Insólitos
fueron los diez estadios donde se
jugó, hermosos, inmensos, que costaron un
dineral. No se sabe cómo hará Sudáfrica para
mantener en actividad esos gigantes de cemento,
multimillonario derroche fácil de explicar pero
difícil de justificar en uno de los países más
injustos del mundo.
Insólita
fue la pelota de Adidas, enjabonada,
medio loca, que huía de las manos y desobedecía
a los pies. La tal Jabulani fue impuesta aunque
a los jugadores no les gustaba ni un poquito.
Desde su castillo de Zurich, los amos del fútbol
imponen, no proponen. Tienen costumbre.
Insólito
fue que por fin la todopoderosa
burocracia de la FIFA reconociera, al menos, al
cabo de tantos años, que habría que estudiar la
manera de ayudar a los árbitros en las jugadas
decisivas. No es mucho, pero algo es algo. Ya
era hora. Hasta estos sordos de voluntaria
sordera tuvieron que escuchar los clamores
desatados por los errores de algunos árbitros,
que en el último partido llegaron a ser
horrores. ¿Por qué tenemos que ver en las
pantallas de televisión lo que los árbitros no
vieron y quizá no pudieron ver? Clamores de
sentido común: casi todos los deportes, el
básquetbol, el tenis, el béisbol y hasta la
esgrima y las carreras de autos, utilizan
normalmente la tecnología moderna para salir de
dudas. El fútbol, no. Los árbitros están
autorizados a consultar una antigua invención
llamada reloj, para medir la duración de los
partidos y el tiempo a descontar, pero de ahí
está prohibido pasar. Y la justificación oficial
resultaría cómica, si no fuera simplemente
sospechosa: El error forma parte del juego,
dicen, y nos dejan boquiabiertos descubriendo
que errare humanum est.
Insólito
fue que el primer Mundial africano en
toda la historia del fútbol quedara sin países
africanos, incluyendo al anfitrión, en las
primeras etapas. Sólo Ghana sobrevivió, hasta
que su selección fue derrotada por Uruguay en el
partido más emocionante de todo el torneo.
Insólito
fue que la mayoría de las selecciones
africanas mantuvieran viva su agilidad, pero
perdieran desparpajo y fantasía. Mucho
corrieron, pero poco bailaron. Hay quienes creen
que los directores técnicos de las selecciones,
casi todos europeos, contribuyeron a este
enfriamiento. Si así fuera, flaco favor han
hecho a un fútbol que tanta alegría prometía.
África sacrificó sus virtudes en nombre de la
eficacia, y la eficacia brilló por su ausencia.
Insólito
fue que algunos jugadores africanos
pudieran lucirse, ellos sí, pero en las
selecciones europeas. Cuando Ghana jugó contra
Alemania, se enfrentaron dos hermanos negros,
los hermanos Boateng: uno llevaba la camiseta de
Ghana, y el otro la camiseta de Alemania.
De los jugadores de la selección de Ghana,
ninguno jugaba en el campeonato local de Ghana.
De los jugadores de la selección de Alemania,
todos jugaban en el campeonato local de
Alemania.
Como América Latina, África exporta mano de obra
y pie de obra.
Insólita
fue la mejor atajada del torneo. No fue
obra de un golero, sino de un goleador. El
atacante uruguayo Luis Suárez detuvo con las dos
manos, en la línea del gol, una pelota que
hubiera dejado a su país fuera de la Copa. Y
gracias a ese acto de patriótica locura, él fue
expulsado pero Uruguay no.
Insólito
fue el viaje de Uruguay, desde los abajos hasta los arribas. Nuestro país, que
había entrado al Mundial en el último lugar, a
duras penas, tras una difícil clasificación,
jugó dignamente, sin rendirse nunca, y llegó a
ser uno de los mejores. Algunos cardiólogos nos
advirtieron, desde la prensa, que el exceso de
felicidad puede ser peligroso para la salud.
Numerosos uruguayos, que parecíamos condenados a
morir de aburrimiento, celebramos ese riesgo, y
las calles del país fueron una fiesta. Al fin y
al cabo, el derecho a festejar los méritos
propios es siempre preferible al placer que
algunos sienten por la desgracia ajena.
Terminamos ocupando el cuarto puesto, que no
está tan mal para el único país que pudo evitar
que este Mundial terminara siendo nada más que
una Eurocopa. Y no fue casual que Diego
Forlán
fuera elegido mejor jugador del torneo.
Insólito
fue que el campeón y el vicecampeón del
Mundial anterior volvieron a casa sin abrir las
maletas.
En el año 2006, Italia y Francia se habían
encontrado en el partido final. Ahora se
encontraron en la puerta de salida del
aeropuerto. En Italia, se multiplicaron las
voces críticas de un fútbol jugado para impedir
que el rival juegue. En Francia, el desastre
provocó una crisis política y encendió las
furias racistas, porque habían sido negros casi
todos los jugadores que cantaron “La Marsellesa”
en Sudáfrica.
Otros favoritos, como Inglaterra, tampoco
duraron mucho. Brasil y Argentina sufrieron
crueles baños de humildad. Medio siglo antes, la
selección argentina había recibido una lluvia de
monedas cuando regresó de un Mundial desastroso,
pero esta vez fue bienvenida por una abrazadora
multitud que cree en cosas más importantes que
el éxito o el fracaso.
Insólito
fue que faltaran a la cita las
superestrellas más anunciadas y más esperadas.
Lionel Messi quiso estar, hizo lo que pudo, y
algo se vio. Y dicen que Cristiano Ronaldo
estuvo, pero nadie lo vio: quizás estaba
demasiado ocupado en verse.
Insólito
fue que una nueva estrella, inesperada,
surgiera de la profundidad de los mares y se
elevara a lo más alto del firmamento futbolero.
Es un pulpo que vive en un acuario de Alemania,
desde donde formula sus profecías. Se llama Paul,
pero bien podría llamarse Pulpodamus.
Antes de cada partido del Mundial, le daban a
elegir entre los mejillones que llevaban las
banderas de los dos rivales. El comía los
mejillones del vencedor, y no se equivocaba.
El oráculo octópodo influyó decisivamente sobre
las apuestas, fue escuchado en el mundo entero
con religiosa reverencia, fue odiado y amado y
hasta calumniado por algunos resentidos, como
yo, que llegamos a sospechar, sin pruebas, que
el pulpo era un corrupto.
Insólito
fue que al fin del torneo se hiciera
justicia, lo que no es frecuente en el fútbol ni
en la vida.
España conquistó, por primera vez, el campeonato
mundial de fútbol.
Casi un siglo esperando.
El pulpo lo había anunciado, y España desmintió
mis sospechas: ganó en buena ley, fue el mejor
equipo del torneo, por obra y gracia de su
fútbol solidario, uno para todos, todos para
uno, y también por las asombrosas habilidades de
ese pequeño mago llamado Andrés Iniesta.
El prueba que a veces, en el reino mágico del
fútbol, la justicia existe.
|