El
pasado martes -16 de octubre- se celebró el día consagrado
por las Naciones Unidas al Derecho a la Alimentación
La falta de una alimentación suficiente es una de las
vergüenzas con las que nos levantamos y transitamos los 365
días del año. Las fórmulas para combatir pobreza y hambre
son sencillas pero faltan la ética y audacia suficientes
para reconocer que el modelo de sociedad capitalista
existente es la raíz de estos (y otros) males. La
agricultura capitalista se ha industrializado pensando sólo
en los beneficios mercantiles provocando la ruina de las
familias dedicadas a la pequeña agricultura o ganadería
campesina, mayoría en los países del llamado Tercer Mundo y
minoría en constante resistencia en nuestros países. Las
(pocas) normas políticas de regulación existentes al
respecto sólo agudizan el problema pues su diseño favorece
la competencia y el dumping entre esos mismos
campesinos y las grandes corporaciones de la alimentación,
tanto en el sector productivo como en el de la distribución,
rematando así la faena.
Irrita observar cómo algunas de estas mismas multinacionales
quieren engañarnos, por ejemplo vendiendo productos “verdes”
alardeando de su sensibilidad para con el medio ambiente o
promocionando productos de “comercio justo” y sus efectos
solidarios. Estrategias farsantes fáciles de desenmascarar.
No es difícil encontrarnos café de comercio justo de las
mismas empresas estrellas del precio injusto (pagan una
miseria a los cultivadores de café y nos cobran a los
consumidores precios muy superiores). O tropezar con
hipotéticos tomates ecológicos en supermercados cómplices de
la asesina globalización alimentaria. Pasen de la sección de
verduras a la pescadería y encontrarán por ejemplo perca del
Nilo a menos de 8 euros el kilo. La perca es uno de los
casos paradigmáticos del expolio de los bienes naturales que
sufre África. Mientras dos millones de personas junto
al Lago Victoria, donde se pesca la perca, pasan hambre, la
maquinaria del negocio nos ofrece dos millones de raciones
de perca a diario para disfrute de la población europea.
Para acabar, tampoco el “ecologismo” de los pobres tomates
nos sirve, porque son producidos bajo el mismo esquema de
agricultura industrial identificada antes como amenaza para
el pequeño campesino. Su única diferencia será que quizás no
hayan sido tratados con pesticidas, pero se han cultivado
con horas de trabajo basura, con uso exagerado de agua,
para, después de recorrer muchos kilómetros (con su
contaminación correspondiente), llegar a destino
compitiendo, gracias a sus mejores precios, con los tomates
producidos en pequeñas huertas familiares del campesino
local.
Estemos atentos entonces a estos mecanismos perversos
retocados con el pincel verde de la ecología o del comercio
justo, que no sólo no cuestiona el modelo sino que utiliza
nuestros ideales para perpetuarlo.
Gustavo Duch *
31 de octubre de 2007
|