La
crisis del maíz, saldo de 25 años de neoliberalismo
y abandono del campo.
Lo que vale una tortilla
Asia es impensable sin arroz, y Europa inconcebible sin
trigo. En cambio aquí, en Centroamérica, nos estamos
quedando sin maíz. Y los gobiernos dicen que no hay
problema, que son cosas del mercado y que el mercado las va
a remediar... algún día.
Así, en 2007 los mexicanos amanecimos pagando casi el doble
por la tortilla. Todo porque desde hace 25 años los
neo-liberales en el poder dejaron de fomentar la milpa
(producción campesina de maíz) alegando que importar era más
barato, de modo que hoy, cuando en el mundo se disparan las
cotizaciones de un cereal que se emplea también -y
crecientemente- para la producción de etanol, tenemos que
comprarlo fuera y a cualquier precio, porque aquí escasea,
pero también porque hay ocultamiento y especulación.
Con una
producción anual promedio de 20 millones de toneladas, México todavía es autosuficiente en maíz blanco.
Aunque, visto más de cerca, esto no es tan buena noticia,
pues las cosechas que han crecido son los cultivos del
noroeste, sobre todo de Sinaloa; siembras de riego,
intensivas en agroquímicos y de altos rendimientos, que
además acaparan los subsidios; en cambio, la producción
maicera en tierras de temporal y con menores rendimientos no
ha dejado de disminuir. Así, el maíz devino agronegocio
empresarial mientras la milpa campesina se estancaba y
retrocedía. Además de que
la autosuficiencia es sólo
en maíz blanco, en cambio traemos de Estados Unidos un
promedio de 7 millones de toneladas anuales del amarillo,
que es para uso industrial o forrajero.
Pero cuando hay escasez y precios altos en el mercado
mundial, el maíz blanco se exporta con subsidio, se da al
ganado en sustitución del amarillo y se oculta con fines
especulativos.
De modo que siendo autosuficientes y aún excedentarios en el
grano para consumo humano, para completar lo que se ocupa en
las tortillas debemos comprar en el extranjero un maíz caro,
amarillo y en parte transgénico.
Si queremos comer, los
mexicanos necesitamos importar más de 100 mil millones de
pesos anuales en alimentos, entre ellos 25 por ciento del
maíz que aquí se consume.
¿Cómo llegamos a esto? ¿Por qué, si antes nos dábamos abasto
sobradamente, caímos en la dependencia? La respuesta es
sencilla, pero alarmante: porque desde los ochenta del
pasado siglo los tecnócratas en el poder renunciaron
voluntariamente a la soberanía alimentaria en nombre de las
"ventajas comparativas"; un paradigma según el cual es mejor
exportar mexicanos e importar comida que apoyar a los
campesinos para que cultiven aquí nuestros alimentos. El
resultado ha sido dependencia alimentaria y migración, es
decir, hambre y éxodo.
Y cuando los precios del maíz se disparan, y con ellos los de
la tortilla, el huevo, el pollo, la carne de puerco... los
empleados de Calderón proclaman que los designios de
la oferta y la demanda son inescrutables, limitándose a
autorizar
importaciones que servirán para que se siga especulando, y a
convenir con los acaparadores un aumento de "sólo" 30 por
ciento. Incremento brutal para quienes tienen en la tortilla
su principal alimento, que por si fuera poco no se respeta.
Racismo alimentario
El maíz es identidad porque es el sustento de los pobres, el
alimento básico de la mayoría del pueblo mexicano. En El
nuevo cocinero mexicano, libro de recetas publicado en
1831, se define al maíz como "Planta (...) indígena del
suelo americano (...) que se ha cultivado con sumo provecho
de la gente pobre, que en su fruto ha encontrado un alimento
sano, sabroso al paladar y barato". Sin embargo, después de
la apología, se afirma también que: "este ramo de industria
se ha descuidado enteramente con notable perjuicio de los
pobres, que tendrían pan a menos precio, por ser siempre más
barato el maíz que el trigo". Por su parte, unos años antes,
el científico y viajero Alejandro Humboldt escribía,
refiriéndose a México: "...el maíz debe considerarse
como el alimento principal del pueblo, como lo es también de
la mayor parte de los animales domésticos (...) El año en
que falta la cosecha de maíz es de hambre y miseria".
