Cuando los militares de la oligarquía
derrocaron a
Perón,
el gobierno uruguayo facilitó un navío de la
Armada para que periodistas de diversos
medios se trasladaran a Buenos Aires. Al
llegar, caminando hacia el Centro, un
Capitán de la Marina nos regaló un par de
balas de ametralladora que distribuía con
cara de triunfo. En una calle céntrica
comprobamos cómo se enfocaban los
acontecimientos desde clases sociales
enfrentadas.
Un grupo de jóvenes con aspecto de
estudiantes rodeaba y trataba de convencer a
una humilde mujer con su pequeño hijo en
brazos, argumentando contra “Evita”,
como los sectores mas humildes llamaban a la
esposa del presidente
Juan Domingo
Perón. A cada argumento contra
ella, la mujer replicaba, entre lágrimas:
“Con ella, cada Navidad teníamos pan dulce”,
y se abrazaba a su niño, en una afirmación
inexpugnable.
Evita
revindicó siempre sus orígenes humildes:
“Soy nada más que una humilde mujer”,
repetía desde las alturas del poder. Ese es
un caso único en la historia argentina,
sostiene
Juan José
Sebreli
en “Eva
Perón
¿Aventurera o militante?”, donde los
próceres son esnobs orgullosos de pertenecer
a una elite, y donde hasta los más populares
como
Sarmiento
tratan de demostrar que pertenecen a una
familia decente, es decir de prosapia, y se
dedican a rastrear un árbol genealógico
donde figuran conquistadores y clérigos
famosos.
Eva
Perón,
sin antepasados conocidos, hija de una
primera generación de inmigrantes que
asciende a la clase media, es una bastarda
en segundo grado; una bastarda social en un
país cuya posesión legal pertenece a
aquellos que están fuertemente enraizados a
través de varias generaciones descendientes
de patricios y herederos de supuestas
virtudes ancestrales.
El destino de
Eva Duarte
nos lleva a reflexionar –agrega
Sebreli–
sobre otra famosa mujer argentina:
Victoria
Ocampo,
que será enemiga acérrima de
Eva Perón
y a quien el peronismo recluirá unos días en
el Asilo del Buen Pastor, junto a
prostitutas y mecheras.
También
Victoria
Ocampo
fue una rebelde, pero no contra una clase
opresora, sino apenas contra su familia; no
contra un sistema económico sino apenas
contra alguna de sus caducas expresiones
morales y culturales; no contra los
privilegios y las injusticias que impone una
clase dominante sobre otra, sino apenas
contra las que impone una sociedad masculina
contra la mujer.
Su ejemplo, con todo lo excelente que puede
ser desde el punto de vista individual, no
sirvió para nada, no sirvió para liberar a
las mujeres argentinas. ¿Podía acaso
identificarse con ella una obrera, una
vendedora de tienda, una costurera, una
dactilógrafa?
Eva
significó el surgimiento de otra mujer, con
otro origen, con otra vida, con otras
inclinaciones, con otro estilo, con otro
destino.
Las condiciones adversas de su infancia, el
desarreglo de su familia, liberaron a
Eva
Duarte
de las sutiles cadenas de las que nunca
pudieron liberarse tantas otras mujeres de
la burguesía. La temprana muerte de su
padre, la falta de autoridad paterna que
personificara la coacción social, y, por
consiguiente, la débil formación de una
autoridad compasiva interna (lo que
Freud
llama el “superyo”) hacen que, sin encontrar
demasiadas trabas,
Eva Duarte
siga el camino de sus propios deseos: “Creo
que nací para la revolución. He vivido
siempre en libertad. Como a los pájaros me
gusta el aire libre del bosque. Ni siquiera
he podido tolerar esa especie de esclavitud
que es la vida en la casa paterna o en el
pueblo natal. Muy temprano en mi vida dejé
mi hogar y mi pueblo, y desde entonces
siempre he sido libre. He querido vivir por
mi cuenta y he vivido por mi cuenta”.
Como la autoridad compulsiva se identifica
al fin con los valores de la sociedad
establecida, de la clase dominante, quien se
revela contra las demandas del “superyo”
está preparado para identificarse con las
clases sociales oprimidas, dando a su
agresividad individual una dirección
racional y consciente en la lucha de clases:
es así como la rebeldía individual de
Eva
Duarte
se transformará a la larga en el
revolucionarismo social de
Eva Perón.
Es así como el resentimiento individual de
Eva Duarte,
superando los vanos conflictos íntimos,
estaba destinado a coincidir, tarde o
temprano, con el resentimiento histórico de
la clase obrera.
“Aunque no pueda explicarse por sí mismo –ha
dicho
Evita–,
lo cierto es que mi sentimiento de
indignación por la injusticia social es la
fuerza que me ha llevado de la mano desde
mis primeros recuerdos hasta aquí…” Y ésta
es la causa última que explica cómo una
mujer que apareció alguna vez como
“superficial, vulgar e indiferente” pueda
decidirse a realizar una vida de
“incomprensible sacrificio”.
Estos son, algunos de los rasgos esenciales
de
Evita,
una mujer hasta hoy irrepetible, que vive en
el corazón de los “descamisados” y de todos
los humildes que sueñan con un mundo nuevo.