Paraguay
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La guerra
de la soja en Paraguay
El napalm
de Monsanto |
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El pequeño país
sudamericano se ha convertido, en pocos años, en el
tercer exportador y el cuarto productor mundial de
soja, desplazando a cientos de miles de campesinos de
sus tierras, y acorralando a los que resisten entre la
represión y la intoxicación por fumigaciones masivas.
El cuerpito del pequeño Antonio, de 11 años, sentado casi
desnudo en su cama del Hospital Regional de Encarnación, es
la imagen viva de la desolación. Presenta lesiones cutáneas
en todo el cuerpo como consecuencia de uno de los tantos
casos de contaminación que afecta a miles de campesinos
paraguayos que viven en zonas “sojeras”. En diciembre de
2003, unas 300 familias del departamento de Itapúa, a 270
kilómetros de Asunción, fueron contaminadas por dos grandes
productores de soja de la zona, uno de origen japonés y el
otro alemán, que fumigaron sus cultivos con glifosato y
paraquat, producidos por Monsanto (1).
Según relata Ramona, la mamá de Antonio Ocampos, el niño
comenzó a presentar llagas en la piel unos dos meses antes
de que las familias lo llevaran al hospital. Antonio y otros
amigos, también contaminados, se bañaban a diario en un
arroyo cercano a sus casas, donde un colono alemán limpia su
pulverizadora de herbicidas. Pero los agrotóxicos no sólo
llagan la piel de los niños sino que destruyen los cultivos
de subsistencia: las aves de corral y el ganado de los
campesinos, forzándolos a menudo a emigrar a las ciudades y
dejar sus tierras en manos de los negociantes de la soja.
Enero
de 2003
El 7 de enero de 2003 fue un parteaguas en la historia
reciente del movimiento campesino paraguayo. Ese día,
Petrona Talavera enterraba a su pequeño Silvino, también de
11 años, contaminado con herbicidas en el mismo
departamento. Cinco días atrás, Silvino regresaba en
bicicleta a su casa luego de comprar carne y fideos para el
almuerzo familiar. El camino está rodeado de sojales, que
llegan casi hasta la puerta de su humilde vivienda. Tuvo la
mala suerte de que Herman Schelender se encontrara en el
camino, fumigando sus plantaciones. Justo cuando Silvino
pasaba frente a la máquina fumigadora, Schelender activó el
dispositivo empapando al niño. Una vez en la casa, Petrona
sin saber lo sucedido preparó la comida con los comestibles
mojados por herbicidas mortales. Al cabo de unas horas, toda
la familia sufría nauseas, vómitos y cefaleas, pero Silvino
llevó la peor parte, ya que había inhalado el líquido
involuntariamente.
El 6 de enero le dieron el alta y volvió a su casa. Pero ese
mismo día, otro plantador de soja, Alfredo Laustenlager,
fumigó sus cultivos a apenas 15 metros de la casa de Silvino.
Esta vez el niño no se repuso y murió al día siguiente. Una
parte de su familia (Silvino tenía once hermanos) y otras 20
personas fueron trasladadas a Asunción para recibir
tratamiento.
Petrona comenzó un largo periplo que la llevó a los
tribunales de justicia, apoyada por la Conamuri
(Coordinadora Nacional de Organizaciones de Mujeres
Trabajadoras Rurales e Indígenas), en la que participa hace
años. Contumaz, consiguió algo casi imposible para una mujer
pobre del campo: poco más de un año después de la muerte de
Silvino, el 12 de abril de 2004, un tribunal de Encarnación
condenó a Laustenlager y Schelender por homicidio culposo a
dos años de cárcel y a una indemnización de 25 millones de
guaraníes cada uno. Pero poco después, los dos empresarios
brasileños apelaron y la condena quedó sin efecto.
Pese a la impunidad, la denuncia de las fumigaciones y el
debate sobre el modelo agrícola quedaron inscriptas como dos
de las demandas centrales del activo movimiento campesino
paraguayo.