¿Por qué, entonces, si fue y es tan importante, el maicero ha
sido un ramo enteramente descuidado, como ya en 1831
reconocían los autores del Nuevo cocinero mexicano? Las
razones son muchas, pero una de ellas -y no poco relevante-
es, precisamente, que el maíz es el alimento de las
mayorías, de los pobres, de los herederos de las culturas
mesoamericanas originarias. Maíz es lo que comen los indios,
lo que comen los campesinos, los criollos y sus herederos,
que desprecian a la indiada, desprecian también el grano que
la alimenta. Así las cosas, el maíz ha sido relegado por
consideraciones racistas.
Incremento en las importaciones de
maíz significarán un aumento del 30
por ciento en el principal alimento
de los mexicanos |
|
El desprecio racial a los pueblos originarios ha sido una
constante de la derecha mexicana, tanto la criolla, como
después la afrancesada y hoy la agringada. Desprecio que se
complementa con la subestimación de las lenguas, culturas y
alimentos vernáculos. Pero además de discriminatoria, la
derecha es socialmente insensible y le tiene sin cuidado el
hambre del pueblo, salvo cuando se alborota, de modo que ni
por razones culturales ni sociales le preocupa mayormente la
falta de maíz. Un inmejorable ejemplo del racismo
alimentario de la derecha lo encontramos en Francisco
Bulnes. Hostil a Benito Juárez, favorable a
Porfirio Díaz y enemigo de la revolución de 1910,
Bulnes renegaba también de quienes defendían los
derechos indios, con argumentos idénticos a los de
derechistas de hoy, como Enrique Krauze. "Los yanquis
eran bárbaros y pretendían ser nación, como un francés de la
nación francesa" -escribía nuestro ultramontano en la
inmediata posrevolución-. "En México 35 por ciento de
la población es de indios aborígenes (...) y según la
doctrina de los defensores de los yanquis, los mestizos,
criollos y extranjeros propietarios (...) deben restituir a
los aborígenes todo lo que los españoles les quitaron (...)
El zapatismo ha sido una consecuencia lógica del yanquismo
(...) Ningún mexicano debió haber aceptado la existencia de
una nación yaqui de cualquier otra clase dentro de la nación
mexicana". Pues bien, este antindianista radical era
consecuente y sostenía también la superioridad racial de los
blancos comedores de trigo sobre los prietos comedores de
maíz y los amarillos comedores de arroz, razas de segunda
cuya proverbial barbarie y molicie justificaba cualquier
exceso civilizatorio en que tuviera que incurrir el hombre
blanco.
Más sofisticado y reciente que el de Bulnes es el
racismo embozado que alega la ausencia en el maíz de dos
aminoácidos esenciales para la alimentación: lisina y
triptofano, como presunta explicación científica de la
incapacidad de los mexicanos para acceder a los niveles de
bienestar y cultura de las naciones desarrolladas. ¿Cómo va
a prosperar -sostienen- un pueblo que se alimenta de un
grano propio para animales? Aparte de la obviedad de que
ningún pueblo se sustenta sólo en un cereal, pues todos son
nutricionalmente limitados, y de que la cultura del maíz se
apoya también en el frijol, el chile y otros alimentos, el
argumento seudocientífico es una muestra más de racismo
alimentario.
El desprecio racial al maíz y a los mexicanos de a pie se
expresa muy claramente en los periodos de crisis agrícola,
cuando caen las cosechas del cereal. En estas coyunturas es
habitual que se enfrenten dos posiciones: la de quienes
reivindican la importancia de recuperar la producción
maicera campesina, por razones económicas, pero también de
justicia social y de preservación de la cultura, y la de
quienes reducen la cuestión a un asunto de mercado, por lo
que apuestan a la importación y, en todo caso, a la
producción intensiva y empresarial del grano. Las reacciones
frente al estancamiento de la producción maicera durante los
años setenta -crisis que rompió una larga historia de
autosuficiencia y tuvo que compensarse con importaciones
crecientes con las que se satisfacía la cuarta parte del
consumo total- ejemplifica esta confrontación, en términos
que se han mantenido básicamente iguales durante los últimos
30 años.
