Poder encontrar un marco común de acciones entre todos los
grupos y personas que promueven un mundo más justo basado en
la práctica de la agricultura orgánica conlleva la necesidad
de alcanzar un horizonte de reflexión y una percepción de la
realidad radicalmente diferentes a los que hasta ahora han
sido hegemónicos.
¿Qué hay en común entre los diversos planteos de los
movimientos sociales, la ciencia de la ecología
contemporánea, el pensar y sentir de las culturas
originarias de América y del resto del mundo? Primeramente,
una convicción: la de que así como van las cosas el futuro
del planeta es aterrador, que los diagnósticos ya son
demasiados para estar seguros de que el camino por el que
atraviesa la humanidad está inexorablemente destinado al
fracaso y la muerte.
Pero luego de una primera constatación negativa, de un común
denominador fruto de todo aquello a lo que nos oponemos,
tenemos que construir, tenemos que elaborar una alternativa
que en sí misma se justifique sin oponerse más a nada. El
hecho de reunirse en torno a aquello ante lo cual todos nos
oponemos puede ser un buen paso inicial, pero nada más que
eso. Y el desafío actual consiste en la construcción de una
plataforma de acciones específicas para actuar lo antes
posible y con la mayor energía disponible.
En este sentido, para alcanzar nuevas acciones (en las
cuales estamos todos de acuerdo: campesinos, científicos
comprometidos, movimientos sindicales...) es necesario
establecer un marco conceptual apropiado, que ya existe
implícitamente pero no puede ser visto desde la superficie.
Se trata de una nueva manera de pensar, que en realidad es
ancestral para muchas culturas del planeta, como la de los
compañeros bolivianos quechuas y aymaras. Se trata de un
nuevo paradigma (una forma de pensar) que es la que sustenta
inconscientemente todas nuestras demandas, necesidades y
deseos.
I. Hacia una lógica viva y de lo vivo
La lógica imperante, la misma que ha sustentado los modelos
neoliberales (o neoconservadores, como bien aclara Enildo
Iglesias), es la misma que ha estructurado al conocimiento
científico dominante, el que lo ha mistificado. Al respecto
Antonio Bello ha sido más que enfático; la ciencia, como
toda actividad cultural, es un bien colectivo.
Lamentablemente, la actividad científica, que en el siglo XV
europeo se había emancipado de los poderes eclesiásticos
derramando la sangre de tantos «filósofos experimentales»
–como se los llamaba–, dos siglos después ya se encontraba
fuertemente ligada al poder de los monarcas, nuevamente la
Iglesia, y los burgueses. Hay que remontarse bastante atrás
para comprender el presente. Se trata de procesos de larga
duración.
La alianza más profunda entre ciencia y capitalismo la
encontramos a nivel lógico. Es justamente en el modo de
pensar, en los procedimientos correctos y los prohibidos,
donde se establece lo que es posible. La búsqueda de la
mayor acumulación de capital, el dominio sobre el planeta,
la explotación indiscriminada, se sustenta en un sistema
abstracto para el cual el universo está hecho de dicotomías
(es decir, de pares de opuestos, trátese de lo que se trate:
bueno / malo, bello / feo, verdadero / falso, para la ética,
la estética y la ciencia respectivamente). Para esta lógica
el espacio de acción es homogéneo, es decir uno solo y
conformado por una sola sustancia. Lisa, perfectamente
horizontal, pulida, la mesa de la razón occidental aplasta
desde entonces a las diversas cosmovisiones humanas y a las
formas de vida (vegetal, animal y por qué no mineral) para
establecer con ellas sistemas de dominación en base a la
explotación de los recursos naturales, de la fuerza de
trabajo de sus poblaciones, de las necesidades vitales de
las mismas (convertidas en masas consumidoras, mercados de
gente). Progresivamente hemos llegado a la situación
contemporánea, donde reinan las transnacionales y donde esta
misma lógica ha alcanzado dimensiones de dominación sin
precedentes (grandes masas de desocupados, agotamiento y
destrucción de los recursos naturales, etcétera).
Creo que es necesario establecer una diferencia radical con
esta concepción que impregna todos los aspectos de la vida y
de la cual parece tan difícil escapar. En las
participaciones de los diferentes integrantes del foro
estuvo presente una lógica viva y de lo vivo, que
implícitamente articula las diferentes acciones específicas
llevadas a cabo por todos. Tenemos que explicitarla y
trabajar directamente sobre ella, para ir perfeccionando y
comunicando en forma creciente este nuevo punto de vista
desde el cual afirmar nuestras demandas ante la familia
planetaria.