República sojera
En Paraguay la soja transgénica comenzó a cultivarse en el
ciclo agrícola 1999-2000. Se trata de la segunda oleada de
agricultura intensiva; la primera se había registrado en los
70, con el ingreso de agricultores brasileños que
expandieron la frontera de la soja tradicional desde los
estados del sur de Brasil. El sociólogo paraguayo Tomás
Palau, experto en cuestiones agrarias, asegura que en esta
ocasión, “sin disponibilidad de tierras fiscales, la
frontera de la soja se expande sobre tierras campesinas,
sobre campos ganaderos reconvertidos y sobre lo que resta de
monte” (2).
La progresión de cultivos es asombrosa. En 1995 se
cultivaban 800 mil hectáreas de soja; en 2003 se llegó a
casi 2 millones. En el mismo período la producción pasó de
2,3 millones de toneladas a 4,5 millones. Pero en la misma
década la extensión de los cultivos de algodón -de los que
viven los pequeños y medianos campesinos- cayó un 20%,
mientras el volumen de producción se redujo a la mitad.
Palau considera que la explosión sojera tuvo dos efectos:
los ambientales, que se agravaron por la desaparición de los
últimos bolsones de bosques en la región Oriental y por el
uso indiscriminado de herbicidas y pesticidas; y los
sociales, que “resultan dramáticos en un país que venía
sufriendo un acelerado proceso de empobrecimiento y que
ahora debe asistir a una expulsión masiva de familias
campesinas de sus tierras”. El 25% de los campesinos
paraguayos vive en la indigencia.
El país sufrió así, según Palau, una triple pérdida de
soberanía: “depende de las exportaciones de un solo producto
(soja) cuyas semillas serán proveídas por una sola empresa
(Monsanto)”; pierde soberanía territorial, ya que grandes
extensiones son adquiridas por extranjeros, en particular
brasileños, los llamados “brasiguayos”; y también una
pérdida de soberanía alimentaria, porque el monocultivo
sustituye la diversidad de cultivos de subsistencia de las
familias campesinas.
Acción
directa
La superficie cultivada con soja representa el 5% de la
superficie total del país, pero una porción significativa de
su área agrícola. A partir de la muerte de Silvino, en enero
de 2003, la conflictividad en el campo se agravó a raíz de
la expansión de la soja. El punto culminante se dio un año
después, en febrero de 2004, en la comunidad de Ypekua en el
departamento de Caaguazú. El 20 de enero, campesinos armados
se internaron en el bosque y dispararon armas de fuego
contra miembros de la Agrupación de Policías Ecológica y
Rural (APER), para impedir la fumigación con agrotóxicos de
70 hectáreas de soja. Al día siguiente, un camión que
trasladaba 50 campesinos que se desplazaban para apoyar la
lucha contra las fumigaciones, fue acribillado con fusiles
M-16 por miembros de la APER, resultando dos muertos y diez
heridos. En febrero, cientos de campesinos retienen
tractores para evitar fumigaciones y se producen incendios
de terrenos destinados a cultivos de soja.
El 16 de marzo, la Mesa Coordinadora Nacional de
Organizaciones Campesinas (MCNOC), una de las organizaciones
más importantes del país, y la Plenaria Popular Permanente,
espacio de unidad de organizaciones populares y partidos de
izquierda, convocan movilizaciones bajo el lema “Por la Vida
y la Soberanía Nacional”. La jornada, en la que se cerraron
rutas en cinco departamentos, expresó el repudio a la
utilización de agrotóxicos pero también al modelo
agro-exportador. El gobierno de Nicanor Duarte Frutos
respondió criminalizando la protesta, llegando a calificar
como “guerrilleras” a las organizaciones campesinas.
Según Palau, la respuesta campesina ante el desalojo por la
expansión de la soja tiene tres características. La primera,
y la más frecuente, es la “aceptación pasiva del desalojo”.
Sólo en el ciclo agrícola 2002-2003 los campesinos perdieron
unas 150 hectáreas de cultivos familiares de subsistencia
que fueron a parar a manos de los grandes productores de
soja. Se trata de 14 mil familias, unas 100 mil personas,
que ya no viven en el campo y engrosan los cordones de
miseria de las ciudades.