La exposición El maíz, fundamento de la cultura
popular mexicana, con que Guillermo Bonfil inaugura
el Museo Nacional de Culturas Populares, es una de las
respuestas a la crisis de los setenta; una acción
político-cultural con la que se reivindica el carácter
nacionalista e indianista de la defensa de la milpa. En el
libro publicado en 1982 con motivo de la exposición,
encontramos argumentos que hoy, cuando seguimos importando
25 por ciento de lo que consumimos, resultan plenamente
vigentes: "Para romper el círculo vicioso de la dependencia
es preciso alcanzar la autosuficiencia alimentaria. Y para
ello sólo hay dos posibilidades. Una es reproducir, en
escala nacional, la situación que predomina en las
relaciones económicas internacionales: dejar en manos de las
empresas trasnacionales y sus aliados internos la producción
de alimentos básicos. Esto implica que el Estado debe
concederles grandes subsidios para asegurarles altas tasas
de ganancia (...) La otra es apoyar las iniciativas
populares; la lucha por la tierra y por la autonomía en la
producción; las demandas campesinas por mejores precios a
sus productos y por conservar una mayor proporción de su
cosecha, como medio de asegurar su subsistencia y
desarrollo". No es accidental que 20 años después, en 2002,
el Museo Nacional de Culturas Populares haya realizado una
segunda exposición con el mismo tema, titulada “Sin maíz no
hay país” y tampoco es casual que la fórmula se haya
transformado en lema de las luchas recientes de productores
y consumidores.
Defensa de la diversidad
La reivindicación de la milpa -la defensa de la producción
campesina de maíz- es una lucha contra el hambre y el éxodo,
un combate por la soberanía alimentaria y por la soberanía
laboral. Pero es también una batalla, aún más profunda y
decisiva, por preservar la pluralidad cultural y la
diversidad biológica, de las que depende no sólo el futuro
del país, sino también el futuro de la humanidad.
Pese al implacable emparejamiento tecnológico y cultural del
último medio siglo, el mapa de los maíces mexicanos es aún
la cartografía de los pueblos originarios. Nuestra
diversidad maicera es raíz y sustento de nuestra diversidad
étnica. Pero el maíz está amenazado no sólo por la
insuficiencia de la producción y el acoso de las
importaciones, sino también por la tendencia a transformar
un cultivo campesino de milpa en una siembra intensiva
empresarial.
Lo más valioso del maíz
es su diversidad; las cerca de 300 variedades de una planta
domesticada que se desarrolló en múltiples condiciones
agroecológicas y que se fue adaptando a distintos fines.
Pero esta espléndida multiplicidad, que originariamente
se correspondía con la pluralidad cultural, se ha venido
erosionando y hoy apenas se cultiva una treintena de
variedades.
Y así como son diversos los maíces, lo es la milpa en que se
siembran y la producción campesina de la que forman parte.
En la parcela tradicional hay maíz, pero también frijol y
calabaza, y por lo general la familia cultiva igualmente
algunas hortalizas y frutales, sostiene animales de
traspatio, aprovecha el acahual y el bosque, practica la
caza y la pesca. Diversidad virtuosa que también se está
perdiendo por el avance de una especialización que se impone
a través de la propia naturaleza del paquete tecnológico.
El mundo campesino no fue avasallado por la implacable
extensión del comercio que transformó en mercancías una
parte creciente de sus insumos y de sus productos; tampoco
fue derrotado por el latifundio expropiador de las mejores
tierras, ni por la competencia desleal del empresario
agrícola, ni por la rapiña del usurero, ni por la inequidad
del coyote, ni por la torpeza del burócrata. La debacle
profunda del mundo campesino empezó con la insidiosa
inducción de una tecnología que carcome el núcleo duro de su
racionalidad, al sustituir la laboriosa conservación de la
fertilidad natural por el empleo de máquinas e insumos de
síntesis química; recursos que terminan por hacer de la
tierra un simple sustrato estéril dependiente de los
fertilizantes sintéticos y por mudar el equilibrio biológico
basado en la diversidad en un frágil monocultivo cuyas
plagas sólo los más feroces pesticidas pueden abatir.
