La agricultura tiene poca importancia en los países
desarrollados, pero determina la vida de los países en vías
de desarrollo, donde los campesinos representan dos tercios
de los desnutridos crónicos del planeta.
Los Estados del Sur deben afirmar su soberanía alimentaria
protegiéndose contra la importación. A pesar de que los
cereales siguen siendo el alimento básico de los pobres, el
crecimiento de su producción fue sólo de 6,3 por ciento en
los últimos diez años, frente al aumento del 10,5 por ciento
de la población.
Los rendimientos llegan al máximo en los países
desarrollados y su alza se frena en los países en vías de
desarrollo.
La alimentación insume un 45 por ciento de los presupuestos
familiares en los países de bajos ingresos, y en algunos
llega al 89 por ciento, frente a un 12 por ciento en los
países ricos. Y es entre 2.500 millones de miembros de las
familias agrícolas de los países en vías de desarrollo donde
se encuentran los dos tercios de los 963 millones de
desnutridos crónicos, así como la mayoría de los pobres que
viven con menos de un dólar por día.
Se plantea, por lo tanto, una pregunta urgente: ¿cómo
alimentar al planeta?
Habrá que evitar, sin duda, que transnacionales como
Monsanto promuevan la explotación de agronegocios que
exigen importantes capitales; y en los países en vías de
desarrollo oponerse a los monocultivos en inmensas
superficies compradas o alquiladas para la reexportación a
largo plazo por países deficitarios en su
autoabastecimiento, como China y Corea del Sur.
Esto no puede más que acrecentar el desempleo masivo de los
campesinos y destruir su medio ambiente fragilizado por el
cambio climático. Más aún para los países del Sur, si estos
mantienen el desarrollo de los cultivos de exportación, o
importan los productos básicos a precios de liquidación
debido a las subvenciones masivas del Norte o de algunos
países semi periféricos como Brasil.
La conferencia de la Organización de las Naciones Unidas
para la Agricultura y la Alimentación (FAO) realizada
en junio de 2008, trató sobre la crisis alimentaria y no se
encontró demanda mejor que pedir una liberalización mayor de
los intercambios y minimizar las causas reales de la
escalada de los precios: la reducción de la producción de
víveres del Sur y el boom de los agrocombustibles que, con
el pretexto de proteger al medio ambiente, redujo las
reservas mundiales de oleaginosos y cereales y abrió paso a
ganancias especulativas de los fondos de inversión y a las
empresas agroalimentarias tanto del Norte como de Brasil.
Tras la crisis del sector inmobiliario y de los mercados de
acciones, los capitales especulativos se abalanzaron sobre
las materias primas, entre ellas los productos agrícolas.
Pero más allá del dumping masivo del Norte, la creciente
dependencia alimentaria de los países en vías de desarrollo
se debe sobre todo a la debilidad de su protección ante la
importación, comparada con la que aplican Estados Unidos
o la Unión Europea sobre esos productos.
El discurso sobre libre comercio del Norte y de las
instituciones internacionales es para uso externo. Es
necesario oponerle una regulación de los intercambios
subordinada a criterios de soberanía alimentaria, al derecho
a proteger el mercado interno para garantizar que se
produzca un desarrollo agrícola, económico, social y
ambientalmente sustentable.
Es posible realizar acuerdos de acceso preferencial a países
en vías de desarrollo, desfavorecidos, cada vez que se
demuestre qué exportaciones son benéficas para el pequeño
campesinado y no penalizar a los consumidores más
necesitados.
El conjunto de otras medidas impone como mínimo quitar a la
agricultura de los asuntos administrados por la Organización
Mundial del Comercio.
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