El nuevo feudalismo muestra sus garras

 

 

En medio de todo el alboroto creado por el informe de la Organización de Naciones Unidas (ONU) que dice que el planeta se está destruyendo debido a los apetitos de ganancia del capitalismo –nada más y nada menos lo que sabían, desde hace siglos, todos quienes luchan por el socialismo– las transnacionales siguen su camino de destrucción desmedida, apoyadas por gobiernos y las elites depredadoras. El interés central de estas ansias de poder es justamente la tierra, no el planeta como un todo sino el suelo, el subsuelo y sus riquezas energéticas. Hoy, en toda América Latina, la lucha de los pueblos originarios y de los campesinos sin-tierra es justamente para garantizar que la tierra sea preservada de la saña desarrollista del modelo capitalista de producción. Y, en este forcejeo, está claro que son los pueblos autóctonos y los sin-tierra, quienes sufren más duramente los efectos de este nuevo feudalismo que se expresa en el despojo, la cárcel, la tortura y la violencia.

 

No es de ahora que las luchas sociales son criminalizadas como formas ejemplarizadoras y definidas para escarmentar a la gente. Basta que un movimiento se exprese en las calles, en marchas o en actos políticos para que se haga presente la represión que cumple su trabajo de defender el orden. No el orden social –que sólo el hecho de que haya protestas y luchas demuestra que no existe– sino el que sirve a los poderosos, que defiende sus intereses y propiedades.

 

El año pasado fue pródigo en ejemplos de cómo los gobiernos tratan a las gentes que osan levantarse contra el agotamiento de las tierras a causa del monocultivo, contra el uso irracional de los recursos naturales, contra la explotación, por el derecho de vivir en sus lugares ancestrales y compartir con la Pachamama (la tierra), según los ritos de la armonía, de la racionalidad soñadora, del respeto. México, en este sentido, es paradigmático. En San Salvador de Atenco, la población se levantó porque los ricos querían desalojar a las familias que viven allí desde hace milenios, sólo para hacer un aeropuerto. Oaxaca resistió por meses y su gente enfrentó la muerte, la violencia y la cárcel, por defender la vida digna y la tierra compartida. En el fondo de toda esta represión está el acabar los ejidos (las tierras comunales), que son sagrados para los mexicanos. La tierra y su bendición... La tierra como morada sublime, la tierra como madre. Cuestión imposible de ser comprendida por los ejecutivos de las transnacionales, por las elites asesinas y por los gobiernos de alquiler.

 

Batallas cruentas también libran los Mapuches, en Chile y Argentina, en la defensa de su territorio ancestral, espacio sagrado de vida compartida, solidaria y comunal. Pero, para su mala suerte, este espacio tiene riquezas, y ellas no escapan a la rapiña del nuevo feudalismo mundial, ahora comandado por “hacendados” más modernos. Así, para garantizar que las tierras Mapuches se queden en manos de las empresas extranjeras, las comunidades son sistemáticamente invadidas por la policía, y sus líderes son encarcelados. Los motivos que invocan son los más extravagantes. Van desde la acusación de robo de ganado hasta terrorismo. Claro, los gobiernos llaman terrorismo a la lucha que los mapuches llevan a cabo para defender la tierra que siempre ha sido suya. De tal manera que los actos criminales son cometidos por las fuerzas instituidas del orden.

 

Un caso que merece citarse es la comunidad de Temuicuicui, en Chile, que desde el 2002 ha sido atacada, violentada y ha sufrido abusos. Varios comuneros han muerto y otros tantos están en las cárceles. Todo porque quieren su tierra y luchan contra las papeleras y contra la política del gobierno chileno de comercializar las tierras que están ocupadas por los Mapuches desde hace cientos de años.

 

Y así, los gobiernos y la mass media prostituida difunden imágenes de conflictos religiosos, de terrorismo, de subversión, de trifulcas, de bandolerismo, como se puede observar también en el caso de Palestina. Pero la cuestión que está detrás de toda esta mentira no es más que el ansia por apropiarse de la tierra, la rica tierra repleta de minerales, de petróleo, pero también de la tierra fértil. La diferencia es que el capital quiere la tierra para convertirla en vil mercancía, para esquilmarla causando más dolor a la Pachamama, provocando desastres. En cambio, los pueblos originarios quieren la tierra para reverenciarla, para respetarla en su condición de madre y hermana. Este es el gran dilema que estamos viviendo. A cada uno de nosotros en el planeta le corresponde decidir de qué lado está.

 

 

Elaine Tavares
Alai-amlatina

7 de febrero de 2007

 

 

 Ilustración: www.portalplanetasedna.com.ar

 

 

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