Hoy, el campesino está preso en las asimetrías del mercado,
pero también, y sobre todo, en la perversidad de un modelo
tecnológico que lo obliga a emplear dosis crecientes de
abonos químicos que proporcionan una apariencia de
fertilidad pero agotan los suelos; que le exige el uso de
herbicidas y "selladores" -propiamente llamados "mata todo"-
que destruyen las diversas formas de vida, y por la
aplicación de agresivos pesticidas que envenenan los suelos
y las aguas enfermando al agricultor y a los consumidores.
Una milpa donde se aplica
Gramoxone es una milpa en la que no puede haber matas de
frijol y de calabaza; es una milpa a suelo raso, sin
biodiversidad y propensa a las plagas; es una milpa
crecientemente contaminada por pesticidas y cada vez más
dependiente del fertilizante químico, y es, por último, un
cultivo cada día más caro cuya cosecha ya no paga el costo
de los insumos.
El paradigma campesino de producción, que había resistido con
prestancia desarrollos agronómicos en última instancia
basados en el manejo tradicional del agricultor, es herido
de muerte hace medio siglo por una "revolución verde" cuya
fuentes son la mecánica y la química. Y recibirá la puntilla
si no detenemos a tiempo la amenaza de los transgénicos; una
tecnología que, como los híbridos de la revolución verde,
fortalece la dependencia respecto de las trasnacionales que
la producen, pero que a diferencia de los primeros, amenaza
a la diversidad biológica desde el corazón, desde el propio
germoplasma.
Muchos de los campesinos maiceros mexicanos están
aprisionados en una trampa tecnológica, pues suplantaron la
vieja milpa por una parcela degradada que sólo sigue
produciendo a fuerza de dosis crecientes de insumos
comerciales. A veces la adicción a los agroquímicos todavía
tiene remedio, pero para superarla hacen falta fuerza de
voluntad y fuerza de trabajo, pues para restaurar la
fertilidad natural de los suelos hay que sustituir los
insumos químicos por materiales biológicos y por labores
adecuadas. Algunos campesinos tienen la fuerza de voluntad,
pero no tienen la fuerza de trabajo, pues la crisis del
campo derivó en migración, y de un tiempo a esta parte en
muchos pueblos ya no hay mano de obra. Así las cosas, el
cultivo de una pequeña parcela de maíz para autoconsumo a
base de agroquímicos y con el menos trabajo posible se ha
transformado en una estrategia campesina; vía sin duda
insostenible, pero por un tiempo adecuada a las condiciones
de migración que encarece la mano de obra, y de remesas que
permiten adquirir los insumos.
Este es el tamaño del reto. Salvar al país es salvar al maíz.
Pero salvar al maíz es restaurar la milpa como paradigma de
agricultura sustentable basada en la diversidad productiva y
sustento de la pluralidad cultural. Para eso el campo
mexicano necesita una cirugía mayor, una rectificación
profunda que es impensable sin un cambio de rumbo general,
un viraje histórico en el modelo de civilización.
La apertura comercial desordenada y el fin de las políticas
de fomento destruyeron nuestra agricultura y también nuestra
industria pequeña y mediana que generaba empleos, de modo
que para el millón de jóvenes que cada año se incorpora al
mercado de trabajo sólo hay tres opciones: economía
subterránea, migración o desempleo. Y el pueblo no aguanta
más. Todos los días sindicatos, organizaciones campesinas y
ciudadanos del común protestan airados.
Pero siendo múltiples, los agravios se resumen en uno solo:
la vía por la que los tecnócratas encaminaron a México
lleva al precipicio, pues el llamado "modelo neoliberal"
sólo beneficia a megaempresarios y trasnacionales. Llevamos
30 años esperando que la riqueza gotee y los pobres son cada
vez más pobres. Miseria y desesperanza que la derecha
gobernante enfrenta con migajas asistenciales y tanquetas.
El alza de la tortilla es una señal. El tiempo se acaba, y si
queremos recuperar a México necesitamos retomar las
riendas de la nación rescatando para el pueblo la soberanía
que los gobiernos del PRI y del PAN hipotecaron por migajas.
Soberanía para crear empleos y producir alimentos, pero
también para preservar nuestra diversidad biológica y
cultural, asuntos mayores que no pueden dejarse al arbitrio
del mercado.
Milpa de
maíz |