Acababa de terminar la marcha de los bananeros afectados por
el Nemagón en Chinandega. Era una marcha para
celebrar el regreso de miles de personas a sus
hogares, después de más de ocho meses acampados en
Managua y la firma de los Acuerdos con el gobierno y
la Asamblea Nacional.
Wilfredo Martínez, “Will” por los compañeros y compañeras de
tantos años de lucha, se había montado en la
camioneta que nos conducía de regreso a la capital.
Como siempre, había presenciado la marcha en su calidad de
líder de uno de los tantos grupos de afectados por
los agrotóxicos diseminados en el territorio
nicaragüense.
No estaba bien. Demacrado, pálido y más flaco de lo
acostumbrado, había seguido con su actividad
minuciosa, como hormiguita obrera y con su gran
tenacidad.
Fue cañero y quedó afectado por el uso de plaguicidas. Además
apoyó y se entregó en cuerpo y alma a la lucha de
los bananeros afectados por el Nemagón
Junto a Coquito era responsable de mantener los contactos con
los diputados al interior de la Asamblea Nacional,
para que avanzaran con el proceso de apoyo a los
afectados.
No lo conocía muy bien, pero recuerdo las interminables horas
pasadas juntos en la Asamblea Nacional, yo cubriendo
las noticias y él corriendo por todos lados para que
a los bananeros se les diera el permiso de entrar a
la Asamblea, para conocer los avances de las
demandas presentadas meses antes, para saber si por
fin habían discutido las resoluciones en Comisión.
De repente desaparecía en alguna oficina, y volvía a
aparecer, enojado porque no lo habían atendido o
porque nadie pudo darle una respuesta. Todo el mundo
lo conocía.
Recuerdo su manera de hablar clara y sin miedo a nada y a
nadie. Siempre era el primero en saludarte, en
ofrecerte su mano y preguntarte cómo seguía todo,
enfatizando los adelantos de la lucha.
Siempre a la cabeza de las marchas, hablaba de esta lucha
que, tarde o temprano, se iba a ganar. No tenía
dudas, a pesar de las enfermedades que lo afectaban
severamente y, tengo la certeza, contra las que
luchó hasta sus últimos días.
Hacía ya un par de meses que no lo veía. Cuando supe que
había fallecido a sus 42 años como consecuencia de
una serie de complicaciones que le habían afectado
los riñones, me quedó la amargura de no haber podido
despedirme de él.
Comencé a pensar, a recordar y a buscar alguna foto suya. Al
final encontré una, la más significativa,
encabezando la entrada en Managua de la "Marcha sin
Retorno".
Es bueno recordarlo así, a la cabeza, marchando con la mirada
en alto, abriendo brecha para las futuras
generaciones.
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Con José Luis Suárez hablé en su casa en Chichigalpa. Los
compañeros y compañeras de la Asociación
Nicaragüense de Afectados por la Insuficiencia Renal
Crónica (Anairc) me habían invitado para que
escribiera un reportaje sobre la dramática situación
de los cañeros.
La Unión Internacional de Trabajadores de la Alimentación (UITA)
se mostró interesada en el proyecto y pasé dos días
con ellos escuchando sus experiencias, mirándonos a
los ojos, recogiendo cada detalle de estas dolorosas
historias y cada partícula del orgullo que emanaban
sus palabras.
José Luis estaba tendido en un catre en el patio de su casa.
Tenía 59 años, de los cuales 38 pasados trabajando
como jornalero en los cañaverales del Ingenio San
Antonio.
Me tomó la mano con sus dedos curtidos por el sol y el
trabajo, y me saludó con pocas y débiles palabras.
Tenía ganas de hablar, a pesar de su dificultad para
respirar y pronunciar las palabras.
Quería denunciar al mundo entero no sólo lo que le había
pasado a él, sino a los miles de compañeros y
compañeras que se habían enfermado con los
pesticidas.
Nombró de memoria los 33 lugares del Ingenio San Antonio
donde se encontraban las aguas contaminadas.
Recuerdo que a pesar de su extrema debilidad, se levantó con
mucha dificultad y quiso acompañarme hasta los
cañaverales para que viera el foco de contaminación,
las aguas putrefactas con que riegan la caña, y para
que constatara la proximidad entre las casas y los
cañaverales sobre los que esparcen el pesticida
desde avionetas.
Se reía cada vez que el carro saltaba en las piedras del
camino que rodea los cañaverales, y a cada
imprecación que no podía detener.
Quiso que nos detuviéramos en la clínica del Ingenio para que
viera la ridícula atención que se les brinda a los
afectados de IRC.
Hace siete años le habían diagnosticado Insuficiencia Renal
Crónica, y falleció apenas dos meses después de la
entrevista.
Sus palabras y todo su cuerpo eran una denuncia.
“Los dueños de la empresa han traído la muerte a este lugar y
a sus habitantes. Desde hace tres meses estoy en
esta cama y no puedo levantarme. Tengo 14 de
creatinina y me siento como uno de los héroes y
mártires que han aguantado hasta el final esta
enfermedad.
Cuando en 1999 me presenté para trabajar en la zafra me
sacaron sangre y resulté enfermo de IRC. Me
rechazaron y me tiraron a la calle a morir.
Me dieron una pensión de 1.500 córdobas mensuales (85
dólares) que no me alcanza ni para una semana.
La vida es sagrada y vale mucho, y nosotros, que fuimos
trabajadores, necesitamos que se denuncie todo esto
a nivel mundial, porque fue criminal tirar todos
estos pesticidas y contaminar el agua de esta
manera.
Aquí no sólo los trabajadores fueron afectados, sino todo el
pueblo, pero como esos señores son ricos y poderosos
gozan del apoyo del gobierno y de los políticos, y
también de los medios de comunicación los encubren”.
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Después de haber escrito todas estas palabras me pregunté por
qué siento esta necesidad de compartir todo esto con
quien me lee. No hay nada de retórica. No hay nada
sensacionalista.
A Wilfredo y José Luis los tuve cerca y pude compartir con
ellos, como con muchos otros, el sentimiento de
desesperación de una enfermedad terminal y, al mismo
tiempo, la capacidad de mirar más allá de la
cotidianidad y de ver un horizonte de justicia que,
lo sabían perfectamente, no llegarían a saborear.
Son dos víctimas más de la vergüenza que ha inundado a este
país, y de la lógica inhumana que sostiene la
explotación de obreros y campesinos.
Ellos, como todas las otras víctimas, no son números con los
cuales jugar fríamente como en los noticieros cuando
se habla de los muertos sin rostro y sin edad.
Detrás de estos números hay vidas, relaciones,
amistades, luchas, legados, deseos y desesperaciones
que no se pueden borrar sino, antes bien, hay que
valorizar.
Cada vida que se apaga, como la de los miles de afectados por
agrotóxicos en Nicaragua y en el mundo, tiene nombre
y apellido y nos compromete más para que esos
nombres, estos rostros, estos conjuntos de
emociones, no sean olvidados, sino que sean un
estímulo para seguir adelante en la búsqueda de
justicia para el pasado y de nuevos caminos para el
futuro.