Tiempo
que dice
De tiempo
somos.
Somos sus pies y sus bocas.
Los pies del tiempo caminan en nuestros pies.
A la corta o a la larga, ya se sabe, los vientos del tiempo
borrarán las huellas.
¿Travesía de la nada, pasos de nadie? Las bocas del tiempo
cuentan el viaje.
Huellas
Una pareja
venía caminando por la sabana, en el oriente del África,
mientras nacía la estación de las lluvias. Aquella mujer y
aquel hombre todavía se parecían bastante a los monos, la
verdad sea dicha, aunque ya estaban erguidos y no tenían rabo.
Un volcán
cercano, ahora llamado Sadiman, estaba echando cenizas por la
boca. El cenizal guardó los pasos de la pareja, desde aquel
tiempo, a través de todos los tiempos. Bajo el manto gris han
quedado, intactas, las huellas. Y esos pies nos dicen, ahora,
que aquella Eva y aquel Adán venían caminando juntos, cuando a
cierta altura ella se detuvo, se desvió y caminó unos pasos
por su cuenta. Después, volvió al camino compartido.
Las huellas
humanas más antiguas han dejado la marca de una duda.
Algunos
añitos han pasado. La duda sigue.
La madre
Una
zapatilla Adidas,
una carta de amor de firma ilegible,
diez macetitas con flores de plástico,
siete globos de colores,
un delineador de pestañas,
un lápiz de labios,
un guante,
una gorra,
una vieja fotografía de Alan Ladd,
tres tortugas ninja,
un libro de cuentos,
una maraca,
catorce broches de pelo
y unos cuantos autitos de juguete forman parte del botín de
una gata que vive en el barrio de Avellaneda y roba en el
vecindario.
Deslizándose
por azoteas y cornisas, ella roba para su hijo, que es
paralítico y vive rodeado de esas ofrendas mal habidas.
El padre
Vera faltó a
la escuela. Se quedó todo el día encerrada en casa. Al
anochecer, escribió una carta a su padre. El padre de Vera
estaba muy enfermo, en el hospital. Ella escribió: -Te digo
que te quieras, que te cuides, que te protejas, que te mimes,
que te sientas, que te ames, que te disfrutes. Te digo que te
quiero, te cuido, te protejo, te mimo, te siento, te amo, te
disfruto.
Héctor
Carnevale duró unos días más. Después, con la carta de su hija
bajo la almohada, se fue en el sueño.
El
nacimiento
El hospital
público, ubicado en el barrio más copetudo de Río de Janeiro,
atendía a mil pacientes por día. Eran, casi todos, pobres o
pobrísimos.
Un médico de
guardia contó a Juan Bedoian:
-La
semana pasada, tuve que elegir entre dos nenas recién nacidas.
Aquí hay un solo respirados artificial. Ellas llegaron al
mismo tiempo, ya moribundas, y yo tuve que decidir cuál iba a
vivir.
Yo no soy
quién, pensó el médico: que decida Dios.
Pero Dios no
dijo nada.
Eligiera a
quien eligiera, el médico iba a cometer un crimen. Si no hacía
nada, cometía dos.
No había
tiempo para la duda. Las nenas estaban en las últimas, ya
yéndose de este mundo.
El médico
cerró los ojos. Una fue condenada a morir, y la otra fue
condenada a vivir.
Mano de obra
Mohamed
Ashraf no va a la escuela.
Desde que
sale el sol hasta que asoma la luna, él corta, recorta,
perfora, arma y cose pelotas de futbol, que salen rodando de
la aldea paquistaní de Umar Kot hacia los estadios del mundo.
Mohammed
tiene once años. Hace esto desde los cinco.
Si supiera
leer, y leer en inglés, podría entender la inscripción que él
pega en cada una de sus obras: Esta pelota no ha sido
fabricada por niños.
El castigo
Reina y
señora fue la ciudad de Cartago, en las costas del África. Sus
guerreros llegaron a las puertas de Roma, la rival, la
enemiga, y a punto estuvieron de aplastarla bajo las patas de
sus caballos y sus elefantes.
