Hemos ascendido
hasta el valle de los Reyes, donde las piedras labradas
cuentan a medias voces la historia de la esplendorosa
civilización maya de Copán, una peregrinación que debe hacerse
al menos una vez en la vida. Tenemos dos guías de primera. La
doctora Laura Lara y el arquitecto Daniel Cruz, ambos del
Instituto Hondureño de Antropología e Historia, pero las
explicaciones en cada estación de la visita se las dejan a
alguien tan docto como ellos.
Se trata de Alfonso, un campesino de edad madura, con
sombrero de palma y un bordón rematado en una pluma que le
sirve de puntero para señalar los dibujos e inscripciones de
las piedras, rozándolos apenas mientras nos alecciona a lo
largo del recorrido. Empezó como peón, y ahora es ducho en
historia maya, estudiado en la Universidad Pedagógica, igual
que los demás campesinos, algunos ya ancianos, que vara en
mano van cada uno llevando su rebaño por los distintos rumbos
del sitio arqueológico.
Los mayas, me dice la doctora Lara mientras nos
detenemos frente a la escalera de los jeroglíficos, una de las
maravillas del sitio, no es que vivieran dedicados nada más a
mirar las estrellas. Eran guerreros tormentosos, y cuando en
una estela se muestran cabezas boca abajo, es que representan
las de los vencidos, que eran decapitados.
Esa fue la suerte que corrió el rey 18 Conejo, Uaxac
Lahun, que ascendió al trono en el año 695 de nuestra era,
como decimotercero en la dinastía, y cayó en 738 a manos de
Cielo Cauac, señor de Quiriguá, un reino tributario de Copán
al otro lado del río Motagua. Se insurreccionó contra su
señor, y lo derrotó. De la derrota y muerte de 18 Conejo no
quedan noticias en las piedras de Copán, pero si en las de
Quiriguá, donde aquel triunfo, trascendental para un reinado
subalterno, se volvió un verdadero fasto.
No puede dejar de pensarse en el poder, y sus glorias
y miserias, cuando se esta frente a las numerosas estelas que
representan de cuerpo entero a 18 Conejo, que vivió apenas 43
años. Uno de los gobernantes claves durante el llamado período
clásico, no sólo patrocinó avances profundos en la astronomía,
sino que también la transformación de las artes, porque es
bajo su período que la escultura en alto relieve empieza a
desarrollarse. Pero era un arte nuevo que sirvió, sobre todo,
para consagrar su propia figura.
"A este hombre le gustaba mucho retratarse", dice con
un deje de picardía Alfonso, mientras señala con la pluma de
su vara una de las estelas que muestra a 18 Conejo en todos
sus atuendos magníficos, tiara, peto, bastón de mando,
sandalias ricamente decoradas. Pero la representación de sus
atributos de poder no se detiene allí. Ha querido vestirse con
los atributos del dios de los dioses, el dios del maíz que
renace siempre del inframundo, y por eso lleva una falda de
redes de jade encima de una piel de jaguar; y en la capa de
plumas que le cubre las espaldas, imágenes diminutas de aquel
dios. Él es su encarnación terrenal frente a nuestros ojos,
como antes lo fue frente a los ojos de sus súbditos.
No es difícil imaginar que igual que todos los
soberanos que dejan sus retratos a la posteridad, encargados a
la mano del mejor artista de su época, 18 Conejo tiene que
haber posado por horas frente al escultor, aguantando la
molestia de cargar con todos sus pesados ornamentos, pero
aliviado por el pensamiento de su propia trascendencia. El que
queda en la piedra, evita la muerte.
Ese fervor de 18 Conejo por el poder, representado en
sus ropajes divinos, es una de las herencias de nuestra
cultura híbrida, que seguimos cargando en las espaldas, más
pesada aún que la capa de plumas de aquel presuntuoso atuendo
real. Dictadores a caballo, fotografías de los gobernantes en
todas las oficinas públicas. Y sobre todo el deseo de quedarse
por siempre en el trono, o de volver a ceñirse la tiara. El
reinado de 18 Conejo pasó hace tiempos, una sombra ornamentada
entre las ruinas arqueológicas de esta civilización perdida;
pero es la representación del poder la que sobrevive sin
mengua bajo la lumbre del sol que caliente estas piedras,
igual que hace mil trescientos años, cuando este soberano de
los retratos terminó perdiendo la cabeza.
Los anfitriones siguen a mi lado en su dedicada tarea
de acercarme a la revelación de los secretos guardados en las
pirámides, en las plazas, en el campo de pelota, en los
subterráneos, uno de ellos sinuoso como el movimiento de una
serpiente, a la que quiere representar, y que nos lleva al
inframundo, el tenebroso reino de Xibalbá donde todas las
cuentas, aún las del poder, son saldadas. Allí otra ciudad
yace sepultada, como debajo hay otra más, y otra, porque cada
rey soterraba los esplendores de su antecesor debajo de los
propios. Sus propios monumentos conmemorativos, sus propias
estatuas.
El esplendor del poder, y sus miserias. En las tumbas
de los reyes se enterraban cuantiosos tesoros junto con sus
cadáveres, pero las pruebas hechas a los huesos encontrados
revelan las hambrunas cada vez más crecientes a que la
población fue siendo sometida, una hambruna de la que, al
final, no se libró la propia familia real. Luego llegó el fin
de los esplendores, y la selva empezó a tragarse aquellas
soberbias ciudades que se sucedían desde Yucatán hasta
Honduras. El silencio, y luego la oscuridad.
Pero los recuerdos del poder, que son también los
recuerdos de la muerte, sobrevivieron a esas civilizaciones.
Bajo su regia tiara, la mirada de 18 Conejo se clava sobre
nosotros para recordarnos su condición divina, y a la vez tan
terrenal. Es siempre la mirada del caudillo que piensa que su
poder no tiene fin.
Sergio Ramírez
Convenio La Insignia / Rel-UITA
27
de mayo de 2004