Ni en el más
delirante de mis sueños, en los días en que escribía Cien
años de soledad, llegué a imaginar que podría asistir a
este acto para sustentar la edición de un millón de
ejemplares. Pensar que un millón de personas pudieran leer
algo escrito en la soledad de mi cuarto, con 28 letras del
alfabeto y dos dedos como todo arsenal, parecería a todas
luces una locura.
Hoy las
academias de la lengua lo hacen con un gesto hacia una
novela que ha pasado ante los ojos de cincuenta veces un
millón de lectores, y hacia un artesano, insomne como yo,
que no sale de su sorpresa por todo lo que le ha sucedido.
Pero no se
trata ni puede tratarse de un reconocimiento a un escritor.
Este milagro es la demostración irrefutable de que hay una
cantidad enorme de personas dispuestas a leer historias en
lengua castellana, y por lo tanto un millón de ejemplares de
Cien Años de Soledad no son un millón de homenajes al
escritor que hoy recibe, sonrojado, el primer libro de este
tiraje descomunal. Es la demostración de que hay millones de
lectores de textos en lengua castellana esperando,
hambrientos, de este alimento.
No sé a qué
horas sucedió todo. Sólo sé que desde que tenía 17 años y
hasta la mañana de hoy, no he hecho cosa distinta que
levantarme temprano todos los días, sentarme frente a un
teclado, para llenar una página en blanco o una pantalla
vacía del computador, con la única misión de escribir una
historia aún no contada por nadie, que le haga más feliz la
vida a un lector inexistente.
En mi rutina
de escribir, nada he cambiado desde entonces. Nunca he visto
nada distinto que mis dos dedos índices golpeando, una a una
y a un buen ritmo, las 28 letras del alfabeto inmodificado
que he tenido ante mis ojos durante estos setenta y pico de
años.
Hoy me tocó
levantar la cabeza para asistir a este homenaje, que
agradezco, y no puedo hacer otra cosa que detenerme a pensar
qué es lo que me ha sucedido. Lo que veo es que el lector
inexistente de mi página en blanco, es hoy una descomunal
muchedumbre, hambrienta de lectura, de textos en lengua
castellana.
Los lectores
de Cien Años de Soledad son hoy una comunidad que si viviera
en un mismo pedazo de tierra, sería uno de los veinte países
más poblados del mundo.
No se trata
de una afirmación jactanciosa. Al contrario, quiero apenas
mostrar que ahí está una gigantesca cantidad de personas que
han demostrado con su hábito de lectura que tienen un alma
abierta para ser llenada con mensajes en castellano.
El desafío
es para todos los escritores, todos los poetas, narradores y
educadores de nuestra lengua, para alimentar esa sed y
multiplicar esta muchedumbre, verdadera razón de ser de
nuestro oficio y, por supuesto, de nosotros mismos.
A mis 38
años y ya con cuatro libros publicados desde mis 20 años, me
senté ante la máquina de escribir y empecé: "Muchos años
después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en
que su padre lo llevó a conocer el hielo".
No tenía la
menor idea del significado ni del origen de esa frase ni
hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no dejé
de escribir ni un solo día durante 18 meses, hasta que
terminé el libro.
Parecerá
mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el
papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación
de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de
gramática, eran en realidad errores de creación, y cada vez
que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de
la basura para empezar de nuevo.
Con el ritmo
que había adquirido en un año de práctica, calculé que me
costaría unos seis meses de mañanas diarias para terminar.
Esperanza
Araiza, la inolvidable Pera, era una mecanógrafa de poetas y
cineastas que había pasado en limpio grandes obras de
escritores mexicanos, entre ellos "La región más
transparente", de Carlos Fuentes; "Pedro Páramo", de Juan
Rulfo, y varios guiones originales de don Luis Buñuel.
Cuando le
propuse que me sacara en limpio la versión final, la novela
era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta
negra y después en tinta roja, para evitar confusiones. Pero
eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una
jaula de locos.
Pocos años
después, Pera me confesó que cuando llevaba a su casa la
última versión corregida por mí, resbaló al bajarse del
autobús, con un aguacero diluvial, y las cuartillas quedaron
flotando en el cenegal de la calle. Las recogió, empapadas y
casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó
en su casa, hoja por hoja, con una plancha de ropa.
Lo que podía
ser motivo de otro libro mejor, sería cómo sobrevivimos
Mercedes y yo, con nuestros dos hijos, durante ese tiempo en
que no gané ningún centavo por ninguna parte. Ni siquiera sé
cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni
un día la comida en la casa.
Habíamos
resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta
que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestras primeras
incursiones al Monte de Piedad.
Después de
los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que
apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus
familiares a través de los años. El experto las examinó con
un rigor de cirujano, pasó y revisó con su ojo mágico los
diamantes de los aretes, las esmeraldas del collar, los
rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una
larga verónica de novillero: "Todo esto es puro vidrio".
En los
momentos de dificultades mayores, Mercedes hizo sus cuentas
astrales y le dijo a su paciente casero, sin el mínimo
temblor en la voz: "Podemos pagarle todo junto dentro de
seis meses".
"Perdone
señora -le contestó el propietario-, ¿se da cuenta de que
entonces será una suma enorme?".
"Me doy
cuenta -dijo Mercedes, impasible-, pero entonces lo
tendremos todo resuelto, esté tranquilo".
Al buen
licenciado, que era un alto funcionario del Estado y uno de
los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido,
tampoco le tembló la voz para contestar: "Muy bien, señora,
con su palabra me basta". Y sacó sus cuentas mortales: "La
espero el 7 de setiembre (sic)".
Por fin, a
principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la
oficina de correos de la ciudad de México, para enviar a
Buenos Aires la versión terminada de Cien Años de Soledad,
un paquete de 590 cuartillas escritas a máquina, a doble
espacio y en papel ordinario y dirigidas a Francisco Porrúa,
director literario de la editorial Suramericana.
El empleado
del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos
mentales y dijo: "Son 82 pesos". Mercedes contó los billetes
y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera, y se
enfrentó a la realidad: "Sólo tenemos 53".
Abrimos el
paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a
Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir
el dinero para mandar el resto. Sólo después caímos en la
cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la última
parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para
mandarla, ya Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial
Suramericana, ansioso de leer la primera mitad del libro,
nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarla.
Fue así como
volvimos a nacer en nuestra vida de hoy.
Muchas
gracias.
Gabriel García Márquez
Cartagena de Indias
Colombia, 27 de marzo de 2007
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