Mi primer encuentro con Julio
Cortázar ocurrió en 1976 en San José de Costa Rica. Llegaba él
para dictar un ciclo de conferencias en la sala mayor del
Teatro Nacional, y entonces, Ernesto Cardenal, y yo, que vivía
virtualmente exiliado allá, le invitamos a visitar Solentiname,
el archipiélago del Gran Lago de Nicaragua donde Ernesto tenía
su comunidad religiosa.
El cineasta costarricense Oscar
Castillo nos acompañó en el azaroso viaje en avioneta hasta el
poblado de Los Chiles, en la frontera con Nicaragua, donde nos
recibieron el poeta José Coronel Urtecho y su mujer, doña
María Kautz, que vivían en retiro en su hacienda Las Brisas,
junto al río San Juan, y de allí fuimos por lancha, navegando
las aguas del lago, hasta Mancarrón, la mayor de las islas del
archipiélago, donde estaba establecida la comunidad. Era un
sábado. Fue un viaje clandestino, porque pasamos de lejos el
control militar del puerto de San Carlos, en la confluencia
del río San Juan con el lago. Nunca se enteró Somoza de
aquella visita de Julio Cortázar a Nicaragua.
Al día siguiente, Ernesto celebró,
como cada domingo, la misa a la que acudían en botes los
campesinos de todo el archipiélago. Era una misa dialogada.
Después de la lectura del evangelio se abría un diálogo entre
todos los asistentes para comentarlo. Ese domingo tocaba el
prendimiento de Jesús en el huerto de los Olivos, (Mateo 26).
Varios de quienes tomaron la palabra esa mañana eran muchachos
que se hicieron luego guerrilleros, y murieron casi todos en
la lucha que puso fin a la dictadura de Somoza apenas tres
años después.
Cuando Ernesto lee el pasaje de
las treinta monedas que recibe Judas por entregar a Jesús,
Cortázar comenta: "el evangelista estaría usando una metáfora;
como nosotros también la usamos cuando alguien se vende al
enemigo, y decimos que se vendió por treinta monedas". Luego,
de que doña Olivia, una campesina, dice que el dinero es la
sangre de los pobres, Ernesto agrega que Somoza es dueño de
una compañía llamada Plasmaferesis S.A. que compra la sangre a
los menesterosos para vender luego el plasma en el extranjero,
y que a la compañía le quedan varios millones de ganancia cada
año. "De ganancia líquida, comenta Cortázar desde su banca,
"es un negocio vampiresco."
Después viene el pasaje en que
Pedro desenvaina su espada y corta la oreja a uno de los
sicarios, y Jesús le dice que quienes pelean con la espada,
morirán por la espada. Un mandamiento que resulta
comprometido, en tiempos en que se gesta la rebelión contra
Somoza. Yo digo entonces que Jesús ha elegido un método de
lucha que es su propia muerte. No quiere que otros se
interpongan impidiéndole convertir su muerte en un símbolo.
Oscar Castillo opina que no tenía objeto pelear porque estaban
de todos modos perdidos. Entonces dice Cortázar: "Sí, yo estoy
de acuerdo con lo que dice Oscar, que fue una decisión táctica
que había que tomar en ese momento para que sobrevivieran los
discípulos, si no los hubieran matado a todos. Si los
discípulos no han huido, hoy día no existiría esto", y al
decir "esto" recorre con la mirada la humilde iglesia rural de
blancas paredes desnudas, piso de tierra y techo de teja.
A continuación lee Ernesto: "¿no
sabes que podría pedirle a mi Padre, y él me enviaría ahora
mismo más de doce legiones de ángeles? Pero en ese caso, ¿cómo
se cumplirían las escrituras, que dicen que tiene que suceder
así?". Y Cortázar: "Es un pasaje muy, muy oscuro, que habría
que analizar en relación con el resto del evangelio. Pero es
evidente que toda la vida de Jesús va cumpliendo una tras otra
las profecías que se han hecho de él; digamos que él es fiel a
las profecías, a un plan preconcebido; entonces no puede dejar
de cumplir la última, que es su muerte. Sería un contrasentido
de su parte pedir que vengan doce divisiones de ángeles, no lo
puede hacer, no quiere hacerlo."
Yo digo que Jesús está advirtiendo
que no se puede confiar todo a los ángeles, que los ángeles no
tienen nada que ver con las luchas terrenas, como la del
pueblo de Nicaragua contra Somoza. Entonces Cortázar: "una
interpretación sumamente tendenciosa, me parece". Yo: "ni él
mismo creía que pudieran venir doce divisiones de ángeles a
ayudarlo." Cortázar; "quién sabe, en aquella época los ángeles
eran muy eficaces, porque intervienen frecuentemente en la
Biblia". Yo: "en el antiguo testamento, no en el nuevo" Y
Cortázar: "Del nuevo no estoy tan seguro, pero en el antiguo
su eficacia está comprobada".
Al terminar la misa se dedicó a
fotografiar los cuadros primitivos pintados por los campesinos
de la comunidad: paisajes coloridos de las islas, la nutrida
floresta, barquitos en el lago, ranchos bajo cocoteros en la
orilla. Esas fotografías fueron el pie para su cuento
Apocalipsis de Solentiname. Empieza narrando la historia real
de nuestro viaje en avioneta desde San José, la travesía por
el río y por el lago, y habla de las fotos que tomó a los
cuadros. Luego, haciendo ese sesgo peculiar de sus cuentos,
donde la realidad cede de manera imprevista, y natural, el
paso a lo extraordinario, cuenta que ya de regreso en París,
cuando tras revelar los rollos proyecta las diapositivas una
noche en su apartamento, en lugar de aquellos cuadros
inocentes empiezan a aparecer en la pantalla escenas del
horror diario de la América Latina, prisioneros encapuchados,
torturados, cuerpos mutilados.
El horror narrado no queda, como
pudiera esperarse de un cuento que en fin de cuentas tiene un
sentido político, en denunciar nada más la represión brutal de
las dictaduras militares. Las últimas de esas fotos son las
del asesinato del poeta salvadoreño. Roque Dalton, ejecutado
en la clandestinidad por sus propios compañeros de armas, bajo
el cargo de ser agente de la CIA, con lo que sus verdugos iban
más allá de la ejecución física. Pretendían también su
ejecución moral.
A lo mejor habrá recordado
Cortázar, al escribir ese cuento maestro, el diálogo en la
pequeña nave de la iglesia, alrededor del altar decorado con
los mismos motivos candorosos de los cuadros campesinos. El
inusitado diálogo sobre las treinta monedas que quienes
asesinaron al mejor poeta salvadoreño de todos los tiempos,
urdieron dejar en su mano, en la escena del crimen, para
envilecer a su víctima.
Convenio: La
Insignia - Rel-UITA
febrero de
2004