El martes pasado se
recordó en toda Alemania el Día del Holocausto. Fue el
aniversario de cuando en 1945 fue liberado de los nazis
el campo de concentración de Auschwitz.
En una ceremonia profunda, fue el Parlamento alemán, en una
sesión especial, el que le puso a esta fecha la emoción
impregnada de rabia y de vergüenza de esa realidad tan
cruel. El presidente alemán Köhler habló con un
acento que denotaba su búsqueda de las verdaderas
expresiones para describir un crimen tan ominoso como el
de los campos de concentración nazis, donde fueron
asesinados millones de seres humanos, niños, mujeres y
hombres, judíos, gitanos, enemigos políticos,
homosexuales y personas discapacitadas. En los palcos
había representantes de todas esas víctimas. Pero,
además, se hallaban alumnos de colegios secundarios, y
universidades, docentes e integrantes de organismos de
derechos humanos. Luego del discurso presidencial,
ocuparon el centro de la escena cuatro niñas que leyeron
trozos de cartas de las víctimas. Y luego un cuarteto
musical trajo la música de Bach, que sirvió, tal
vez, como búsqueda de consuelo imposible de encontrar.
Sirvió para comprobar que los asesinatos no quedan
impunes y que siempre hay una luz de esperanza cuando
los asesinos son condenados para siempre por la
Historia.
Ese mismo día me tocó hablar en la Iglesia Evangélica de
Gelsenkirchen, en la cuenca del Ruhr, el núcleo fabril
más potente de Alemania. Allí, en esa ciudad, un
centro de educación para familias lleva el nombre de
Elisabeth Käsemann, la estudiante alemana asesinada
por la dictadura militar argentina en 1977. Elisabeth,
luego de terminar sus estudios de sociología en la
universidad de Tübingen, quiso hacer sus trabajos
prácticos en Latinoamérica. Luego de estar en
Perú marchó hacia la Argentina, donde realizó
trabajos solidarios en una villa miseria del Gran Buenos
Aires. El 8 de marzo de 1977 fue secuestrada de su
domicilio por una patrulla militar y llevada al campo de
concentración El Vesubio, donde fue brutalmente
torturada, para luego ser asesinada, el 24 de mayo del
mismo año. Su padre, Ernst Käsemann, uno de los
más brillantes teólogos de Alemania, viajó a la
Argentina para recuperar el cuerpo de su hija.
Luego de largas negociaciones y mediante el pago de
25.000 dólares, miembros del Ejército Argentino le
devolvieron los restos de Elisabeth. El peor
delito: además de matar impunemente, hacer negocio con
el cuerpo sin vida de la víctima. Ante su tumba, en el
cementerio de Tübingen, en aquel 1977, hablé en nombre
del exilio argentino. Y comencé diciendo: “No dejar
nunca la última palabra a los verdugos y militares, esto
lo escribió Ernst Käsemann sobre su hija
Elisabeth. Y por eso estamos aquí, ante su tumba,
para no dejar la última palabra a los verdugos y
militares argentinos que prosiguen torturando y
asesinando en mi tierra, en ese país, que Ernst
Käsemann denominó ‘fascinante’ pero que al mismo
tiempo en esa belleza hospeda a un verdadero infierno.
Este hombre de la Palabra y la Fe no quiere que se haga
de su hija una figura de mártir. No es nuestra
intención, pero sin nuestra influencia, Elisabeth
se ha convertido en un símbolo. En ella se ha
corporizado la más hermosa de las palabras, que los
pueblos del mundo exclaman en voz bien alta:
Solidaridad. Detengámonos aquí y pensemos en la belleza,
en la esperanzada poesía de esas sílabas, solidaridad,
que con toda fuerza fue pregonada por aquellos seres
humanos que con el vocablo pensaron en ayudarse
mutuamente, en buscar soluciones comunes a todos, por
encima de lenguas y de razas distintas. Elisabeth,
como muchos otros seres de lejanos países, ha colaborado
para traer una vez más la tradición humanista. De dar la
mano al más débil. De desesperarse ante el dolor de los
demás. De la utopía de la justa repartición de los
bienes de la tierra. El prójimo. Nuestros semejantes. El
compañero. La palabra contra las cámaras de gas, contra
el balazo, contra la picana eléctrica, contra la
desaparición, contra el robo de niños de las
prisioneras”.
