La transnacional Monsanto podría encontrar en Brasil un límite hasta ahora
impensado: cinco millones de productores de soja le reclaman una fortuna por
“apropiación indebida” de regalías.
En juego están unos 7.500 millones de dólares que los sembradores de soja de
todo tamaño (pequeños, medianos y grandes), podrían cobrar de manos de la mayor
empresa de agroquímicos del planeta.
En abril pasado, un juez de primera instancia de Rio Grande do Sul, Giovanni
Conti, que entendía en un pleito presentado tres años antes por
productores sojeros de ese estado, ordenó a la transnacional estadounidense
dejar de cobrar regalías por la patente que detenta sobre una semilla de soja
transgénica.
La patente, falló el magistrado, estaba vencida desde 2003. Conti intimó
entonces a la empresa no solo a dejar de percibir el canon correspondiente (2
por ciento de la producción generada a partir de esa semilla) sino a devolver el
dinero recaudado desde 2004, es decir unos 2.000 millones de dólares.
La
transnacional, que figura en la lista de las más resistidas y boicoteadas por
los pequeños y medianos agricultores de todo el planeta, podría llegar a conocer
un revés que jamás soñó |
La transnacional apeló, pero a mediados de junio la Suprema Corte de Justicia de
Brasil extendió la validez del fallo del tribunal riograndense a todo el
territorio nacional.
Si la resolución de abril quedara firme, Monsanto debería pagar a los
cinco millones de productores brasileños de soja –ya no únicamente a los miles
de Rio Grande- unos 7.500 millones de dólares.
Todavía se está lejos
de una resolución definitiva –se estima que antes de fines de 2013 no habrá
novedades- pero la transnacional, que figura en la lista de las más resistidas y
boicoteadas por los pequeños y medianos agricultores de todo el planeta, podría
llegar a conocer un revés que jamás soñó.
De demandante a demandada
Habitualmente sucede a la inversa: es Monsanto la que denuncia a los
agricultores ante la justicia para cobrar las regalías sobre los paquetes
tecnológicos que les vende.
“Cuando no gana, presiona, chantajea, atemoriza, pero es raro que no termine
saliéndose con la suya, porque allí donde se instala acaba montando un circuito
redondo del que es difícil que alguien pueda salir”, dice Marie Monique Robin,
una periodista francesa “especializada” en esta transnacional y autora de
investigaciones como “El mundo según Monsanto”.
La historia de la transnacional en Brasil es, acaso, curiosa. Su soja
genéticamente modificada, que comenzó a producir en los primeros años noventa en
Estados Unidos, ingresó al país de contrabando desde Argentina
hacia finales de esa década.
Durante varios años las semillas transgénicas de la oleaginosa estuvieron
prohibidas en Brasil, pero no hubo esfuerzo que las frenara.
En 2005, el
gobierno del presidente Lula da Silva legalizó el cultivo, según alegó
porque no podía combatir el hecho consumado de su imposición, y después destinó
millones y millones de dólares a desarrollarlo. A tal punto, que
Brasil es
hoy el segundo productor y exportador mundial de soja transgénica, que 17 de los
25 estados del país están sembrados con ella y que la famosa hojita verde de
laboratorio genera el 26 por ciento de las exportaciones agropecuarias
brasileñas.
La soja Roundup Ready (RR), genéticamente modificada para resistir al herbicida
Roundup, fabricado por la propia transnacional, ocupa casi el 90 por
ciento de los 25 millones de hectáreas de territorio brasileño sembradas con la
oleaginosa.
Por usar esa semilla patentada, los productores brasileños deben pagarle un 2
por ciento de su cosecha anual en royalties al comprarla, y otro 2 por ciento
cuando venden su cosecha.
Si
la sentencia se ratifica Monsanto deberá pagar unos 7.500 millones de dólares en
indemnizaciones a sus demandantes |
"La ley
prevé el derecho de los productores de multiplicar las semillas que compran, y
en ninguna parte del mundo se cobra con la producción final. Los productores
están pagando un impuesto privado sobre la producción", comentó una de las
abogadas de los productores demandantes, Jane Berwanger.
Paradójicamente, Monsanto no debe hacer frente esta vez en Brasil a ninguno de
sus oponentes tradicionales (agricultores familiares, productores de otros
rubros, sindicatos, grupos ambientalistas, movimientos sociales, comunidades
nativas) sino a quienes son objetivamente sus aliados, los productores sojeros
que han incorporado sin mayor drama una tecnología que multiplica sus ganancias.
“No hay
como Monsanto para esquilmar”, decía recientemente la francesa Robin.
Más allá de esta
situación, no se escucha entre los sojeros reclamos por los daños sanitarios y
ambientales generados por los productos que Monsanto elabora y ellos
utilizan, o por el desplazamiento hacia las periferias urbanas de decenas de
miles de campesinos expulsados por el avance de la soja, o por la amenaza que la
oleaginosa representa para el Cerrado, un área de 2 millones de quilómetros
cuadrados que concentra el 5 por ciento de la biodiversidad mundial.
Aun así, dijo un productor
lechero de una pequeña localidad de Rio Grande, “toda dificultad de Monsanto
hay que celebrarla”. Máxime cuando no es la única que la transnacional enfrenta
en Brasil, y en especial en ese estado del sur del país.
A fines de agosto, un
tribunal de segunda instancia de la ciudad de Porto Alegre condenó a la empresa
a pagar al Estado 500.000 reales (unos 250.000 dólares) por una “publicidad
engañosa” sobre la soja transgénica.
El aviso, de 2004,
promovía las “bondades” del producto de laboratorio cuando éste todavía estaba
prohibido en Brasil.
Monsanto
"enalteció un producto cuya venta estaba prohibida y no aclaró que sus
pretendidos beneficios son muy cuestionados en el medio científico", dice el
fallo del juez instructor del caso, Jorge Antonio Maurique.
Si la sentencia es
ratificada, Monsanto deberá pagar el cuarto de millón de dólares y además
difundir una publicidad en la que consten los efectos negativos de los productos
con los que modifica las semillas de soja.