cuatro veces más para el
caso de tierras de alta calidad agrícola.
La riqueza
que trae pobreza
Si bien el desempleo a
nivel nacional ronda el 8 por ciento, marcando un momento
favorable histórico para el país en ese aspecto, en el medio
rural disperso* la tasa de actividad entre 1999 y 2006 bajó en promedio un 8 por
ciento, afectando particularmente a los jóvenes -de 14 a 19
años- que pierden 24 por ciento de su tasa de actividad, y a
los mayores de 65 años con una caída del 23,8 por ciento (OPYPA).
Lo mismo ocurre en las localidades con menos de 5 mil
habitantes, de donde tradicionalmente extrae mano de obra la
agricultura, ya que entre 1999 y 2006 la tasa de actividad
se redujo un 2,4 por ciento.
Desde el punto de vista ambiental, el crecimiento sin control
de los monocultivos es vector de crecientes daños cuyas
consecuencias negativas serán de una amplitud y gravedad por
ahora incalculables, pero sin duda predecibles. Además de la
erosión y desecamiento de la tierra, la destrucción de la
biodiversidad y la alteración probablemente definitiva de
centenares de miles de hectáreas de uso agrícola y ganadero
que nunca recuperarán su aptitud natural, se esparce
anualmente en el país una cantidad creciente de agrotóxicos
peligrosos para el ambiente y la salud humana.
Tomando sólo el herbicida
más utilizado en los monocultivos de soja transgénica, el
Glifosato, se verá que en 2000 se importaron 2.844.188
litros de ese producto formulado, y 1.226.759 litros de su
principio activo. En 2007, apenas siete años después,
tomando los tres tipos de Glifosato importados
(isopropilamina, potásico y amónico)
se alcanzó la increíble
cantidad de 11.605.559 litros, y 6.138.295 litros del
principio activo, lo que insumió un gasto de más de 35
millones de dólares.
Si se toman algunos totales de agrotóxicos comparando las
cantidades importadas en 2000 y en 2007, surge que,
en el rubro herbicidas,
de 4,6 millones se llegó a 14,1 millones de litros. En el de
insecticidas se incrementó de 706 mil litros en 2000 a 2,5
millones en 2007;
mientras los fungicidas pasaron de
974 mil litros a casi 2 millones en el mismo período.
Estos datos no son cálculos hechos por sindicatos u ONGs
ambientalistas, sino que son oficiales y provienen de la
Dirección General de Servicios Agrícolas (DGSA), una
repartición del MGAP.
Los propios documentos del gobierno, como el citado Anuario
de la OPYPA y otros, anticipan que este escenario
agrícola se consolidará y expandirá en los próximos años.
Habrá más
forestación, más plantas de celulosa, más soja, más cultivos
para agrocombustibles, esto es, más monocultivos, más
desempleo rural, más vaciamiento del campo, más
concentración y menos diversidad productiva. La falta de
actividad para los jóvenes rurales hace prever una gravísima
crisis de despoblamiento campesino en el término de una
generación para los próximos años,
ya que la juventud tiende a emigrar hacia los centros
poblados y, luego, muchas veces, al exterior.
A corto y mediano plazo es previsible que ingrese en una
mayor crisis el sector hortifrutícola y vitivinícola, ya que
la presión por la propiedad y el uso de la tierra seguirá
aumentando, acentuando la presencia de los monocultivos en
zonas tradicionalmente hortícolas y frutícolas.
Esto tendrá un
gran impacto en el empleo rural, ya que con la desaparición
de los pequeños y medianos establecimientos se perderán
también numerosos puestos de trabajo.
La ya evidente escasez de alimentos provenientes del campo
que redunda en un alza irrefrenable de los precios se
agravará considerablemente, poniendo en peligro la seguridad
y la soberanía alimentarias.
En este panorama se debe incluir la venta a capitales
extranjeros, sobre todo brasileños, de las principales
agroindustrias uruguayas como los frigoríficos más
importantes del país, la empresa líder en el procesamiento
del arroz, las fuertes inversiones en lechería provenientes
de Nueva Zelanda y Brasil que pronto
competirán -¿lo absorberán?- con el buque insignia de la
agrondustria uruguaya: la cooperativa láctea CONAPROLE.
Para hacer frente a esta
tendencia, frenarla y revertirla, hacen falta políticas
agrarias, demográficas, ambientales y sociales
extremadamente urgentes y activas que ataquen varios frentes
simultáneamente para detener la extranjerización de la
propiedad y el uso de la tierra, para instrumentar un
sistema de ordenamiento territorial que priorice las
necesidades de toda la población del país y no sólo las de
una ínfima minoría.
Se debe promover activamente la agricultura familiar mucho
más de lo que se hace, ya que los programas actuales
resultan insignificantes ante el embate del “mercado”, y se
parecen demasiado a la justificación de un título en un
informe, un discurso, suficiente para engañar a los
inadvertidos, pero no para iniciar un cambio real. Hay que
poner sobre la mesa, nuevamente, la discusión sobre una
reforma agraria posible, que tenga en cuenta la realidad
actual del país y de la sociedad.
El país productivo prometido era un país en desarrollo, y no
solamente una economía en crecimiento que, como antes, como
siempre hasta ahora, termina incrementando el poder del
dinero y debilitando las esperanzas de más justicia social,
más y verdadera democracia, las expectativas de un país más
soberano, más seguro y más digno para nuestros nietos.
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