Huelga de los corteros
La
violencia de la explotación
y el
“trabajo decente”
Colombia es tan
extremadamente rica como extremadamente injusta. La
rapiña y la depredación se perpetraron siempre desde
arriba, desde un reducido grupo de privilegiados, “y
el sino de la violencia ha acompañado, como partera, al
desarrollo económico y político”, afirma Fals
Borda*.
En
el código genético de la oligarquía criolla ruralista,
el látigo y el fusil han sido siempre los argumentos
para legitimar su discurso, voracidad y arrogancia. A su
vez, el modelo de producción y el sistema político anticampesino, siempre
han dado más a los que
más tienen,
hundiendo en la miseria a millones de personas.
La
pequeñas y medianas propiedades rurales vienen siendo
arrancadas de raíz a través de violentos y perdurables
procesos de concentración fundiaria. Por ello en
Colombia se habla de la tenencia monopólica de la
tierra: el
0,4 por ciento del total de propietarios posee el 61 por
ciento de las mejores tierras del país, mientras el 54
por ciento de los agricultores familiares detenta sólo
el 1,7 por ciento de la tierra.
El
desplazamiento forzoso del campesinado -en aceleración
desde mediados del siglo XX- ha tomado dimensiones de “éxodo
rural”. Unas 1.500 personas huyen de sus tierras a
diario, y según datos de la Consultoría para los
Derechos Humanos y el Desplazamiento (CODHES),
el número de desplazados por la violencia en el país
asciende a 4 millones de personas, lo que equivale al 10
por ciento de la población.
A la
presión ejercida por los actores violentos y las
fumigaciones aéreas del Plan Colombia, se añade
ahora la violencia de la expansión de la frontera
agrícola a través del avance del monocultivo de la
Palma Africana y la producción de agrocombustibles,
promovidos desde el Tratado de Libre Comercio (TLC)
con Estados Unidos: un mero trámite para
justificar el eterno saqueo.
Tanto por la pérdida de sus tierras como por la falta de
oportunidades debido a la creciente “desagriculturación”
del empleo, la población rural está siendo condenada a
una profunda exclusión social.
Se estimó que para 2002 el 79,7
por ciento de la población rural se ubicaba por debajo
de la línea de pobreza, y de ellos, el 45,9 por ciento
sería indigente o pobre extremo.
A su vez, los parias de la tierra, los desplazados por
la violencia en el medio rural, terminan padeciendo la
violencia y la marginalidad urbanas. A los campesinos
excluidos del nuevo orden, sin derecho ciudadano, les
aguarda el mal vivir en las ciudades o la condena de un
empleo precario, zafral, para mal vivir en el campo.
En este
contexto, el sector azucarero colombiano se destaca con
una historia de explotación, miseria y elitismo. La caña
de azúcar ingresó en Colombia de la mano de los
españoles. La bondad de los suelos y el clima, la
rusticidad del cultivo y la codicia sin límites del
conquistador, lacraron la suerte de la caña
convirtiéndola en su sello de identidad a lo largo de la
historia. “Preparaos a soportar la carga de la
miseria que viene a vuestros pueblos”, profetizó el
“Sacerdote Jaguar Maya” en el siglo XVI.
La génesis y el
desarrollo de la caña van de la mano con la génesis y el
desarrollo de la esclavitud en Colombia,
en un inicio indígena y luego africana. En virtud de los
incentivos que ofrecía la Corona española a los
cultivadores -que luego se transformaron en subsidios,
hasta nuestros días- las unidades agrícolas productoras
de caña absorbieron el mayor número de esclavos.
Han
pasado 470 años desde que Pedro de Heredia
introdujo la caña en Colombia, y su maleficio
continúa reproduciendo las mismas atrocidades que en el
siglo XVI. Hoy los asalariados de la caña del Valle del
Cauca -en huelga desde el 15 de septiembre- reclaman
ante los bajos salarios, por sus pésimas condiciones de
vida, porque la báscula siempre miente a favor del
empresario. Sobre todas las cosas, los corteros rechazan
las
Cooperativas de Trabajo Asociado,
un eufemismo que
esconde un escandaloso sistema de tercerización que
evade la responsabilidad del Estado y del empleador ante
el trabajador.
El
presidente Álvaro Uribe arremete con su
catequesis sobre los biocombustibles y su preocupación
por el estado de calentura del planeta, entonces la
maldición de Pedro de Heredia vuelve a cobrar
fuerza: los poderosos empresarios del sector
sucroalcoholero se transforman en los Cruzados de la
nueva Corona Imperial, en defensa del parque automotriz
y del modo de vida estadounidenses: el
“American Way of Life”.
El pueblo colombiano, por su parte, que paga el
azúcar tres veces más caro que el resto del mundo, “contribuirá”
subsidiando también la producción de etanol.
En
los comienzos del sector azucarero actuaron
colonizadores y colonizados, en el actual escenario
participan globalizadores y globalizados, en ambos
casos, los perdedores son siempre los mismos.
A 157 años de abolida
la esclavitud en Colombia, los asalariados de la caña
deben cortar como mínimo entre 5 y 6 toneladas diarias,
en jornadas de trabajo que oscilan de 12 a 14 horas y en
su mayoría no superan el salario mínimo.
La
vorágine de la violencia en Colombia también se
instaló desde hace décadas en el mundo del trabajo, no
sólo porque es el país más peligroso para la tarea de
dirigente sindical, sino además porque aún trabajando en
condiciones extremas, como ocurre en el corte de la
caña, no se
gana para salir de la violencia de la pobreza, donde la
gente puede encontrar un empleo, pero nunca se
beneficiará de un derecho.
José Martí
sentenciaba: “Los pueblos de América son más libres y
prósperos a medida que más se apartan de Estados
Unidos”…, y a medida también que más se apartan de
la caña de azúcar y su mimada élite de hacendados… nos
atrevemos a agregar.
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