Una lógica de lo vivo es aquella que se centra en los
procesos autogeneradores, recursivos, autopoiéticos (del
griego poiesis, creación). Como decían los ingenieros
agrónomos y biólogos, los ecologistas de todas las culturas
convocadas en el foro, al agricultor se lo ha matado porque
se ha cortado el ciclo en el cual conservaba el flujo
energético entre las especies con las cuales interactúa,
siendo él un ser vivo más en el proceso. El uso de
agrotóxicos, la biotecnología estándar que se está aplicando
corta estos ciclos vitales, hacen dependiente al agricultor
de factores externos que lo superan ampliamente y lo colocan
a merced de poderes abstractos que se pierden en mercados
internacionales controlados por pocas transnacionales.
Nuestras acciones, por tanto, deben fundamentarse en un
discurso que piensa a la naturaleza de otra forma, en la
armonía de sistemas que se autogeneran sin cesar. Esa es la
propia experiencia del agricultor y de todo el que trabaje
la tierra y produzca alimentos en forma justa y solidaria.
II. La diversidad hace la fuerza
Las culturas, las comunidades humanas, los propios
individuos, no estamos constituidos como cáscaras
encerradas. Si bien en la actualidad los procesos de
comunicación planetaria nos han puesto en contacto como
nunca antes lo hemos estado, la historia de la especie
humana está repleta de grandes procesos de articulación de
diferentes culturas (piénsese lo que era el Tahuantinsuyo y
su crisol cultural, el Mediterráneo helenístico, o las rutas
comerciales a partir del neolítico, para ir más atrás).
Como procesos autogenerativos, las culturas nunca han estado
cerradas del todo. Aquí también debemos pasar de una manera
de pensar la diversidad humana como simple suma de
variedades una al lado de la otra, a una visión más compleja
en la cual los vínculos y las articulaciones son capacidades
inherentes a toda unidad. La lógica hegemónica a la que
hacemos referencia acostumbra separar tajantemente el
adentro del afuera, a escala social, comunitaria o
individual.
Y la realidad nos muestra otra cosa: que cuando no
adentramos más y más en la interioridad de cada una de
nuestras subjetividades, de nuestros rasgos identitarios
compartidos en el seno de nuestras comunidades, en los
sistemas de significaciones que hacen a cada cultura, no
llegamos a un fondo esencial y puro, que sería algo así como
la raíz primera, sino que accedemos a canales, a vías de
comunicación intercultural.
¿Quién no puede comprender el dolor, el sufrimiento, el
placer o la alegría? Los universales culturales existen, lo
que sucede es que lo universal de la cultura es su carácter
singular, particular, concreto, en el que se configura
siempre. Yendo cada vez más hacia el adentro alcanzamos el
afuera, trabajando sobre nuestra interioridad accedemos a la
generalidad que los liga con los otros, con la diversidad.
Debemos abandonar entonces el esquema que nos hace pensar
que nuestros límites chocan con los límites del otro, que la
diversidad del género humano es como una bolsa de bolitas,
una suma de átomos aislados, y encontrar en cada uno de
nuestros ciclos autogenerativos los puentes que nos ligan
con lo diferente.
La diversidad no es un mal necesario. Todo lo contrario: en
la diversidad radica la fuerza vital de la humanidad. Porque
somos diversos somos humanos. No se trata de un problema a
resolver, sino de una realidad a asumir para potenciarla.
Gracias a las diferencias es que podemos componer sistemas y
articulaciones, redes ricas en procesos productivos
múltiples y variados, podemos crear y re-crearnos sin cesar.
La agricultura es, entre todas las actividades humanas, la
más holística que se pueda encontrar (es, como decía Antonio
Bello, multifuncional, afecta a todos los aspectos de la
vida, produce todas las condiciones para una existencia
soberana, digna y sostenible). Y la agricultura es también
una actividad que necesariamente nos pone ante el milagro de
la vida, ante lo que no deja de ser inexplicable
racionalmente: cómo es que se da la regeneración cíclica,
aquello que nuestros ancestros, mirando los cielos y los
paisajes terrestres, honraron con respecto y admiración. Es
desde estas convicciones y buscando un pensamiento
alternativo que debemos afirmar y amplificar nuestras
acciones.
Eduardo Álvarez
Pedrosian
© Rel-UITA
18 de febrero de
2005
* Artículo basado
en la exposición realizada en el foro “Justicia social en la
agricultura orgánica y sustentable”, celebrado en Montevideo
entre el 2 y el 5 del corriente, organizado por Rel-UITA y
las organizaciones Peacework Organics Farms, CATA y RAFI de
Estados Unidos.