Un segundo grupo reaccionó de forma “institucional”, a
través de las organizaciones de campesinos (además de la
MCNOC está la Federación Nacional Campesina, FNC), con el
apoyo de municipios y sectores de la iglesia, formando
coordinadoras nacionales y departamentales en Defensa de la
Vida. Este es el sector que ha realizado las movilizaciones
más importantes, entre ellas la Marcha por la Vida y la
Soberanía que recorrió 80 kilómetros en mayo de 2004,
decenas de cortes de rutas y grandes concentraciones
campesinas como las realizadas en setiembre pasado.
Finalmente, muchos campesinos optaron por la acción directa,
que va “desde la disuasión directa a los propietarios de no
cultivar determinadas parcelas, a bloquear el paso al
personal o vehículos que van a fumigar, hasta la quema de
cultivos terminados y listos para la cosecha” (3). Nadie
reivindica estas acciones, pero recientemente surgieron
voces que se pronuncian por “expulsar a los extranjeros”.
Una delgada capa separa las acciones del movimiento
campesino de la acción directa espontánea. Las
organizaciones del campo suelen realizar acciones ilegales
pero legítimas para los campesinos, como los cortes de rutas
y las invasiones de tierras. La respuesta del Estado ha
sido, mayoritariamente, la represión: desde 1989 hasta hoy
murieron 90 campesinos que reivindicaban su derecho a la
tierra y otros 1.500 están imputados por delitos vinculados
con la lucha social. Pero los hacendados suelen contar
también con personal armado que ha provocado muertes que no
recoge ninguna estadística.
Guerra
social
En ocasiones, la impotencia lleva a las bases campesinas a
desbordar a sus propias organizaciones. El 28 de noviembre
de 2004, unos 200 campesinos nucleados en la FNC atacaron
con bombas molotov, petardos y palos la sede la Comisaría
13a. de San Juan Nepomuceno, y consiguieron liberar a un
dirigente detenido el día anterior. Al día siguiente la
policía ocupó el asentamiento del que provenían los
campesinos. Dos días después, en otro asentamiento un grupo
de campesinos atacó a una comitiva policial que iba a
desalojarlos, matando a un oficial e hiriendo a dos. Las
organizaciones campesinas, MCNOC y FNC, negaron estar
relacionadas con esos hechos.
Petrona Talavera y la Conamuri consiguieron que el 7 de
junio se reabra el juicio por la muerte de Silvino. Piden
justicia, luchan contra la impunidad. Enfrente tienen
poderosos enemigos. El 85% de las semillas plantadas en
Paraguay pertenecen a Monsanto. “Sus representantes se
reunieron con los sojeros, a quienes les obligaron a pagar
20 dólares por cada tonelada exportada por concepto de
derechos intelectuales, un monto que sobrepasa en gran
medida el 4 por ciento de impuestos que los sojeros ahora se
niegan a pagar al Estado paraguayo” (4).
Sin embargo, ese Estado despreciado por los grandes
hacendados, sigue siendo su fiel aliado. El 30 de
septiembre, pasado el presidente Duarte Frutos recorrió
siete asentamientos de campesinos sin tierra en el
departamento de San Pedro, una de las zonas más conflictivas
del país. Les dijo que debían dejar de invadir tierras
porque de lo contrario sufrirían las consecuencias: “Va a
venir alguien a violar a sus mujeres e hijas y tendrán que
callarse. Les darán de beber de su mismo remedio, la
violencia” (5).
Petrona, como tantas otras mujeres campesinas, conoce la
realidad de su país, inscrita con dolor en su cuerpo, en las
lágrimas que siguen llorando a Silvino. La gran mancha de
aceite que arrasa todo a su paso, como algunos paraguayos
definen la soja, puede estar perdiendo su impunidad.
Raúl Zibechi
Agencia Latinoamericana
de Informacion - ALAI
11 de mayo de 2005
1) Rosalía Ciciolli, "El
arsenal agrícola bombardea otra vez", en Rel Uita, 22 de
diciembre de 2003.
2) Tomás Palau, "Capitalismo
agrario y expulsión campesina”, Ceidra, Asunción, 2004, p.
25.
3) Idem, p. 56.
4) Rosalía Ciciolli, "Impuesto
a la exportación de soja. La resistencia de los
privilegiados”, Rel-Uita, 18 de noviembre de 2004.
5) Revista OSAL No. 15,
diciembre de 2004, p. 145.
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