Consulte usted cualquier enciclopedia. Pregunte
cuál fue el primer país libre en América.
Recibirá siempre la misma respuesta: los
Estados Unidos. Pero los Estados Unidos
declararon su independencia cuando eran una
nación con 650 mil esclavos, que siguieron
siendo esclavos durante un siglo, y en su
primera Constitución establecieron que un negro
equivalía a las tres quintas partes de una
persona.
Y si a cualquier enciclopedia pregunta usted
cuál fue el primer país que abolió la
esclavitud, recibirá siempre la misma respuesta:
Inglaterra. Pero el primer país que abolió la
esclavitud no fue Inglaterra sino Haití,
que todavía sigue expiando el pecado de su
dignidad.
Los negros esclavos de Haití habían
derrotado al glorioso ejército de Napoleón
Bonaparte, y Europa nunca perdonó esa
humillación. Haití pagó a Francia, durante un
siglo y medio, una indemnización gigantesca por
ser culpable de su libertad, pero ni eso
alcanzó. Aquella insolencia negra sigue doliendo
a los blancos amos del mundo.
De todo eso, sabemos poco o nada.
Haití
es un país invisible. Sólo cobró fama cuando el
terremoto de 2010 mató más de 200 mil haitianos.
La tragedia hizo que el país ocupara,
fugazmente, el primer plano de los medios de
comunicación.
Haití
no se conoce por el talento de sus artistas,
magos de la chatarra capaces de convertir la
basura en hermosura, ni por sus hazañas
históricas en la guerra contra la esclavitud y
la opresión colonial.
Vale la pena repetirlo una vez más, para que los
sordos escuchen: Haití fue el país fundador de
la independencia de América y el primero
que derrotó a la esclavitud en el mundo.Merece
mucho más que la notoriedad nacida de sus
desgracias.
Actualmente, los ejércitos de varios países,
incluyendo el mío, continúan ocupando Haití.
¿Cómo se justifica esta invasión militar? Pues
alegando que Haití pone en peligro la
seguridad internacional.
Nada de nuevo.
Todo a lo largo del siglo XIX, el ejemplo de
Haití constituyó
una amenaza para la seguridad de los
países que continuaban practicando la
esclavitud. Ya lo había dicho Thomas
Jefferson: de Haití provenía la peste
de la rebelión. En Carolina del Sur, por
ejemplo, la ley permitía encarcelar a cualquier
marinero negro, mientras su barco estuviera en
puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar
la peste antiesclavista. Y en Brasil, esa
peste se llamaba
haitianismo.
Ya en el siglo XX, Haití fue invadido por
los
marines, por ser un país
inseguro para sus acreedores extranjeros.
Los invasores empezaron por apoderarse de las
aduanas y entregaron el Banco Nacional al City
Bank de Nueva York. Y ya que estaban, se
quedaron 19 años.
El cruce de la frontera entre la República
Dominicana y Haití se llama
El mal paso. Quizás el nombre es una
señal de alarma: está usted entrando en el mundo
negro, la magia negra, la brujería...
El vudú, la religión que los esclavos trajeron
de África y se nacionalizó en Haití,
no merece llamarse religión. Desde el punto de
vista de los propietarios de la Civilización, el
vudú es cosa de negros, ignorancia, atraso, pura
superstición. La Iglesia católica, donde no
faltan fieles capaces de vender uñas de los
santos y plumas del arcángel Gabriel, logró que
esta superstición fuera oficialmente prohibida
en 1845, 1860, 1896, 1915 y 1942, sin que el
pueblo se diera por enterado.
Pero desde hace ya algunos años, las sectas
evangélicas se encargan de la guerra contra la
superstición en Haití. Esas sectas vienen
de los Estados Unidos, un país que no
tiene piso 13 en sus edificios, ni fila 13 en
sus aviones, habitado por civilizados cristianos
que creen que Dios hizo el mundo en una semana.
En ese país, el predicador evangélico Pat
Robertson explicó en la televisión el
terremoto de 2010. Este pastor de almas reveló
que los negros haitianos habían conquistado la
independencia de Francia a partir de una
ceremonia vudú, invocando la ayuda del Diablo
desde lo hondo de la selva haitiana. El Diablo,
que les dio la libertad, envió al terremoto para
pasarles la cuenta.
¿Hasta
cuándo seguirán los soldados extranjeros en
Haití? Ellos llegaron para
estabilizar y
ayudar, pero llevan siete años
desayudando y desestabilizando a este país que
no los quiere.
La ocupación militar de Haití está costando a
las Naciones Unidas más de 800 millones de
dólares por año.
Si las Naciones Unidas destinaran esos fondos a
la cooperación técnica y la solidaridad social,
Haití podría recibir un buen impulso al
desarrollo de su energía creadora. Y así se
salvaría de sus salvadores armados, que tienen
cierta tendencia a violar, matar y regalar
enfermedades fatales.
Haití
no necesita que nadie venga a multiplicar sus
calamidades. Tampoco necesita la caridad de
nadie. Como bien dice un antiguo proverbio
africano, la mano que da está siempre arriba de
la mano que recibe.
Pero Haití sí necesita solidaridad,
médicos, escuelas, hospitales, y una
colaboración verdadera que haga posible el
renacimiento de su soberanía alimentaria,
asesinada por el Fondo Monetario Internacional,
el Banco Mundial y otras sociedades
filantrópicas.
Para nosotros, latinoamericanos, esa solidaridad
es un deber de gratitud: será la mejor manera de
decir gracias a esta pequeña gran nación que en
1804 nos abrió, con su contagioso ejemplo, las
puertas de la libertad.
(Este artículo está dedicado a
Guillermo Chifflet, que fue obligado a renunciar
a la Cámara de Diputados del Uruguay por haber
votado contra el envío de soldados a Haití.)*
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