(..) Tras el sumario castigo del Buey-Rojo, sucedió un
episodio breve, indescriptible, maravilloso. No podía durar.
Después de la pesadilla del miedo, la borrachera de la
esperanza iba a ser sólo como un soplo.
Los trabajadores del ingenio recomenzaron la zafra por su
cuenta después de haber hecho justicia por sus manos. La
habían pagado con su dolor, con su sacrificio, con su sangre.
Y la habían pagado por adelantado. Las cuentas eran justas.
Formaron una comisión de administración en la que se incluyó
a los técnicos. Y cada uno se alineó en lo suyo; los peones en
la fábrica, los plantadores en los plantíos, los hacheros en
el monte, los carreros en los carros, los cuadrilleros en los
caminos. Todos arrimaron el hombro y hasta las mujeres, los
viejos y la mitá-í.
Se pusieron a trabajar noche y día sin descanso. Lo hacían
con gusto, porque al fin sabían, sentían que el trabajo es una
cosa buena y alegre cuando no lo mancha el miedo ni el odio.
El trabajo hecho en amistad y camaradería.
No pensaban, por otra parte, quedarse con el ingenio para
siempre. Sabían que eso era imposible. Pero querían entregarlo
por lo menos limpio y purificado de sus taras; lugar de
trabajo digno de los hombres que viven de su trabajo, y no
lugar de torturas y de injusticias bestiales.
Solano Rojas habló de que se podrían imponer condiciones.
Destacó emisarios a los otros ingenios del sur y a la capital.
No volvieron los emisarios. No pudieron siquiera terminar la
zafra. A la semana de haber comenzado esta fiesta laboriosa y
fraternal, el ingenio amaneció un día cercado por dos
escuadrones del gobierno que venían a vengar póstumamente al
capitalista extranjero Harry Way. Traían automáticas y
morteros.
Los trabajadores enviaron parlamentarios. Fueron baleados. Se
acantonaron entonces en la fábrica para resistir. Las
ametralladoras empezaron a entrar en acción y las primeras
granadas de morteros a caer sobre la fábrica.
Los sitiados se rindieron esta vez, para evitar una inútil
matanza. Los escuadrones se llevaron a los presos atados con
alambre. Entre ellos iba Solano Rojas con un balazo en el
hombro.
Tebikuary del Guairá volvió al punto de partida. Pero en
lugar del verde de antaño había sólo escombros carbonizados.
Algunas carroñas humanas se hinchaban en el polvo del
terraplén. Y en lugar de humo flotaban cuervos en el aire seco
y ardiente del valle.
El círculo se había cerrado y volvía a empezar.
Poco a poco regresaron los presos. Primero fue Miguel
Benítez, después Secú Ortigoza, después Belén Cristaldo y por
último Alipio Chamorro. Solano Rojas quedó en la cárcel. Quedó
por quince años. Por fin lo soltaron. Se trajo sus recuerdos y
la cicatriz de un sablazo sobre ellos. Pero había tenido que
dejar los ojos en la cárcel en pago de su libertad.
Regresó como una sombra que volvía de la muerte. Sombra él
por fuera y por dentro. Anduvo vagabundeando por las
barrancas. Allí se quedó. Los carpincheros le ayudaron después
a levantar su choza al otro lado del río y a construir su
balsa. Un tropero le regaló el acordeón.
Se sentía a gusto en la barranca frente a las ruinas de la
Ogaguasú. Era el sitio del combate y el sitio de su amor.
Necesitaba estar allí, al borde del camino de agua que era el
camino de ella. Su oído aprendió a distinguir el paso de los
carpincheros y a ubicar el cachiveo negro en que la muchacha
del río bogaba mirando hacia arriba el rancho del pasero.
Ella. Yasy-Mörötï.
El nombre del Paso surgió de esta tierna y secreta obsesión
que se transformaba en música en el remendado acordeón del
ciego.
Yasy-Mörötï ... Luna blanca amada que de mí te alejas con ojos
distantes...
Por tres veces, Solano sintió bajar las fogatas de San Juan.
Los carpincheros seguían cumpliendo el rito inmemorial. Traían
sus cachiveos a que los sapecara el fuego del Santo para que
la caza fuera fructífera.
Solano se aproximaba al borde de la barranca para sentirlos
pasar. Los saludaba con el acordeón y ellos le respondían con
sus gritos. Y cuando entre los fuegos el ojo de su corazón la
veía pasar a ella, una extraña exaltación lo poseía. Dejaba de
tocar y los ojos sin vida echaban su rocío. En cada gota se
apagaban paisajes y brillaba el recuerdo con el color del
fuego.
La última vez que se acercó, resbaló en la arena de la
barranca y cayó al remanso donde guardaba su balsa, donde
lavaba su ropa harapienta, de donde sacaba el agua para beber.
De allí lo sacaron los carpincheros que estuvieron toda la
noche sondando el agua con sus botadores y sus arpones, al
resplandor de las hogueras.
Lo sacaron enredado a un raigón negro, los brazos negros del
agua verde que lo tenían abrazado estrechamente y no lo
querían soltar.
Los carpincheros pusieron el cuerpo de Solano en la balsa,
trozaron el ysypó que la ataba al embarcadero y la remolcaron
río abajo entre los islotes llameantes.
Sobre la balsa, al lado del muerto, iba inmóvil Yasy-Mörötï.
Todavía de tanto en tanto suele escucharse en el Paso, a la
caída de las noches, la música fantasmal del acordeón. No
siempre. Sólo cuando amenaza mal tiempo, no hay zafra en el
ingenio nuevo y todo está quieto y parado sobre el río.
-¡Chake! -dicen entonces los ribereños aguzando el oído-. Va
a haber tormenta.
-Ipú yevyma jhina Solano cordión...
Piensan que el Paso Yasy-Mörötï está embrujado y que Solano
ronda en esas noches convertido en Pora. No lo temen y lo
veneran porque se sienten protegidos por el ánima del pasero
muerto. Allí está él en el cruce del río como un guardián
ciego e invisible a quien no es posible engañar porque lo ve
todo.
Monta guardia y espera. Y nada hay tan poderoso e invencible
como cuando alguien, desde la muerte, monta guardia y espera.
Augusto Roa Bastos (1917-2005)
27 de abril
de 2005