Según las cifras 
de ventas reportadas en 2008, las 10 empresas 
transnacionales más grandes del planeta en cada rubro, 
controlan 67 por ciento del mercado de semillas 
comerciales bajo propiedad intelectual; 89 por ciento 
del mercado mundial de agroquímicos; 26 por ciento de la 
ventas directas al consumidor a nivel global; 55 por 
ciento del mercado farmacéutico, 63 por ciento de la 
farmacéutica veterinaria y 66 por ciento de la industria 
biotecnológica.
 
 
En 
muchos casos, se repiten las mismas empresas en los 
diferentes sectores, o tienen acuerdos mutuos que les 
permiten control en su rubro y en las cadenas de rubros 
asociados. Sigue siendo el supermercado WalMart, 
la empresa más grande del mundo, siendo la número 26 
entre las 100 economías más grandes del planeta, mucho 
mayor que el Producto Interno Bruto (PIB) de 
países enteros como Dinamarca, Portugal,
Venezuela o Singapur.
 
También 
la disparidad de ingresos individuales en el mundo 
creció. La riqueza acumulada de los 1.125 individuos más 
ricos del mundo (4,4 billones de dólares) es casi 
equivalente al PIB de Japón, segunda 
potencia económica mundial después de Estados Unidos. 
Esta cifra es mayor que los ingresos sumados de la mitad 
de la población adulta del planeta. 50 administradores 
de fondos financieros (hedge funds y equity 
funds), los grandes especuladores que provocaron la 
“crisis”, ganaron durante el 2007 un promedio de 588 
millones de dólares, unas 19 mil veces más que el 
trabajador estadounidense promedio y unas 50 mil veces 
más que un trabajador latinoamericano medio. El director 
ejecutivo de la financiera Lehman Brothers, ahora en 
bancarrota, se embolsó 17 mil dólares por hora durante 
todo 2007 (datos de Institute for Policy Studies).
 
Resumiendo, 
una absurda minoría de 
empresas y unos cuantos multimillonarios que poseen sus 
acciones, controlan enormes porcentajes de las 
industrias y los mercados básicos para la sobrevivencia, 
como alimentación y salud. 
Esto les permite una pesada injerencia sobre las 
políticas nacionales e internacionales, moldeando a su 
conveniencia las regulaciones y los modelos de 
producción y consumo que se aplican en los países, que a 
su vez son causantes de las mayores catástrofes 
alimentarias, ambientales y de salud.
 
Uno de los ejemplos 
más trágicos de esta injerencia es la privatización y 
conversión del sistema agroalimentario, hasta hace pocas 
décadas descentralizado y basado mayoritariamente en 
semillas de libre acceso, agua, tierra, sol y trabajo 
humano, para convertirlo en una máquina industrial 
petrolizada, que exige grandes inversiones, maquinarias 
caras, devastadoras cantidades de agroquímicos (mejor 
llamados agrotóxicos) y semillas patentadas controladas 
por unas pocas empresas. Aunque se 
produjeron mayores cantidades de algunos granos, no 
solucionó el hambre en el mundo tal como prometían, sino 
que aumentó. El saldo de erosión de suelos y 
biodiversidad agrícola y pecuaria, junto a la 
contaminación químico-tóxica de aguas, no tiene 
precedente en la historia de la humanidad. Todo 
acompañado, por si fuera poco, por una creciente crisis 
de salud humana y animal (que también es negocio para 
las mismas empresas).
 
El 
paradigma más significativo de esta “involución verde”, 
son los transgénicos, semillas patentadas adictas a los 
químicos de las empresas, promovidas como panacea para 
resolver los actuales problemas de hambre que el propio 
modelo creó. Otro ingrediente del mismo modelo, es el 
altísimo requerimiento de fertilizantes, que por su 
nombre parecería menos dañino que el resto de los 
agrotóxicos. Pero el uso de fertilizantes industriales, 
en lugar del equilibrio de nutrientes naturales de los 
modelos anteriores de agricultura, también provoca 
adicción y dependencia y está en manos de un cerrado 
oligopolio transnacional. Tal como el petróleo, se basa 
en el uso de productos finitos y no renovables: según 
datos de PotashCorp, la primera empresa global de 
fertilizantes, las reservas de fósforo, ingrediente 
fundamental de los fertilizantes, disminuyen a ritmo 
acelerado. Globalmente, 
el consumo industrial 
de fertilizantes aumentó 31 por ciento entre 1996 y 
2008, debido al incremento de la ganadería industrial y 
la producción de agrocombustibles. 
Y con las crisis, el precio se disparó más de 650 por 
ciento entre enero de 2007 y agosto del 2008. No es 
extraño que Mosaic, la tercera empresa de 
fertilizantes a nivel global (55 por ciento propiedad de
Cargill) aumentara sus ganancias más de 1000 por 
ciento en ese periodo.
 
Urge el 
cuestionamiento profundo del modelo de agroalimentación 
industrial y corporativo, incluyendo la crítica radical 
a los que en nombre de las crisis alimentarias y 
climáticas quieren imponernos más del mismo modelo con 
transgénicos y agrocombustibles. Las 
soluciones reales ya existen y son diametralmente 
opuestas: soberanía alimentaria, a partir de economías 
agrícolas descentralizadas, diversas, libres de 
patentes, basadas en el conocimiento y las culturas 
campesinas, que son quienes por más de diez mil años han 
probado su capacidad de alimentar a la humanidad.