“Rosa Luxemburgo –proseguí aquella vez– escribía de la
prisión: ‘Pese a la oscuridad de la celda, de la luz de
la muerte que entra por el tragaluz del calabozo, mi
corazón late pleno de una incomprensible, desconocida
alegría interna como si yo caminara sobre un prado pleno
de capullos regado por un triunfante rayo de sol. Y le
sonrío a la vida como si yo supiera un mágico misterio,
que castiga a todo lo malo y a las tristes mentiras y
las convierte en pura claridad y felicidad’. Es que
Rosa sabía que su lucha por los de abajo era la que
le daría la razón de ser, de vivir, mientras otros
acumulaban cargos o riquezas mediante el poder o la
avaricia.”
Terminé mis palabras diciéndole a Elisabeth: “Elisabeth,
no tengo otra cosa que ofrecerte que mi vergüenza. Pero
también tengo un orgullo, angustiado, nacido de puro
dolor, pero pleno de energía. Es el orgullo de poder
hablar de nuestras mujeres, de aquellas que como
Elisabeth perdieron sus vidas en la misma lucha. Y
sé que el mejor homenaje a Elisabeth es nombrar
algunas de esas mujeres, hoy desaparecidas y así
recordar sus risas, sus sueños, y su fe en un futuro
bien claro como las madrugadas de nuestras pampas,
amplias, frescas, sin sombras, como el trinar de sus
pájaros. Sí, nombrar a Liliana Isabel,
Blanca Haydée, Alicia, Silvia
Angélica, María Adelia, María de
las Mercedes, Noemí, Raquel, María
Victoria...”
Sí, María Victoria, la hija del querido Rodolfo
Walsh. Recordaré siempre la alegría de él al nacer
su hija: “¡Una hija, una hija...!” me repitió y sus ojos
y sus labios rieron.
Y terminé diciendo: “Los vestidos de Rosa llenos de
lodo en el fondo del Landwehrkanal en aquel Berlín de
1919, María Victoria Walsh que no se entregó a
las bestias, y Elisabeth, Elisabeth Käsemann,
la viajera de un lejano país, con su valija llena de
utopías. Nuestros verdugos. Militares. No dejarles la
última palabra”.
El acto del martes pasado, donde repetí aquel discurso, se
hizo en la bella iglesia evangélica donde funciona el
Centro de Educación Familiar Elisabeth Käsemann.
Nada mejor que el nombre de la joven muerta en la
Argentina para identificar a un lugar dedicado a las
madres y a los niños, es decir, al futuro. Las consignas
de esa institución son estos principios: “Queremos
apoyar a los padres para posibilitar un sano desarrollo
de sus hijos, para ofrecerles juegos propios de cada
edad, para que tengan un movimiento sano, para un trato
familiar libre de toda violencia, además de una sana
alimentación y la alegría de cocinar para la salud.
Queremos ayudar a los padres para que sientan alegría en
la educación de sus hijos, para que puedan cumplir con
sus necesidades y para que sepan solucionar todo
conflicto familiar”. Una vez más, la ética triunfa
finalmente. Los asesinos de Elisabeth, el general
Suárez Mason y el teniente coronel Durán Sáenz,
han pasado a la historia como miserables asesinos y
torturadores. En cambio, la víctima ha sido homenajeada
con este nombre a una institución que mira hacia el
futuro, hacia una sociedad de sentimientos y sueños.
Lo mismo ocurrió con Auschwitz. Se recuerda todos los años a
sus víctimas y se desprecia con asco a los políticos y a
los uniformados que quisieron establecer un régimen
basado en el odio y el racismo.
Ojalá que el 24 de marzo, el día en que comenzó la dictadura
de la desaparición de personas y del robo de niños,
nuestro Congreso nacional y todas las Legislaturas
provinciales imiten al Bundestag alemán. Así como aquí
se dedicó el día a rememorar la vergüenza más grande de
este pueblo, con sus campos de concentración, sus
cámaras de gas y sus seis millones de víctimas, así
nuestros cuerpos legislativos deberían seguir este
camino, dedicar sus sesiones de ese día a analizar el
pérfido sistema de la desaparición de personas y cómo
fue posible llegar a esa maldad infinita. Que hable un
representante de cada bloque y luego, escuchar poesías
con voz infantil de nuestros poetas desaparecidos y una
música dedicada a ellos, una música propia de la tierra
que los vio nacer. Y, además, que una mujer nos hable
sobre nuestras mujeres desaparecidas, sobre el dolor de
las madres a quienes les quitaron sus hijos en el
momento de dar a luz, y de la fuerza de las Madres que
salieron a la calle a exigir Vida. Por supuesto, que en
cada colegio secundario se dé una clase especial y en
todas las universidades, en el aula magna, se recuerde a
los estudiantes y docentes desaparecidos y se haga un
análisis de aquel fracaso rotundo y criminal de nuestra
sociedad.
Para
aprender.