México
Patentar genes es hipotecar el futuro
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Recientemente, el
Centro de Investigación y Estudios Avanzados (CINVESTAV)
del Instituto
Politécnico Nacional anunció la puesta en marcha del Laboratorio Nacional de
Genómica para la Diversidad Vegetal y Microbiana, emprendimiento financiado por
un proyecto conjunto del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y las
secretarías de Educación Pública y la de Agricultura, informó Matilde Pérez al
periódico La Jornada |
S
egún la directora del CINVESTAV,
Rosalinda Contreras Theurel, este laboratorio ampliará la capacidad de secuenciamiento de
genes y es ejemplo de lo que se debe respaldar, ya que
“restringir el apoyo gubernamental para biotecnología es
hipotecar el futuro de la nación”. Agrega que el apoyo
gubernamental es necesario “sobre todo ante la necesidad de
patentar las investigaciones”. Contreras Theurel reconoce
que con los transgénicos hay riesgo de contaminación, “pero
que eso podría controlarse”. ¿Como quedó demostrado con la
contaminación del maíz campesino en México? Agrega que los
que critican los transgénicos “sólo provocan miedo y afectan
la opinión de la gente hacia los científicos”, que “de lo
que no se habla es del derecho de los mexicanos a alimentos
de mejor calidad”, ya que “los campesinos necesitan
variedades de semillas de plantas más resistentes a las
plagas, a los cambios climáticos, al deterioro de los
suelos”.
No son extrañas estas posiciones del
CINVESTAV, ya que varias de sus investigaciones en
biotecnología están financiadas por la trasnacional
Monsanto,
que controla más de 90 por ciento de los cultivos
transgénicos plantados comercialmente en el mundo y, como
tal, seguramente una de las principales responsables de la
contaminación del maíz campesino en México.
Los gigantes de la biotecnología
“financian” proyectos de instituciones de interés público
porque les permite acceder de manera cómoda y barata al
germoplasma de los cultivos en diferentes países, utilizando
la infraestructura, la formación pública y el conocimiento
del medio de los investigadores nacionales, para luego
aplicarlo en sus propios productos comerciales y, si viene
al caso, patentar sus genes para el lucro de sus empresas.
Todos los transgénicos están patentados, la mayoría por un
puñado de empresas agrobiotecnológicas, que no han dudado en
llevar a juicio a agricultores cuyos campos se contaminaron
con transgénicos, por “uso indebido de patente”.
Pensar en patentar las investigaciones y
hasta “patentar todas las variedades vegetales del país”,
como se expresa en el mismo artículo, es, en la
interpretación más benévola, sumamente ingenuo. Las patentes
son instrumentos jurídicos de monopolio diseñados para los
intereses de los grandes capitales, y en sí constituyen una
violación al artículo 27 de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, que establece que “todos las personas
tienen derecho a participar del progreso científico y los
beneficios que de él resulten”. Tienen un elevado costo, que
va de miles a millones de dólares por patente según su
alcance, y aun así, pueden ser objeto de apelación por parte
de cualquier compañía de agronegocios que alegue que esa
patente infringe una suya propia. Según un estudio de la
Universidad de Stanford, los litigios de patentes
biotecnológicas son los que más crecen, y para el 2000
tenían un costo promedio de 1.5 millones de dólares por
litigante. Patentar un producto (inclusive una
investigación) es, de hecho, sustraerlo al público y
colocarlo en el mercado, es decir, a los que puedan pagar.
Pensar en combatir este robo inmoral de los bienes
colectivos y públicos con los mismos métodos, requiere como
mínimo un nivel de inversión similar. ¿Será éste el mejor
destino de los escasos recursos para investigación pública
en México?
Patentar cultivos o sus genes, o
investigación sobre ellos, es apropiarse del trabajo de
desarrollo que durante milenios han hecho los campesinos de
todo el mundo en forma colectiva y pública, y que es la base
de todas las semillas que cualquier instituto de
investigación público o privado utiliza hoy día.
Justamente, porque existe este trabajo de
millones de familias y comunidades campesinas e indígenas,
que de por sí se hace en forma descentralizada, familia a
familia, milpa a milpa, campesino a campesino, que México es
centro de origen y diversidad del mayor logro agronómico de
la historia que es el maíz y de una gran cantidad de otros
cultivos (jitomate, chile, frijoles, calabazas y muchos
más). Cada familia campesina utiliza año a año diferentes
variedades de semillas que selecciona y ha ido adaptando a
las condiciones de su campo, a las plagas, a las condiciones
del suelo, de sequía o lluvia, de tal modo que si una no
resulta, otras sí lo hacen. Esto es su sustento y es lo que
ha producido por milenios alimentos de gran calidad
nutritiva, y una enorme diversidad que jamás podrá ser
sustituida por una, dos o 10 variedades que se creen en un
laboratorio.
Las amenazas a las familias campesinas y
las comunidades indígenas, verdaderos garantes de la calidad
y la diversidad, no vienen de la falta de tecnología, sino
de políticas agrarias que los expulsan del campo, que no se
basan en sus necesidades y culturas, sino en favorecer la
gran agricultura industrial (nacional o multinacional)
uniforme, maquinizada y contaminadora de suelos y aguas
(para lo cual se quiere inventar cultivos transgénicos que
la resistan); de la extranjerización del sustento y la
alimentación, por ejemplo, mediante la importación de
cultivos artificialmente “baratos” que compiten con los
productores mexicanos y los contaminan con sus transgénicos
y sus genes patentados.
Silvia Ribeiro*
Periódico La Jornada, México
24 de mayo de 2004
* Investigadora del Grupo ETC.
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