Unos años
después, Roma se vengó. Cartago fue obligada a entregar todas
sus armas y sus naves de guerra, y aceptó la humillación del
vasallaje y el pago de tributos. Todo aceptó Cartago,
inclinando la cabeza. Pero cuando Roma mandó que los
cartagineses abandonaran la mar y se marcharan a vivir tierra
adentro, lejos de la costa, porque la mar era la causa de su
arrogancia y de su peligrosa locura, ellos se negaron a irse:
eso sí que no, eso sí que nunca. Y Roma maldijo a Cartago, y
la condenó al exterminio. Y allá marcharon las legiones.
Cercada por
tierra y por agua, la ciudad resistió tres años. Ya no quedaba
agujero por raspar en los graneros, y habían sido devorados
hasta los monos sagrados de los templos: olvidada por sus
dioses, habitada por espectros, Cartago cayó. Seis días y seis
noches duró el incendio. Después, los legionarios romanos
barrieron las cenizas humeantes y regaron la tierra con sal,
para que nunca más creciera allí nada ni nadie.
La ciudad de
Cartagena, en las costas de España, es hija de aquella
Cartago. Y es nieta de Cartago la ciudad de Cartagena de
Indias, que mucho después nació en las costas de América. Una
noche, charlando bajito, Cartagena de Indias me confió su
secreto: me dijo que si alguna vez la obligaran a irse lejos
de la mar, también ella elegiría morir como murió la abuela.
Otro castigo
No sólo por
pena de exilio pierden sus mares los pueblos marineros.
Un día sí, y
otro también, la marea negra, pegajosa y mortal, ataca las
aguas y sus orillas. A fines del año 2002, un buque petrolero,
partido por la mitad, vomitó su veneno sobre Galicia y más
allá.
Las costas,
negras de petróleo, se llenaron de cruces. Los peces muertos y
las aves muertas flotaban en la podredumbre de las aguas.
¿El estado?
Ciego. ¿El gobierno? Sordo.
Pero los
pescadores, barcas ancladas, redes enrolladas, no estaban
solos.
Miles y
miles de voluntarios enfrentaron, con ellos, la invasión
enemiga. Armados de palas y tachos y lo que pudieron
encontrar, fueron desnudando trabajosamente, día tras día,
semana tras semana, las arenas y las rocas que el petróleo
había vestido de luto.
Esas muchas
manos, ¿estaban mudas? Ellas no pronunciaban discursos de
teatro. Haciendo decían, en gallego: Nunca máis.
La cerveza
Este elixir
conduce a la perdición. A la perdición de los caracoles.
Cuando oscurece, ellos salen de sus escondrijos y a ritmo de
caracol avanzan dispuestos a devorar la carne verde de las
plantas.
En medio de
la huerta, un vaso de cerveza monta guardia. Es una tentación
irresistible. Llamados por el aroma, los caracoles trepan a lo
alto del vaso. Desde el filo del abismo, se asoman a la
sabrosa espuma y cuesta abajo resbalan, dejándose caer. Y en
la mar de cerveza, borrachitos, felices, se ahogan.
El ginkgo
Es el más
antiguo de los árboles. Está en el mundo desde la época de los
dinosaurios. Dicen que sus hojas evitan el asma, calman el
dolor de cabeza y alivian los achaques de la vejez.
También
dicen que el ginkgo es el mejor remedio pata la mala memoria.
Eso sí que está probado. Cuando la bomba atómica convirtió a
la ciudad de Hiroshima en un desierto de negrura, un viejo
ginkgo cayó fulminado cerca del centro de la explosión. El
árbol quedó tan calcinado como el templo budista que el árbol
protegía. Tres años después, alguien descubrió que una
lucecita verde asomaba en el carbón. El tronco muerto había
dado un brote. El árbol renació, abrió sus brazos, floreció.
Ese
sobreviviente de la matanza sigue estando ahí.
Para que se
sepa.
Eduardo
Galeano
Convenio La Insignia / Rel-UITA
30
de mayo de 2004
(*) Textos pertenecientes al libro del autor
Bocas del tiempo. México, Siglo XXI, 2004. 347 p.
Reproducidos con autorización de la editorial.
Fotografía:
Oscar Bonilla