Hay
momentos en que es necesario saber atravesar. Se camina
por veredas inhóspitas y se prueba el fruto amargo de
regiones desérticas, movido por esa tenacidad que anima
a los viajeros de la utopía: la certeza de que ningún
lugar es, al menos, mejor que este en el que la hartura
de pan hace hambrear bocas inocentes, el sol represado
oscurece la conciencia, y la vida preanuncia muerte a
los hijos desafortunados de la lotería biológica.
Nunca
temí meterme en esa maraña, hundir los pies en el
pantano, rasgar la piel en las piedras que, sombreadas,
indican el camino del porvenir, bendita hora en que las
lágrimas ya no serán de dolor sino de incontenida
emoción, brazos convertidos en abrazos, la línea del
horizonte cambiada en gozos, el impudor de tantos besos
sellados por la fraternura .
Inicié
precoz ese trayecto, motivado por la fe. Limé el mapa de
la historia, convertido y convencido de que los bienes
de la tierra y los frutos del trabajo humano son
ofrendas comunes. Rompí cercas, derribé muros, abrí
puertas, hermanado a aquellos que en los poros de la
humanidad tejen pacientes los hilos tenues de sus vidas:
el agua salobre moviéndose kilómetros diarios sobre las
cabezas femeninas coronadas de latas, los senos
marchitos, los vientres vacíos, el campo calcinado de
tristeza, la cloaca fétida estrechando barrancos en las
faldas de la ciudad, ángeles descarnados por la
desnutrición, vidas secas de ojos ensanchados en una
cara escuálida, ávidos del puñado de frijoles cocidos en
el desaliento.
Anduve
obsesivo por esos caminos tortuosos y resbalé en la
trayectoria, aprisionado por la trampa de los cazadores
de esperanzas, que les encubren el vuelo para colgarlas
en sus paredes de trofeos. Ni así moderé mis pasos. El
mapa se grababa en mi corazón y se ampliaba en ese
indeleble sentimiento de que la justicia es un estado de
gravidez. No se puede impedir la floración de la vida,
aunque los inviernos sean largos y las noches sin
estrellas, como si la memoria fuera abortada a las
márgenes del camino.
Libre de
las fieras, cosí mis cicatrices y retomé las sendas de
la salvación, sembrando promesas, apagando la sed de los
campos de la pobreza, embriagándome en el jugo del
cambuci , sumando mi voz al coro de los desvalidos. Vi a
lisiados caminar sin muletas, a ciegos recobrar la
vista, a muertos resucitar de sus tumbas. El polvo de la
carretera no me impedía vislumbrar el rumbo. Había un
olor de abundancia en el aire, preanuncio de que el
viaje tendría un buen término.
Fueron
años de aunar esfuerzos, el pan escaso dividido en
trozos solidarios, la madrugada palideciendo ante el
avance de esa caravana de condenados de la tierra,
artífices de un tiempo nuevo. Hasta que alcancé, con la
turba, la orilla del río. Maravilla caudalosa, aguas
copiosas, peces engordados en el lecho transparente y,
por otra parte, un verdor que ardía en los ojos, la
hartura a corta distancia, el comienzo del fin de esa
larga peregrinación.
Embarqué
a su lado, agarré mi remo y sumé fuerzas en la travesía.
Abrí la alforja y sacié el hambre de la turba,
prometiendo que en breve llovería saciedad. Luego sentí
al barco temblar azotado por corrientes adversas. Se
impuso la corrección de la ruta, obstruida por la
ambición de los buscadores de tesoros que, después de
vaciar el vientre del
río,
extrayéndole los diamantes, dejaban tras de sí los
escombros. En los cuales tropezamos, obligados a reducir
el ritmo y a modificar los planes del viaje. Bajo el
puente de la opulencia, las pocas monedas que nos
quedaban fueron consumidas por el peaje. De repente me
di cuenta de que navegábamos hacia el oeste, cuando
todos los planes nos orientaban al este.
Hay
momentos en que es necesario saber atravesar. Y no era
aquélla la travesía planeada por mi fe. No me quedaba
alternativa: proseguir en el barco o tirarme al río. Me
despojé de la ropa y del bagaje y, abrazado a un
conjunto de valores, me zambullí. Nadé hasta la tercera
margen del río, librándome de las pirañas y de los
caimanes, en busca de mí mismo.
Ahora
cultivo en la huerta una parra de esperanzas y una
certeza, la de que el viaje no fue en vano, pues son
sinuosas las sendas de la historia y la turba nunca
olvida la fuente del amanecer.
Frei
Betto