Todas las semillas transgénicas en el mundo son
controladas por seis empresas: Monsanto,
Syngenta, DuPont, Dow, Bayer y Basf. Son todas
transnacionales químicas que se apropiaron de
las compañías de granos para controlar el
mercado agrícola, vendiendo semillas casadas con
los agrotóxicos que ellas producen (herbicidas,
insecticidas, etcétera).
Todas –además de
Monsanto
que se ha hecho
famosa como villano global– tienen un historial
criminal que incluye, entre otros crímenes,
graves desastres ambientales y contra la vida
humana. Todas, una vez al descubierto,
intentaron evadir sus culpas, tratando de
deformar la realidad con mentiras y/o
corrupción. El hecho de que todos los
transgénicos estén patentados y que la
contaminación sea un delito para las víctimas,
significa que cualquier país que autoriza los
transgénicos entrega su soberanía, de manos
atadas, a los designios de unas cuantas
transnacionales que deciden según su afán de
lucro. Además, tratándose de estas empresas,
autorizar la siembra de transgénicos es entregar
las semillas, los campesinos y la soberanía
alimentaria a un puñado de criminales en gran
escala. Crimen organizado, legal.
Recientemente un tribunal de la India se
pronunció, luego de casi 20 años de demandas de
los afectados, sobre un caso que atañe a una de
ellas:
Dow. Se trata de unos de los
peores accidentes industriales de la historia:
una enorme fuga accidental de gas tóxico de la
fábrica de agroquímicos
Union
Carbide, en
Bhopal, India, en 1984. Organizaciones de
sobrevivientes estiman que han muerto más de
22 mil personas y 500 mil tienen
secuelas permanentes. Cincuenta mil están tan
enfermas que no pueden trabajar para mantenerse
a sí mismas.
Estudios recientes confirman que los hijos de
los afectados por el gas también sufren daños.
El porcentaje de defectos de nacimiento en
Bhopal es 10 veces superior al resto del país,
la frecuencia de cáncer es mucho más alta que el
promedio. El agua de más de 30 mil habitantes de
Bhopal sigue contaminada por la fuga. Las
víctimas y familiares han luchado duramente, por
décadas, para que se atienda y paguen los gastos
médicos de los afectados, se limpie el lugar y
se juzgue a los responsables.
Dow
compró la transnacional
Union Carbide
en
el año 2001. Fue una jugosa expansión de su
lucrativo negocio de vender tóxicos, y una forma
de seguir las operaciones, zafándose de la mala
reputación del accidente. Según el contrato de
compra, Dow se haría cargo de todas las
responsabilidades de Union Carbide.
Dow
reservó 2.200 millones de dólares para
potenciales demandas relacionadas a asbestos
(amianto) en Estados Unidos, pero nada
para atender las indemnizaciones pendientes en
la India, mostrando que para ellos la
vida de la gente en los países del Sur no vale
nada. Nunca se presentó a tribunales en la
India. Por el contrario, asumió una actitud
agresiva contra las víctimas, demandando
legalmente por miles de dólares a los que se
manifestaron frente a la empresa sobre el
desastre de Bhopal.
El 8 de junio 2010, un tribunal falló contra
ocho ejecutivos de
Union Carbide. La
sentencia por haber provocado la muerte de
22.000 personas es de un cinismo feroz: dos años
de cárcel y cerca de 2.000 dólares de multa para
cada uno, pese a que ninguno de los seis
sistemas de seguridad de la fábrica funcionaba
en 1984, solamente para ahorrar costos a la
empresa. Warren Anderson, presidente de
Union Carbide
en el momento de la
explosión y principal responsable, huyó a
Estados Unidos, donde sigue viviendo en el
lujo, defendido de los pedidos de extradición
por los abogados de
Dow.
Lejos de ser un caso aislado, de otra empresa,
Dow
tenía ya historia con genocidios.
Fabricó el napalm que se usó en Vietnam y
comparte con
Monsanto
haber producido el
Agente Naranja, tóxico que también se usó en
Vietnam y que hasta el día de hoy sigue
produciendo deformaciones en los nietos de las
víctimas. También en ese caso,
Dow
y
Monsanto
trataron de evadir cualquier
compensación, pagando finalmente minucias. Más
cercano,
Dow
está en juicio por la venta
y promoción –a sabiendas de sus graves
consecuencias– del agrotóxico nemagón (DBCP)
en varios países latinoamericanos, que ha
provocado esterilidad en trabajadores de las
plantaciones bananeras y deformaciones
congénitas en sus hijos.
Estos horrores no son una excepción, sino moneda
corriente de las empresas de transgénicos, que
en forma sistemática desprecian la vida humana,
la naturaleza y el ambiente, para aumentar sus
lucros. Recordemos, por ejemplo, que
Syngenta
plantó ilegalmente cultivos de maíz transgénico
en áreas naturales protegidas en Brasil,
y luego, frente a la ocupación de protesta que
realizó el Movimiento de los Sin Tierra,
contrató una milicia armada que disparó a
mansalva.
Monsanto
intenta ahora mismo
aprovechar la tragedia que provocó el terremoto
en Haití para imponer allí la
contaminación y dependencia a sus semillas
modificadas.
DuPont
continuó vendiendo
agrotóxicos restringidos en Estados Unidos
–como el Lannate (methomyl)– en Ecuador,
Costa Rica, Guatemala, donde
provocó el envenenamiento de miles de
campesinos.
Basf
y
Bayer
están
acusadas de casos similares.
¿Se podrá creer a estas empresas que los
transgénicos no tienen impactos al ambiente y a la
salud –y que si hubiera contaminación transgénica
del maíz en su centro de origen– ellos lo
vigilarán y controlarán?
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